La muerte de la italiana Monica Vitti, a los 90 años de edad, ha conmocionado al mundo del cine, que hoy la considera como una de esas irrepetibles que marcan época y, en el caso de nuestro país, a una actriz capaz de hacernos crecer frente a la pantalla, mientras moríamos de amor por ella.
No era un mamífero de lujo (la expresión es de Fellini) al estilo de Ava Gardner o Gina Lollobrigida, pero ahí radica el quid del desconcierto. La musa de Antonioni nos hizo correr a las salas y adéntranos en películas de corte intelectual no del todo comprendidas por esa época. Pero no hacía falta, porque las posteriores discusiones (al estar ella) sirvieron para explorar los mundos provocativos de La aventura (1960) La noche (1961) y El eclipse (1962), la llamada Trilogía de la incomunicación que nos llegaba cuando ya el Neorrealismo se convertía en historia, y el cine italiano centraba sus miras en una burguesía contradictoria atrapada en una escala de valores inciertos.
No eran pocos los adoradores de las estrellas de Hollywood y de las monumentalidades del cine italiano, pero Monica Vitti, antidiva por excelencia, inmersa en un cine que avivaba por igual la sensibilidad y el razonamiento, cautivó con sus silencios y encierros, su belleza muy particular y, sobre todo, aquella voz grave y desvalida que a los ojos de los jóvenes de entonces –aun sin cumplir los veinte– la hacía parecer como la primera mujer a conquistar en el universo, misión en la que se adelantó –era de esperar– el maestro Antonioni.
Cuando Desierto Rojo (1964) ganó el León de Oro en Venecia con Monica Vitti representando a una mujer que, tras un accidente, vive inmersa en sus mundos interiores sin poder relacionarse con la gente, Antonioni declaró que el filme no hubiese sido posible sin ella, un reconocimiento que llevaba implícito la participación de la actriz en el resto de su obra.
A finales de los sesenta y los setenta, Monica Vitti brilló como ninguna otra en la comedia italiana al lado de figuras de la talla de Vittorio Gassman, Ugo Tognazzi, Nino Manfredi, Marcello Mastroianni y Alberto Sordi.
La mujer que había seducido desde el drama cambiaba de registro y demostraba en la comedia que era una actriz completa, esa que ahora se reverencia, mientras otros van más allá y la colocan a la cabeza de sus amores, allá en los sesenta.