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Premisas de la burguesía fidelista

MIAMI, Estados Unidos.- En un segmento del documental Fiel Fidel, del realizador Ricardo Vega, que presenta el sonado juicio a Marquitos (Marcos Rodríguez), aparece Fidel Castro algo descompuesto y nada higiénico descargando su oratoria furibunda contra el acusado de delatar a los llamados mártires de Humboldt 7.

Es ahí cuando el dictador afirma que han hecho una revolución “más grande que nosotros mismos”, y luego trata de articular su perorata alrededor de la llamada Ley de Saturno para concluir que la revolución no se come a sus hijos, y ningún simpatizante de la misma ha sido injustamente castigado o fusilado.

La cámara recorre a la camarilla del régimen que ha sido obligada a concurrir al circo judicial, y llama la atención cómo la esposa del presidente Osvaldo Dorticós, una dama gruesa y emperifollada, se abanica desesperadamente.

Ambos tratan de disimular ante las cámaras la perturbación que les causa aquel militar desencajado, de gestos delirantes, en lo que se supone sea una declaración legal.

En la misma fila figuran dos de los más rastreros personajes provenientes de organizaciones comunistas que crecieron al amparo de la república a la cual luego ultrajaron, Carlos Rafael Rodríguez y Raúl Roa.

Los dos se las daban de intelectuales de izquierda, aunque provenían de ensueños burgueses que seguirían disfrutando en complicidad con aquel guerrillero violento y voluntarioso, al cual temerían por el resto de sus vidas infructuosas.

En un breve plano, Marquitos, de cuello y corbata, tal vez imaginando la cercanía de la muerte, mira al vacío con la boca entreabierta.

Qué pensaría durante los comienzos de la tormenta que se avecinaba aquella parte de la casta burguesa, facilitadora del ascenso del tirano al poder, al ver cómo la civilidad se deterioraba a pasos agigantados y ya no había manera de parar al causante de aquella barbarie que les sobrevendría.

Personajes como Roa y Rafael Rodríguez se acomodaron y en ocasiones hasta tuvieron la condescendencia de defender a antiguos conocidos en desgracia. Eso sí, vivieron mejor que la burguesía de donde procedían porque ya no les preocupaba la “plusvalía”, con todas las necesidades y caprichos personales cubiertos por redes de satisfacción y abastecimiento que los mantenían, paradójicamente, distantes de la morralla “verde olivo”.

Se alega que Carlos Rafael Rodríguez contaba con una suerte de privilegios de bienes raíces controlado por un “comandante de la revolución”, donde iba alojando a sus amantes, quienes luego, si la relación terminaba, se quedaban con las mansiones.

Valga la pena recordar la anécdota que refirió su pariente exiliada en los Estados Unidos, Silvia Morini, durante la presentación en Miami del documental Our House en Havana, donde contó cómo fue a verlo en su lecho de enfermo, poco antes de fallecer, y le dijo furiosa luego de haber visto la decadencia de La Habana: “¿Pero esta es la porquería de revolución que ustedes hicieron?”

La parte femenina de la burguesía fidelista se fue abriendo paso en el sector cultural principalmente, con la excepción de un círculo político muy cercano al régimen integrado por la poderosa Celia Sánchez, la persona más leal al dictador, Haydée Santamaría, que dirigió Casa de las Américas con mano de hierro, y Vilma Espín, a quien le inventaron la llamada Federación de Mujeres Cubanas y fuera la mofa del machismo en el poder, sin que ella lo supiera.

Valga aquel momento memorable de la ensimismada Espín cuando un periodista de Miami la interrogara con preguntas indiscretas durante un evento en los Estados Unidos y ella le advertía, zorruna, que podía ser castigado si se seguía comportando de tal modo.

Las otras burguesas fidelistas, con residencias, apartamentos y costumbres propias de su clase, pero en el estercolero que el castrismo había convertido al país, se presentaban a los eventos “emprendadas” con la joyería artesanal más rimbombante, en batones de “telarte” o ropas traídas de los viajes al extranjero que eran frecuentes, así como con atuendos enviados por familiares condescendientes viviendo en Miami o Nueva York.

Marcia Leiseca, quien debió lidiar con la andanada de la generación contestataria de artistas visuales de los años ochenta, fue perdiendo su influencia hasta que el nuevo comisariado que encabezó Abel Prieto la destronara de Casa de las Américas, donde había encontrado refugio.

Nisia Agüero, que ocupó durante años los destinos del Fondo de Bienes Culturales, sitio de un campante trapicheo de obras importantes de pintores cubanos, sacadas al extranjero por personas inescrupulosas, ya casi frisa los 90 años. Una nota oficial la presenta con eufemismos profesionales que causan pavor: “Iniciadora del trabajo social, la reeducación y el trabajo comunitario”.

Gilda Betancourt Roa, protegida por uno de sus apellidos, tal vez sea el epítome de la burguesa fidelista y la improvisación que todas las otras padecieron, buscando el nicho en una farsa dictatorial de la cual fue una notable cómplice desde diversas responsabilidades como la Dirección de Divulgación del Ministerio de Cultura, la  revista Revolución y Cultura, donde debió aplicar la censura en más de una ocasión, y eventualmente en ese engendro de la inutilidad doctrinaria que es el Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello.

Todas estas señoras de la burguesía fidelista tuvieron una responsabilidad grave en la aplicación de la llamada política cultural de la revolución, de prohibiciones y otras tribulaciones.

Se disiparán con ese cargo de conciencia si les queda dignidad. El daño que prodigaron, perfumadas y bien vestidas, en lo que sus coterráneas compraban la mediocre mercadería socialista por la libreta de racionamiento, será parte de nuestra “historia universal de la infamia” con la caída inevitable del castrismo.

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