El mundo se puede siempre acabar. Nací años después de la Crisis de los Misiles (o del Caribe o de Octubre, según quiera llamársele), pero el pasado insiste en continuar repitiéndose. No sé si como historia o farsa —esa disquisición dejémosela al espectro de Marx. Pero lo hace. O amenaza con hacerlo. Tal vez por eso tan poco me sorprendió que esta semana el vicecanciller ruso Sergei Ryabkov anunciara que no confirmaba ni excluía la posibilidad de que Rusia posicionara en Cuba y Venezuela armamento y tropas, en respuesta a las actividades militares de Estados Unidos y Europa cerca de la frontera rusa. Ryabkov asegura que todo depende de la respuesta de Washington (no habló de la de Caracas o La Habana).
Tan fácil se dice. Tan lejos nos parece. La distancia entre Moscú y La Habana: 9550 km. ¿Cómo olvidar aquel programa televisivo de mi infancia, llamado 9550 porque el premio para los concursantes era un viaje por 15 días a la Unión Soviética?
Pero para la administración de Putin hoy, como para la de Nikita Jrushchov en los sesenta, 9550 km no son nada. ¿Y los cubanos que viven en la isla? ¿Qué peso tienen en la ecuación ruso-estadounidense? La pregunta podría hacerse al gobierno de Rusia o de la difunta Unión Soviética y, antes, a los de Estados Unidos o la de España.
Hay quienes preguntan cuándo Cuba dejará de estar a merced de esas disputas tan lejanas de la isla. Según va este mundo, dudo que veamos el momento en que esto pueda suceder. Desafortunadamente seguimos dependiendo de otros para sobrevivir. Lo decía un aterrorizado Malabre en Memorias del subdesarrollo —la novela de Edmundo Desnoes de 1965 y la película de Tomás Gutiérrez Alea de 1968:
Todo lo que se me ocurre son tonterías frente a los hechos. Siento que todo es desproporcionado. Nosotros y el resto del mundo […] vuelvo a sentirme estúpido, insignificante […] Otros están decidiendo por mi vida. No puedo hacer nada. No tengo control de nada. Si me acuesto a dormir puede que ya no me levante. […] Los cohetes están ahí […] La isla parece que tiene cohetes por todas partes. Nos van a barrer, van a hundir el caimán en el fondo del mar Caribe. Luego pasarán los barcos y dirán: ‘Ahí estaba Cuba.’ Y las olas, y las corrientes, barrerán la isla hundida en el fondo del mar.1
En los pensamientos que atormentaban a Malabre (Sergio en la película) durante las horas que se escurrieron bajo la amenaza de una conflagración nuclear en el Caribe, mientras esperaba a que Moscú y Washington se pusieran de acuerdo, late no sólo el miedo a la desaparición inminente, sino también el reconocimiento de una de las condiciones fundamentales del subdesarrollo: la dependencia, la imposibilidad de controlar el destino propio.
Ni fueron accidentes de la historia la Crisis de Octubre de 1962 o las amenazas de Rybkov hace apenas unos días, ni son tales situaciones privativas de la isla de Cuba. Constituyen más bien instantes álgidos de escenas cotidianas de la experiencia caribeña.
El tono de Malabre se hace eco, veinte años después, de la voz de Virgilio Piñera en su inescapable La isla en peso (1943):
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El horroroso paseo circular,
el tenebroso juego de los pies sobre la arena circular,
el envenenado movimiento del talón que rehúye el abanico del
erizo
los siniestros manglares, como un cinturón canceroso,
dan vuelta a la isla,
los manglares y la fétida arena
aprietan los riñones de los moradores de la isla.
(…)
¡Nadie puede salir, nadie puede salir!2
Al terminar el poema más vale no preguntarse cuál sería el peso al que se refiere Piñera en el título, ese “peso de una isla en el amor de todo un pueblo.” ¿Qué le impediría a una isla del Caribe hacerse dueña de su destino? La respuesta se pierde en la noche de nuestra historia.
Se repiten la misma pregunta con su respuesta de isla en isla, y cuando Antonio Benítez Rojo3 lo vio, tuvimos ya teoría y un libro, La isla que se repite, de consulta obligada en estas elucubraciones sobre la fatalidad regional. Como lo son también las teorías del puertorriqueño Arcadio Díaz Quiñones en torno a “la brega”, para expresar cierta agencia posible desde el estado siempre maniatado del colonizado, sujeto en toda ocasión a reglas y órdenes que no ha dictado él, que sobrepasan su mundo4; o las ideas del martiniqueño Aimé Césaire, debatiéndose entre la convicción anticolonialista y la departamentalización de Martinique y Guadalupe.
Bregaba pues, Césaire, quien admitió el peso que tuvo su conocimiento de la realidad haitiana en la decisión de promover la departamentalización en lugar de la independencia de las Antillas francesas. Decía entonces evitar la situación de extrema miseria en la que estaba sumida la primera nación independiente de América Latina. En los años 1950, mientras el resto de las colonias francesas se afanaba en conseguir la independencia, sabiendo que esta nunca sería absoluta para una pequeña isla caribeña, Césaire respaldaba el compromiso departamental. No era sin dudas la mejor solución. Hay honor y orgullo en la independencia. Pero la verdadera cuestión no es discernir si era —o es— buena o mala la elección de Césaire, sino con qué alternativas reales cuentan las islas del Caribe, cuál es el verdadero alcance de su emancipación. Según Césaire, permaneciendo bajo el amparo francés aseguraba que Martinica escapase al destino haitiano y pretendía hacer de las Antillas un “centro de responsabilidad.” Imaginaba que en algún momento, satisfechas las necesidades materiales, los martiniqueños podrían construir su propia sociedad. ¡Qué lindo es soñar!
Y es que en el Caribe no nos cansamos de construir utopías. La Utopía de Thomas More, la primera de todas, funcionaba en definitiva a las mil maravillas en una isla en algún lugar del supuesto Nuevo Mundo. ¿Existe mejor sitio para fabricar ilusiones? Tampoco hay nada malo en ello. Pero recordemos que, aunque aislados, los isleños del Caribe no estamos nunca solos —algo que Césaire y tantos otros soñadores tropicales aparentemente perdieron de vista. Dependemos de un orden externo que, desde la imprevista, azarosa llegada de Cristóbal Colón, determina cuánto hacemos y hasta pensamos. Dentro de tal sujeción, ¿cómo esperar que nuestros planes, de veras, alcancen algún día concreción? Se tiene poder sobre uno mismo cuando se cuenta con la capacidad de dirigir las acciones propias. Los caribeños, cualquiera sea su isla o ensoñación política, carecen en última instancia de este poder.
¿Qué hacer, entonces, más allá de repetir gestos que parecen apuntar hacia la desesperada posición del antillano deseoso de ser libre e imposibilitado de conseguirlo?
Bregamos, reconoce Díaz Quiñones, que es como decir, resolvemos, vamos tirando, hacemos lo que se puede. O choteamos, como comprendió Mañach5 que intentaba el cubano mitigar fatalidad y frustraciones. O bien nos dejamos llevar con los personajes de El color del verano de Reinaldo Arenas6, sobre aquella isla atormentada que partía a la deriva, libre de sus amarres tras haber sido estos roídos por sus propios habitantes. O nos hundimos, o flotamos, o dormimos, o nos ponemos a chatear por WhatsApp esperando el turno en una cola, o decidimos volver a mirar la telenovela turca o brasileña. En realidad, no somos tampoco muy conscientes de lo que hacemos pues, como reconocía el Sergio/Malabre de Desnoes, todos los gestos parecen inútiles en estos momentos: dibujan la ilusión de un poder con el que no hemos contado nunca.
Tal vez decidimos en fin de cuentas irnos a la Playita de 70; y a ritmo de recalcitrante reggaetón y golpe de salitre conseguimos que se nos olvide todo —aun si para llegar a la costa tenemos que pasar por delante de la embajada rusa en la Quinta Avenida: esa torre descomunal de apariencia indestructible, desde 1985 imponiéndose sobre el horizonte habanero. Pero ya en la Playita habremos perdido el miedo, que nunca aporta soluciones. Precisamente, el miedo no es la respuesta porque, aceptémoslo, tampoco hay una respuesta.
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Notas:
1 Desnoes, Edmundo. Memorias del subdesarrollo, La Habana, Unión, 1965: 58-59.
2 Piñera, Virgilio. “La isla en peso”, en La isla en peso, Barcelona, Tusquets, 2000: 42.
3 Benítez Rojo, Antonio. La isla que se repite. Barcelona: 1998.
4 Díaz Quiñones, Arcadio. El arte de bregar, San Juan, Callejón, 2000.
5 Mañach, Jorge. Indagación del choteo, La Habana, Ediciones Revista de Avance, 1928.
6 Arenas, Reinaldo. El color del verano o nuevo “ Jardín de las delicias ”. Barcelona, Tusquets: 1999.