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Dos códigos, dos métodos, ninguna explicación

A manera de introducción

Dos proyectos de cuerpos legales serán presentados a la Asamblea Nacional próximamente, para someterse a análisis por los diputados y ser aprobados o rechazados.

(Para nuestros medios de difusión, los proyectos van a la Asamblea Nacional «para su análisis y aprobación», «para su discusión y aprobación» o «para su aprobación»; nunca para su desaprobación).

Del primero, el Código de las Familias, se habla mucho. A cada minuto se oye, ve o lee declaraciones, análisis de especialistas, opiniones de ciudadanos o dirigentes, anuncios.

También está la consulta popular. No es vinculante, pero como modo de divulgación resulta efectivo, pues familiariza a la población con un cuerpo legal abarcador de casi todos los espacios de la vida: constitución de la pareja, responsabilidad con la descendencia, cuidado de ancianos y personas con discapacidad, adopción, gestación solidaria, formas de herencia…

Además, existe la posibilidad de que opiniones reiteradas sean estudiadas por el equipo de redacción e incorporadas al texto definitivo.

No entro ahora a analizar el contenido, motivo de discusiones que muestran cuán lejos estamos de esa sociedad homogénea de que oímos hablar a menudo. Señalo, en cambio, dos objeciones al método seguido con este proyecto, para después referirme al aplicado en el otro.

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La unanimidad es norma en la Asamblea Nacional (Foto: Roberto Suárez)

El proyecto de Código de las Familias

Curiosamente, la primera objeción circula entre potenciales beneficiarios: Los derechos no se plebiscitan.

En teoría, la afirmación es inatacable, pero la práctica no siempre sigue la teoría. E introduce una duda: Si un sector de la población carece de un derecho, y otro lo disfruta, ¿se debe imponer por decreto el derecho para todos, o se somete a discusión popular?

Dejo a los teóricos la respuesta; voy al hecho concreto. Nos guste o no, existe la disyuntiva:

a. Porque «los derechos no se plebiscitan», votamos contra el código y condenamos a un sector de la población a continuar sin ellos: Nos hacemos cómplices de la discriminación.

b. Somos pragmáticos y cedemos en lo poco para ganar en lo mucho: Reconocemos su derecho a quien lo tiene vulnerado.

Se puede argumentar a favor o en contra, pero entre votar para ver reconocido un derecho o votar contra él (o abstenerse) y apoyar su negación no caben indecisiones. En estos momentos, la consigna «todos los derechos para todas las personas» implica aprobar el código que los reconoce, aunque el método disguste.

(Hay quien se opone al código porque sí, porque considera su deber oponerse a cuanto proceda del gobierno; es un tipo de fundamentalismo, y el fundamentalista no razona ni se importa con el daño que su actitud provoque a inocentes. Por tanto, no vale la pena intentar demostrarle su equivocación).

La segunda objeción al método refleja un aspecto lamentable de la realidad nacional: Las pocas veces que los medios oficiales se refieren a criterios contra el proyecto lo hacen de manera sucinta, sin los argumentos. Recuerdo un reportaje donde al final, con voz ininteligible, alguien declaró: «Pues yo estoy en contra», nada más; subliminalmente quedaba la sugerencia de que los opuestos al código carecen de ideas.

Los medios oficiales no son la arena donde se enfrentan ideas en pro o en contra del proyecto (ni de nada). Las redes sociales, en cambio, son un verdadero campo de batalla, y muestran la fragmentación de la sociedad ante ese y otros temas.

Es curioso, pero opositores al gobierno que reclaman libertad de expresión aceptan su limitación en este caso, porque encuentran positivo el código. Pero la libertad de expresión es, ante todo, la libertad de pensar diferente y exteriorizarlo civilizadamente, nos guste o no.

Si las autoridades están convencidas de los valores del código, ¿por qué no permiten un debate televisivo civilizado, donde sectores con criterios opuestos los defiendan ante los televidentes? ¿Sería una «concesión al enemigo»? ¿Hay temor? ¿Somos los cubanos incapaces de enfrentar nuestras diferencias sin ataques personales ni ofensas?

Debates televisivos se producen en casi todo el mundo. Según la calidad intelectual y profesional del medio y de los participantes, tales debates contribuyen a que la ciudadanía se forme una opinión informada sobre un tema político, social, económico, científico…

Alguien podría argumentar que el intercambio de criterios en las asambleas populares es la verdadera democracia participativa. La experiencia de la discusión de la Constitución y lo conocido del actual proceso me muestran falta de correspondencia entre esa teoría y su aplicación en la práctica.

Para mí, la asamblea es buena como medio de divulgación del contenido del proyecto, solo eso. Es idealista imaginar un barrio reunido a las ocho de la noche para debatir con la profundidad requerida un texto voluminoso y con temas de gran complejidad.

¡Y perdiendo el capítulo de la telenovela de turno!

No obstante, admitamos en teoría que democracia verdadera es la aplicada con el proyecto de Código de las Familias. Entonces, ¿por qué no vale para el Código Penal?

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Debate del proyecto del Código de las Familias. Solo uno de los dos códigos se ha llevado a consideración popular. (Foto: Prensa Latina)

El proyecto de Código Penal

Si el de las familias es mediático, su hermano, el proyecto de Código Penal, se mueve en silencio, cual una estrella de cine esconde su intimidad del acoso de los paparazzi.

Rara vez se oye hablar de él. Circula entre especialistas (según indican las escasas menciones). No se alude a una hipotética discusión popular.

Recientemente, un programa televisivo informó de la próxima presentación del proyecto a la Asamblea Nacional, y una funcionaria de alto rango habló de sus generalidades. Alrededor de un minuto antes de finalizar, el presentador preguntó, tímidamente, si no resulta contradictorio que un proyecto se lleve a discusión popular y el otro no.

Lamento no haber grabado la respuesta, digna de estudiarse en las universidades. Según la servidora pública, no hay contradicción, pues uno es un código de los afectos, y el otro lo respalda. El presentador sonrió, complacido por la respuesta esperada, y despidió el programa.

Veamos: La población discute un código donde se reconocen derechos y se modernizan conceptos legales, incluso puede votar en contra. Pero no discute el código de las puniciones, no puede votar a favor o en contra de él; la «verdadera democracia» no se aplica en su caso.

Si la funcionaria mencionada (jurista, por cierto) afirma que no hay contradicción, estamos ante un caso de ceguera selectiva.

Tan evidente (y grave) es la contradicción, que hizo nacer la idea de que discutir el proyecto del Código de las Familias es una cortina de humo para que el proyecto de Código Penal pase inadvertido, se apruebe por unanimidad en la Asamblea Nacional, y funcione como apoyatura legal contra la oposición.

No afirmo ni niego tal idea: Expongo lo que está circulando. Tampoco me corresponde demostrar que es «un infundio» o «una patraña enemiga». Ello es tarea de las autoridades y sus voceros. Pero no la cumplen, y la bola de nieve crece.

Hay una única manera de demostrar que no hubo ocultas intenciones: Aplicar al proyecto de Código Penal un proceso similar de divulgación de contenidos, de discusión popular y, finalmente, de plebiscito.

Si se plebiscita el Código de las Familias, no hay razón para no plebiscitar el Código Penal. Así de simple.

Ello sería un tanto a favor de la buena imagen y la credibilidad del gobierno.

Para no pecar de ignorantes (e impedir desvíos de atención), reconozcamos que no es costumbre internacional someter las leyes a discusión con el pueblo, entre otras razones por impracticable: La gente no puede estar todo el tiempo legislando, alguien debe producir riquezas.

En cambio, existen plebiscitos y referendos para aprobar o rechazar algunas normas, luego de amplia divulgación de criterios a favor o en contra de lo plebiscitado.

La función legislativa cabe a los parlamentos. En una democracia bien entendida, en ellos están representados los intereses de diversos sectores de la población, por lo cual alcanzar consensos en la discusión de una ley que afecta a toda la población implica un trabajo arduo, y rara vez existe unanimidad en los parlamentos. Más tarde o más temprano, los diputados deben rendir cuenta a los electores de su actuación en tales procesos.

Sabemos que en Cuba no sucede así. Es conocido el exceso de unanimidad de criterios en nuestro parlamento (quizás exagere y alguna vez no haya sido así, pero no lo recuerdo).

Por ello, salvo modificación del actual sistema de representación popular (esto es, que los diputados representen verdaderamente los intereses de sus electores, sean realmente elegidos, no «aprobados», y deban rendirles cuenta), procesos como el seguido para el proyecto de Código de las Familias funcionarían como sucedáneos a la ausencia de la voz de los electores en nuestro parlamento.

Lo que no tiene justificación alguna es aplicar el método para el código que habla de afectos y derechos, y no para el que trata de castigos, de privación de libertad, de pena capital. Mucho menos se justifica sabiendo, por ejemplo, que la palabra «muerte» aparece 78 veces en el Código Penal, de ellas 28 como sanción. Menos todavía si se observa que una parte de las sanciones con muerte está relacionada con delitos políticos.

Para quienes no concordamos con la pena capital (es la única no reversible), y solo la aceptaríamos con muchas garantías de protección contra errores e interpretaciones sesgadas, esa cifra es, cuando menos, preocupante.

Y no olvidemos que nuestra Constitución es omisa en cuanto a la pena capital.

El proyecto está disponible en el sitio del Ministerio de Justicia. Invito a quienes no compartan mis preocupaciones a consultarlo. No encuentro mejor argumento contra el método que ese texto.

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