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De Cuba, los héroes y otros demonios

-I-

Hace unas semanas, mientras veía la película cubana El mayor (Rigoberto López, 2021) me vinieron a la mente viejas cuestiones sobre la necesidad que tiene nuestro cine de adentrarse en la historia, pero no para describir didácticamente eventos pasados o idealizar aún más ciertas figuras, sino para confrontarlas con su propia época, que es lo que verdaderamente tiene sentido. Ver, y si es posible entender al sujeto en toda su complejidad, con sus miedos, contradicciones, virtudes y pasiones.

Del pasado podemos aprender mucho, pero es necesario percibirlo en toda su dimensión. Se dice popularmente que debemos hacerlo para no repetir los mismos errores, no obstante, como afirma el refrán, el hombre es el único animal que tropieza mil veces con la misma piedra.

Entiendo que para numerosos historiadores o espectadores, ese viaje debe hacerse con rigor y respeto a la verdad, pero ya se sabe que esta es relativa, dependiente de las circunstancias, la subjetividad humana y los intereses del poder. Por otra parte, el arte cinematográfico es representación, juego con las formas y, en esencia, manipulación. Aunque el mundo esté ahí, necesitamos articular múltiples mediaciones —técnicas, artísticas, dramatúrgicas, visuales— para captarlo y reproducirlo, de modo que los cineastas siempre van a seleccionar y discriminar utilizando un lenguaje, el del arte.


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Ocurre que cuando se trata de un suceso histórico, se pide a nuestros artistas que sean fieles, no tanto a los hechos como a la manera en que el poder los interpreta y cosifica; es decir, los filmes deben legitimar las lecturas e intereses oficiales sobre determinado asunto, y eso no es arte, sino propaganda. En definitiva, es el gobierno cubano a través de sus instituciones el que financia la mayoría de los proyectos (El mayor contó con estimable apoyo del MINFAR, y antes aconteció lo mismo con Kangamba, de Rogelio París, 2008; y Sumbe, de Eduardo Moya, 2011); así que todo adquiere sentido.

Tomás Gutiérrez Alea en Una pelea cubana contra los demonios (1971) y La última cena (1976), Humberto Solás con Cecilia (1981) y Fernando Pérez con José Martí: el ojo del canario (2011), fueron cuestionados por sus libertades a la hora de leer la historia e interpretar las sagradas escrituras. En una época oscurantista hubieran sido quemados en la hoguera por blasfemos.

Ellos tenían claras las limitaciones que representaba el tiempo cinematográfico. Imposible llevar al cine toda la vida de un individuo, mucho menos recoger las dinámicas y eventos alrededor de un gran suceso. Huyendo del panfleto o la adulación, se propusieron captar lo que se desprende de esos personajes y acontecimientos, buscando quizás un hilo que los conectara con el presente.    

Me gustaría recordar entonces uno de los por cuanto que, en la temprana fecha de marzo de 1959, sostuvieron la creación del ICAIC:

«Por cuanto: Nuestra Historia, verdadera epopeya de la libertad, reúne desde la formación del espíritu nacional y los albores de la lucha por la independencia hasta los días más recientes una verdadera cantera de temas y héroes capaces de encarnar en la pantalla, y hacer de nuestro cine fuente de inspiración revolucionaria, de cultura e información».

Queda plasmada desde sus inicios una extraña simbiosis que conectará indeleblemente a nuestro cine con los intereses del grupo que asume el poder. La ley 169 que crea el ICAIC, no solo fue la primera en el ámbito de la cultura, sino que se adelantó a otras como las de Reforma Agraria o Urbana.

Préstese atención al hecho de que en aquellos meses iniciales, donde tantas cosas se estaban fundando y organizando, confluían las expectativas y deseos de diversos sectores, partidos y movimientos sociales que simpatizaban con la revolución en su lucha para sacar al dictador Batista del poder. Pero, como ya sabemos, eso era una cosa y la Revolución declarada socialista en abril del 61, otra.

No fue casual que buena parte de los filmes y documentales producidos durante esa primera década estuviesen signados por el didactismo, la representación de los cambios revolucionarios, su compromiso con el poder y el viaje al pasado; en lo que se entendía como imprescindible rescate de nuestras raíces e identidad.

El primer largometraje terminado por el ICAIC fue Cuba baila (Julio García Espinosa, 1960), relato sobre una quinceañera contado en clave de sátira social, pero su estreno oficial fue postergado hasta abril de 1961 para darle paso —no podía ser de otra forma—, a Historias de la revolución (Tomas G. Alea, 1960) que se exhibiría en el cine La Rampa en los días finales de 1960.

No pasaría mucho tiempo para que se produjera, en mayo de 1961, el crispado debate alrededor de PM (Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante) documental censurado —en su exhibición en salas— al considerarse por la Comisión de Estudios y Clasificación de Películas: «nocivo a los intereses del pueblo cubano y su Revolución», unas líneas que aparecerán, como escritas en sangre, en cuanto documento, decreto o ley nos acompaña desde entonces.


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Curiosamente y desde temprano, empiezan a aparecer también los elegidos que hablan en nombre del pueblo, determinando lo que podemos ver, escuchar, sentir… Ya sabemos que: «dentro de la Revolución, todo, contra la Revolución, nada, porque el primer derecho que tiene la Revolución es su derecho a existir y contra ese derecho, nada ni nadie…».

Lo que no sabemos «luego de tantos palos que nos dio la vida», es qué se entiende por Revolución, así que cada uno la ha interpretado, practicado y soñado como Frank Sinatra: «a su manera».

-II-

En la película El mayor volvemos a toparnos con los mismos errores de puesta en escena observados en filmes con estas características. Hablo de situaciones inverosímiles, gestos y voces grandilocuentes, personajes encartonados, largos parlamentos que parecen extraídos de un libro de texto, ceños fruncidos y posturas hieráticas de los héroes que, entre otras cuestiones, lastran una rica historia de vida, mostrada sosamente como si se tratara de un power point escolar, utilizando graficaciones y saltos arbitrarios en el tiempo.

Entonces, como me gusta relacionar las cosas y sé que nuestra cinematografía continúa en gran medida atrapada por el contexto, observo, no sin suspicacia, que todos esos problemas de naturaleza artística son secundarios ante el verdadero mensaje que intenta proyectar el relato. Varias son las escenas donde se presentan puntos de vista opuestos sobre la conducción de la guerra, y luego sobre las estrategias a seguir para encauzar la nación una vez soberana.

Agramonte y otros patriotas —más apegados al rol de una Asamblea de representantes, con poderes para elegir o destituir al presidente según los dictámenes de la nueva Constitución—, se enfrentan a las ideas de Carlos Manuel de Céspedes, quien prefería el mando total y centralizado en su figura como única vía para derrotar a los españoles y reconducir el destino de Cuba.

Céspedes comprendía (como después Martí) que el caudillismo o regionalismo —existían fuertes discrepancias entre los patriotas orientales y los del centro— no llevarían a feliz término esa contienda. El filme dedica amplios segmentos —para sufrimiento del espectador— a estos intercambios de palabras e ideas, que atentan contra la dramaturgia pero son esenciales para el mensaje que se pretende. 

Decía, por cierto, Ignacio Agramonte ante el claustro de la Universidad de La Habana: «(…) el gobierno que con una centralización absoluta destruya ese franco desarrollo de la acción individual y detenga la sociedad en su desenvolvimiento progresivo, no se funda en la justicia y en la razón, sino tan solo en la fuerza (…)».

Héroes (2)

El actor Daniel Romero Pildaín interpreta a Ignacio Agramonte el la película El Mayor. (Foto: Rodolfo Blanco Cué)

Todos los días, desde hace décadas, escuchamos el mantra de la UNIDAD. En las escuelas, titulares de prensa, palabras de los políticos y vallas publicitarias, se nos dice que «Un pueblo unido jamás será vencido»; frase que lleva muchísima razón si no fuera empleada también como acicate para anular toda manifestación que discrepe o cuestione el discurso, las leyes o las políticas oficiales.

Las críticas al gobierno y sus acciones suelen ser vistas como fisuras que resquebrajan la unidad y permiten el paso al enemigo. Sí, los ciudadanos pueden quejarse del estado del transporte público, la excesiva burocracia, la carencia de viviendas, la inflación, la falta de alimentos o… ¡el gramaje del pan!; pero nunca asociar tales problemas a una falla estructural del sistema, la pésima gestión de las autoridades de la nación o el rol del partido, aunque esos sean males persistentes por más de seis décadas.

-III-

Cuando en otros países se producen protestas, huelgas, marchas y manifiestos, son resultado de la inconformidad del pueblo con el sistema que los oprime y violenta; pero en Cuba tales actos solo responden a agendas trazadas por el enemigo y muchos de los que participan… están confundidos. Constantemente nos hablan de la hegemonía del capital y los poderes mediáticos dominados por grandes transnacionales, interesadas en controlar la información y la mente de las personas; pero en nuestro país debemos aplaudir que toda la prensa, la radio y la televisión estén al servicio del pueblo… bajo el control del aparato ideológico del único partido existente.

En el mundo proliferan líderes corruptos de países endeudados que dictan leyes en contra de sus ciudadanos; pero en Cuba, nuestros dirigentes son continuidad, renegocian la deuda, rectifican errores y hacen tareas para ordenar y mejorar nuestras vidas. 

En nuestros libros de Historia se cuenta la gesta de hombres y mujeres que durante siglos han levantado esta nación, con palabras y acciones que merecen todo el honor; no obstante, es una historia oficial, y no hay nada más frágil y sospechoso que las historias oficiales que obvian matices y colores. La unidad es buena, pero la ética y la honestidad serán siempre mejores.

Para los políticos, la historia es otra cosa. Es el lugar al que recurren para salvarse, sostenerse con toda su mediocridad y falta de autenticidad. Incapaces, la mayoría, de hacer algo real, duradero y trascendente; apelan al héroe que ya no está, ni aparecerá aunque le hagan monumentos y lo evoquen mil veces. Se sabe, pero algunos no desean comprender, que mientras más empeño pones en mostrar una cosa, mayor resulta tu debilidad. Atrapados en un círculo vicioso que solo habla de panteones y muertos, olvidan que frente a ellos discurre la vida, breve y única, de millones de cubanos.

No habremos aprendido nada de la historia, y el sacrificio de tantos habrá sido vano, si todavía, siglo y medio después de la caída de Agramonte y a sesenta y tres años de una revolución, por los humildes, con los humildes y para los humildes; estamos pugnando aún sobre la justicia, la desigualdad, el progreso, el respeto y la libertad.

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