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EE. UU. y la OTAN contra la doctrina Putin

LA HABANA, Cuba. — Una de las instituciones que más ojeriza —cuando no franco odio— ha despertado en los comunistas desde sus tiempos de esplendor bajo la férula del dictador genocida alias “Stalin” es la Organización del Tratado del Atlántico Norte (NATO por sus siglas en inglés; OTAN, en castellano y francés).

Esa animadversión ha sido heredada ahora por el dictador ruso Vladímir Putin y sus paniaguados. Estos rechazan el estatismo a ultranza, pues prefieren —¡con mucho!— que los dineros públicos vayan a parar a sus propios bolsillos. También reniegan de las teorías del marxismo, ¡y en tan gran medida que, en lugar del “ateísmo científico” de antaño, ahora enarbolan las doctrinas de la Iglesia Ortodoxa!

Pero lo que sí se mantiene es el decidido rechazo hacia Estados Unidos. Los nostálgicos de los pujos imperiales de la Rusia zarista y de la felizmente desaparecida Unión Soviética, ven en el gran país de Norteamérica —¡y con toda la razón del mundo!— el principal obstáculo a sus ansias de agresión impune y de expansión territorial a costa de los países pequeños y débiles con los que tienen fronteras.

A fines de los años cuarenta del pasado siglo, el Tratado del Atlántico Norte (también conocido como “Tratado de Washington”) cortó en seco las aspiraciones de alias “Stalin” a implantar su dominio sobre países de Europa Occidental. Como jurista, puedo citar un dato que parecía impedir la concertación de un pacto militar de ese tipo:

La Carta de las Naciones Unidas sólo contempla la existencia de “acuerdos u organismos regionales”. ¿Qué podía hacer Occidente ante esa realidad? La solución fue sencilla: se ideó una nueva región (la “Noratlántica”) y un nuevo organismo (la OTAN) en los cuales cabían países de uno y otro lado del segundo océano mundial, pero también otros bien distantes de él, como Grecia y Turquía.

El hecho cierto es que las posibles víctimas potenciales del expansionismo comunista soviético quedaron aliadas entre sí y contando, además, con el apoyo vital de Estados Unidos (y también el de Canadá). A partir de ese momento, cualquier agresión en el Viejo Continente estaría sujeta a la existencia de ese imponente bloque democrático.

Además, la intervención de la primera superpotencia en cualquier conflicto de ese tipo dependería no de lo que decidiera en ese momento el gobierno de turno en Wáshington, sino de las normas del Tratado. Y también de una realidad: la presencia que tendrían en Europa, en cumplimiento de esas mismas mismas normas, tropas norteamericanas, las cuales estarían bajo ataque soviético en caso de materializarse la agresión.

Resulta comprensible —pues— el mantenimiento del odio comunista hacia el bloque noratlántico. Pero hay una gran verdad: por mucha retórica que la propaganda roja dedique a la OTAN, lo que nunca podrán negar es que esa alianza se ha limitado en todo momento al ámbito de lo ya expresado; ella jamás ha intervenido en asuntos internos de sus estados miembros.

Y conste que no han faltado motivos o pretextos para ello. Por ejemplo, en la primavera de 1968 se enseñorearon de las calles de la vieja Francia jóvenes antisistema que enarbolaban alegremente consignas anarquistas y también marxistas, así como retratos del genocida chino Mao Zedong.

Como se trataba de un asunto puramente francés, las tropas de la OTAN se abstuvieron de participar en aquellos sucesos. ¡Algo diametralmente opuesto a lo sucedido con su contrapartida comunista: el llamado “Pacto de Varsovia”! Aquel mismo año, los reformistas checoslovacos intentaron instaurar lo que ellos llamaban “socialismo con rostro humano”.

Poco importó que el esfuerzo lo encabezara nada menos que el mismísimo secretario general del Partido Comunista, Alexánder Dubček. La sola aspiración a reformar el sistema burocrático post-estalinista desde dentro bastó para que las tropas del fatídico “Pacto de Varsovia” invadieran el país centroeuropeo e impusieran una dirigencia títere encabezada por el complaciente Gustáv Husák.

Al cabo de más de medio siglo, la rememoración de aquel suceso bochornoso (aplaudido, por cierto, por el “gran campeón de la soberanía de los pueblos”, Fidel Castro) resulta cualquier cosa menos extemporánea. Felizmente, en 1991 el “Pacto de Varsovia” se extinguió; pero a partir de 1992 varias exrepúblicas soviéticas firmaron acuerdos que, en definitiva, desembocaron en la creación de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) en 2002.

Se trata de una alianza de dictadores (como Putin y el bielorruso Lukashenko) y otros gobernantes autoritarios. En ella, el liderazgo es ejercido por Rusia. Se supone que su objetivo es únicamente el de enfrentarse a la agresión externa. No obstante, los recientes sucesos de Kazajistán demuestran que la realidad es bien diferente.

Al igual que pasó en Cuba el 11 de julio pasado, los disturbios iniciados en el país centroasiático hace unos días fueron atribuidos mentirosamente a estados extranjeros. No se ha presentado prueba alguna. Y lo que es más: ¡En el caso de Kazajistán ni siquiera se ha dicho qué país o países son los hipotéticos inspiradores u organizadores de las protestas populares!

Pero el mandamás de turno allí, el presidente Kasim-Yomart Tokáev, se presentó muy orondo en la televisión, con su carota que hubiesen envidiado El Joker y Oleg Popov (o, en Cuba, Gaby, Fofó y Miliki o Trompoloco), para, en vista de esa “agresión externa”, solicitar la entrada de fuerzas pertenecientes a la OTSC.

Así sucedió, y las tropas foráneas (sobre todo las de Rusia) desempeñaron un papel central en el aplastamiento de las protestas populares. ¡Y esa enormidad se perpetró con el beneplácito de los rojillos y rosados de todo el mundo, que jamás criticaron la actuación de los soviéticos, y ahora tampoco lo hacen con sus herederos de la Rusia putinista!

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