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Misoginia, homofobia y otros demonios, ¡anteriores al pecado original!

Carlos Marx aseguraba que toda la vida espiritual de la sociedad estaba determinada por la vida material; y por una y otra concebía lo que definió como conciencia social y ser social respectivamente.

Entre los marxistas dogmáticos, tales consideraciones condujeron a afirmar durante décadas que la espiritualidad social era un puro derivado de las condiciones materiales de vida de una sociedad historiadamente determinada. Procurando contrarrestar esas interpretaciones positivistas y dogmáticas, Federico Engels, colega y amigo de Marx, hizo algunas precisiones al respecto:

«(…) el desarrollo político, jurídico, filosófico, religioso, literario, artístico, etc., descansa en el desarrollo económico. Pero todos ellos repercuten también los unos sobre los otros y sobre su base económica. No es que la situación económica sea la causa, lo único activo, y todos lo demás efectos puramente pasivos. Hay un juego de acciones y reacciones, sobre la base de la necesidad económica, que se impone siempre, en última instancia». [1]

No hay contradicción entre ambos pensadores a la hora de entender la compleja relación entre espiritualidad y condiciones materiales de existencia dentro de una sociedad determinada, pero el segundo sí intentó poner coto a interpretaciones agónicas. ¡Penosamente no tuvo éxito!, la dogmatización del marxismo caló mucho más entre no pocos de sus acólitos que las interpretaciones dialécticas y renovadoras. Ello se evidencia en el omnipresente marxismo-leninismo de origen estalinista, que hasta hoy se niega a morir no obstante los daños que ha generado.

Desde estas aseveraciones me empeño en afirmar que todo juicio de valor en torno a una tradición de pensamiento, construcción espiritual o texto «sagrado», a los que procure endilgárseles toda responsabilidad, o incluso parte de ella, referida a determinadas conductas o actitudes humanas, requiere siempre ser ponderado.

Muchos aseguran que el machismo, la misoginia, la homofobia y sus derivados —y otras muchas discriminaciones en torno a lo «humano diferente»—, tienen sus causas dentro de la cultura occidental, en la tradición judeo-cristiana y sus textos de fe. Pero en ese aserto, porque en alguna medida es un aserto, hay no pocos errores.

La tradición judeo cristiana, en muchos de sus creadores e intérpretes, comete el pecado de la discriminación por herencia más que por invención; por la influencia que tuvieron las culturas previas donde nacieron y se formaron, vinculadas a los múltiples influjos que en ellos ejercieron sus predecesores.

Misoginia (3)

(Imagen: Cronica.com.mx )

Según algunos exégetas liberales de la Biblia, en dichos textos las tendencias discriminatorias sobre mujeres, homosexuales, extranjeros u otros grupos, estuvieron relacionadas también a las condiciones epocales en las que vivieron judíos y cristianos durante el largo período en que este libro fue escrito, tendencialmente los siglos IX a.n.e y el II d.n.e.

Afirman varios autores, que cuando hubo mermas en las poblaciones judaicas, las condenas a prácticas sexuales que atentasen contra la procreación se hicieron más evidentes que cuando no. Por tanto, la Biblia no es un libro unívoco a la luz de las interpretaciones que de ella se pueden hacer desde las ciencias modernas. ¡La Biblia contiene muchas Biblias!

Súmese a ello que la cultura patriarcal es hija del fin del matriarcado y aparece en el período en que, sobre la base de la primera gran división social del trabajo —separación de la ganadería y la agricultura—, empezaron a desarrollarse con relativa rapidez las fuerzas productivas de la sociedad, el intercambio regular, la propiedad privada y la esclavitud.

A medida que la ganadería y la agricultura progresaban, se fueron convirtiendo gradualmente en propiedad del hombre el ganado y los esclavos obtenidos a cambio de este, y los hijos empezaron a ser asumidos por vía patrilineal. Esto posibilitó al varón, no solo el control sobre los hijos, sino además sobre la madre.

El patriarcado también se vincula a la época en que el ser humano se hizo sedentario, inició la agricultura y, por tanto, se produjeron los excedentes de producción y acumulación de bienes. Esto condujo inevitablemente a la generación de la propiedad privada y a lo que ella conlleva: necesidad de defender el territorio y de mano de obra para trabajar en los campos.

Al respecto asegura el propio Engels:

 «El derrocamiento del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo. El hombre empuñó también las riendas de la casa; la mujer se vio degradada, convertida en la servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción. Esta baja condición de la mujer, que se manifiesta sobre todo entre los griegos de los tiempos heroicos, y más aún en los tiempos clásicos, ha sido gradualmente retocada, disimulada, en ciertos sitios, hasta revestida de formas más suaves, pero no, ni mucho menos, abolida». [2]

Descubrimientos recientes en arqueología, o las conjeturas de la etnología o la antropología, no han desmentido en lo fundamental esta aseveración, lo que indica que judíos y cristianos heredaron ese cuadro real y simbólico de dominación o exclusión. Similar ocurre con las llamadas minorías sexuales, y ello revela que la culpa es anterior al mito del «pecado original».

Tal situación vuelve a demostrar que ningún culpable tiene toda la responsabilidad, en tanto la culpa hay que explicarla en sus contextos históricos. Parte significativa de la Ilustración francesa tuvo un agónico sesgo anticlerical. Hay quienes aseguran que entre sus cultores materialistas hubo posturas ateas, es decir, procuraron romper con la indiscutible influencia que la catolicidad tenía en los desatinos del llamado ancien regime. Pero jamás cuestionaron el sesgo ideológico de la subordinación femenina al varón, o la justificación espiritual aristotélica de la legitimidad de la esclavitud. Una esclavitud que en las colonias era extemporánea. Por tanto, la negación siempre fue limitada.

Aclárese que esa actitud marcó el ateísmo que luego caracterizó algunos movimientos revolucionarios de los siglos XIX y XX —y sus respectivas cosmovisiones teóricas—, de las que no escapó cierto marxismo. Ello se reflejó en actitudes y posturas, la mayoría sin ninguna lectura o interpretación bíblica, para justificar credos y discursos: ¡continuaron considerando como subalternas a las mujeres y discriminando a lo que hoy se define como minorías sexuales! A estas últimas las enjuiciaban como desviaciones morales generadas por el capitalismo. ¿Fueron víctimas de la tradición? Es posible, pero entonces no se puede ocultar que, en ese orden, fueron muy poco revolucionarios.

Existe en la narrativa cubana de fin de siglo, la presunta anécdota de que los fundadores de El Caimán Barbudo quisieron abrir su primer número en contraportada con un desnudo de Julio A. Mella fotografiado por su controversial compañera Tina Modotti. Según Jesús Díaz, la UJC no lo permitió, quizás sobre el supuesto moral que los héroes son impolutos. Era la segunda mitad de los sesenta y el país vivía la ebullición de transformaciones, pero el conservadurismo moral parecía infranqueable, actitud también poco revolucionaria. 

Han sido los movimientos cívicos promovidos por esos grupos humanos —mujeres, y colectivos LGBTIQ+— y su presión política, sobre todo dentro del capitalismo central, los que han conseguido mover la balanza en favor de sus derechos, y no exactamente las políticas públicas que se generaron en el entorno de los regímenes de «socialismo real» en el siglo XX, todo lo contrario.

De este juicio de valor pueden excluirse tendencialmente las mujeres, que sí, en muchas de esas sociedades socialistas, y hasta su extinción, lograron conquistas significativas, pero no todas las necesarias. Por ejemplo, la violencia contra las mujeres no era infrecuente en países como Rumanía, Albania o algunas Repúblicas Soviéticas de la periferia, por citar ejemplos. 

En Cuba, donde las féminas conquistaron algunos derechos después de 1959, se discutió durante décadas, y se discute hoy en nuevas circunstancias, el problema de la igualdad de derechos de ellas, agravado en el caso de negras, mestizas u otros grupos pretéritos. Tal asunto tocó la literatura, el cine o el teatro en no pocas ocasiones, y muchas veces el debate social obligó a la reflexión académica a poner el dedo sobre la llaga una y otra vez, recuérdense los casos de Retrato de Teresa o Hasta cierto punto, de Pastor Vega y Tomás Gutiérrez Alea respectivamente, en décadas sucesivas.

Aquí, sin interpretaciones bíblicas o justificaciones desde esos textos sagrados, algunos aún rememoran que en ciertas esferas del Partido, sobre todo en los años setenta, si una esposa era infiel, este órgano político obligaba a elegir al esposo entre su militancia y la esposa; lo que nunca ocurría al revés. ¡No hablemos de las minorías sexuales!, el caso UMAP, que no es el único, habla por sí mismo y está lleno de episodios de dolor, de mucho dolor.  ¡Todo ello justificado en la llamada entonces moral socialista!Misoginia

Por tanto, sí hay que procurar abrir el debate para que la justicia gane en el próximo referéndum sobre el Código de las familias en Cuba, pero en las reflexiones que lo acompañen es prudente mirar la multicausalidad de los prejuicios y no detenerse tendencialmente en una o dos. Las posturas o lecturas sesgadas de cristianos, islámicos y judíos sobre sus libros sagrados, no son las únicas responsables de nuestros atavismos morales. En este camino no muchos pueden mirar al lado, la responsabilidad es históricamente extensísima.   

Soy de los que opina que los derechos no deberían plebiscitarse, con que se legislen bastaría. Las mayorías no siempre tienen de su lado la razón y no siempre se suman a los carros de la justicia, llevan no pocas veces consigo, en sus mentalidades, el lastre de los que las han dominado por siglos.

***

[1]Federico Engels: «Carta a W. Burgius, Breslau, Londres, 25 de enero de 1894» en Marx y Engels, Obras escogidas, T. Único, Editorial Progreso, Moscú, 1975, p.731.

[2][2] Federico Engels: El origen de la familia la propiedad privada y el estado, en Marx y Engels, Obras escogidas, T. Único, Editorial Progreso, Moscú, 1975, pp. 513-514.

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