En Cuba el presidente Calvin Coolidge no dio entrevistas, solo habló públicamente en su discurso ante la Sexta Conferencia, pronunciado en el Teatro Nacional, en el suntuoso Paseo del Prado, frente al Parque Central. Allí también ocurrió otro hecho histórico que no muchos conocen: la primera alocución radial de un presidente fuera de Estados Unidos, trasmitida a toda la Unión por la National Broadcasting Corporation (NBC).
Sin embargo el evento —escribe un historiador— “emigró de las secciones de noticias a las páginas sociales”, y de hecho se convirtió “en una celebración de los estilos de vida de los ricos y los famosos”. Las mujeres estadounidenses que asistieron al teatro dieron fe, a su manera, de los efectos del proceso de modernización vivido en La Habana gracias a la inconstante magia del azúcar, lo que una obra del teatro “Alhambra” había bautizado como “La Danza de los Millones”, cuando en el mercado mundial la libra pasó de 1,9 centavos (1914) a 22,5 (1920). Según The New York Times:
los palcos, los balcones y la platea estaban ocupados por personas bien vestidas. Las mujeres norteamericanas dijeron que nunca habían visto —en Europa o en cualquier otra parte— un evento con mujeres tan bien ataviadas. Alabaron a sus hermanas cubanas, presentes en gran número, por tener un marcado gusto en las modas, y subrayaron que los vestidos, en su mayor parte, eran las últimas creaciones de París.
Al otro día, Gerardo Machado le organizó al presidente Coolidge un banquete en su finca de las afueras de La Habana; también asistiría a un partido de jai alai y visitaría un cañaveral. En el primer caso, todo un reto en el escenario de la Prohibición y los valores puritanos. El historiador Joseph R. Conlin explica en qué consistía el dilema para el entonces presidente de Estados Unidos:
Los periodistas estadounidenses […] contuvieron la respiración. Si Coolidge aceptaba un trago, significaría una jugosa historia en primera plana. Si rechazaba al camarero con la clásica auto-rectitud de New England, sus colegas latinoamericanos lo tomarían como otro insulto del “Gran Hermano”.
De pronto, apareció en el salón un gastronómico cubano con “una gran bandeja de delicadas copas de cristal con daiquiríes —ron, jugo de limón fresco y azúcar, todo bien batido”— poniendo a prueba a “Silent Cal”, así llamado por su proverbial parquedad con las palabras:
Cuando la bandeja se le aproximó a su izquierda, se viró astutamente a la derecha pretextando admirar un cuadro en la pared. La bandeja se le acercó más. El señor Coolidge hizo un giro de otros 90 grados, señalándole a Machado la belleza del verdor tropical. Para entonces ya había completado un giro de 360 grados, y la bandeja incriminatoria había pasado por detrás de él. Aparentemente, nunca la había visto. Su maniobra constituyó una pieza maestra de acción evasiva.
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El incidente del camarero y la bandeja se ha repetido hasta el cansancio de entonces a la fecha. Pero el problema es que esta historia más bien amable y coherente con el puritanismo del presidente silencioso deja en la oscuridad otra muy distinta, en parte porque es mucho más cómodo repetir que hurgar. En un artículo de Glenn Garvin en The Miami Herald, reproducido después en español por El Nuevo Herald, Garvin hizo lo que ninguno: seguirle la pista a profundidad a un texto del periodista Beverly Smith, Jr., quien había cubierto el viaje de Coolidge para el Saturday Evening Post en 1928 y confesado treinta años después: “Un grupo considerable de nosotros fue a ver las atracciones locales. No todas eran de un elevado nivel cultural”.
A partir de sus hallazgos, el periodista/ investigador relata:
La celebración comenzó cuando el tren presidencial, procedente de Washington DC, llegó a la Florida y todos descubrieron que mientras el resto de Estados Unidos estaba maniatado por la Prohibición, Key West era, bueno, Key West.
Sus bares ni siquiera eran los lugares clandestinos conocidos como speakeasies, que requerían un toque secreto o una contraseña, sino de puertas abiertas. El tren llegó a las 10 p.m., y a las 6 a.m. reporteros y funcionarios del gobierno todavía estaban llegando rezagados de Duval Street a sus coches-camas. Los cantos de los borrachos se convirtieron momentáneamente en repentinos gritos de terror cuando se metían debajo de sus sábanas y descubrían que quienes habían llegado antes les habían puesto pasteles de limón en la cama, un acto de terrorismo amistoso. Al menos un reportero estaba tan completamente borracho que se cayó al mar mientras subía a su barco a la mañana siguiente.
Ya en La Habana, durante el acto de bienvenida aparecieron varias “ninfas” de un barrio no muy lejano al Palacio, tan bien vestidas como las que asistirían al Teatro Nacional. Coolidge:
empezó a devolverles el saludo, particularmente a un grupo de siete u ocho muchachas vestidas elegantemente y muy maquilladas y a su chaperona, que agitaba una bandera. Al instante, todos menos el Presidente las habían reconocido como las representantes profesionales de un prostíbulo cercano. Cuando el asustado Coolidge se dio cuenta de quiénes eran, se recogió en su asiento, pero pronto tuvo que llamar a un asistente para que se sentara a su lado y lo protegiera de las rosas que le tiraba la multitud.
El fin de la actividad oficial, casi a la puesta del sol,
dejó libres a los reporteros para practicar el periodismo de investigación en los bares de La Habana. Entre sus descubrimientos estuvo que los esbirros de Machado habían advertido a los dueños que quitaran los retratos de Coolidge, por respeto al delicado tema de la Prohibición, aunque se les permitió dejar en la pared los afiches del piloto Charles Lindbergh, quien se había sumado al viaje.
Algunos de los artículos que aparecieron en periódicos estadounidenses a la mañana siguiente parecen dejar claro que muchos de los reporteros estaban algo bebidos incluso antes de presentar sus historias en la tarde […]. A la caída de la tarde, se les unieron funcionarios estadounidenses que viajaban con el Presidente, encantados con la oportunidad de beber legal y abiertamente por primera vez desde que entrara en vigor la Prohibición […]. A medida que el consumo de alcohol fue alcanzando proporciones pantagruélicas, altos oficiales de la policía habanera acudieron con instrucciones de asegurarse de que los gringos se sintieran bienvenidos.
Y continúa:
Para colmo, varios miembros del grupo empezaron a regar la voz por los bares de mala muerte de que un reportero de New England que se parecía mucho a Coolidge era en realidad el Presidente, lo cual inspiraba la admiración y numerosas ofertas de comprarle tragos por parte de los cubanos. “Sospecho que todavía hay algunos habaneros viejos” –escribió Smith en 1959 (sic)– “que creen que fuera de su horario de oficina Cal era un alegre bebedor”.
Al final:
Veinticuatro horas más tarde, luego de que Coolidge pronunciara su discurso habanero, visitó la finca de Machado al sur de La Habana y vio un juego de jai alai, fue la hora de regresar a los barcos. Entristecida al principio por el regreso a la Prohibición, la comitiva presidencial recibió la buena noticia de que nadie, ni siquiera los reporteros, tendrían que pasar por la aduana estadounidense en Key West.
Atraídos por el olor de esa tentación alcohólica desbocada, los fabricantes locales de licor se plantaron en el vestíbulo del hotel en La Habana. Casi todo el mundo compró botellas de ron de medio galón. Algunos llegaron a comprar maletas adicionales para llenarlas de bebida; los reporteros cuyas cuentas de gastos eran pequeñas se deshicieron de su ropa para abrirle espacio al ron. Todo eso fue subido a bordo por marines que les guiñaban el ojo con complicidad, lo cual llevó a muchos a preguntarse quién habría aprobado la gigantesca operación de contrabando. “¿Habría sido, increíblemente, el mismo Calvin, en un arranque del humor caprichoso que algunos suponían se ocultaba tras su cara de avinagrado de Vermont?”, se preguntó el reportero Smith.
El viaje fue todo un éxito. El ex secretario de Estado Charles Evans Hughes logró aplacar una resolución, promovida por la Argentina de Don Hipólito Irygoyen condenando la intromisión en los asuntos internos de aquellas repúblicas latinoamericanas. Hughes se quebró de puro sutil: “Yo no diría intervenir, sino interponerse de manera temporal para proteger las vidas e intereses de sus ciudadanos”. Gerardo Machado se colocó, desde luego, en el lado correcto: “La Doctrina Monroe es, y debe seguir siendo, la política de defensa común para la integridad territorial de América”, dijo.
“Silent Cal” regresó a su país complacido con la experiencia y con todo lo que le enseñaron, incluyendo, por supuesto, el Teatro Nacional, las frutas tropicales y los restos del acorazado Maine:
No se me ocurre decir nada nuevo sobre la Conferencia Panamericana, ya todo se ha dicho. Naturalmente, nuestro gobierno está encantado con mi recepción en La Habana. Una de las más placenteras oportunidades que se me ofreció allá fue viajar a la finca del Presidente, lo cual me dio la ocasión de recorrer un buen número de millas por el territorio cubano, donde pude observar a la gente y ver algo del progreso que están consiguiendo.
La Historia refiere que llegó a Key West a bordo del crucero USS Memphis, mareado por el viaje. En la Oficina Oval se enteró de que el Ayuntamiento de La Habana había votado para renombrar a la calle 17, en El Vedado, como Presidente Calvin Coolidge. “La calle 17”, testimonió en 1925 Alejo Carpentier, “es una de las que más admiran los extranjeros que vienen a disfrutar de las delicias de nuestros inviernos templados, por la galería de residencias suntuosas que presenta”.
Hoy, como ayer, los cubanos la siguen llamando por su número.