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Desde La Habana, ante el 2022

Me reconocí afortunada al celebrar las navidades junto a mi madre, a quien no había conseguido visitar desde hace un par de años. De no haber sido el 2020 y el 2021, no pesarían tanto esos dos años sin verla. Pero reencontrar a quienes una ama tras todo este tiempo en que el dolor ha corrido persistente de mes en mes, es fortuna inmensa y exige que como tal se le reconozca: pensarlo feliz, agradeciendo, mientras golpea el sol sobre la cabeza, gritarlo al viento, depositarlo ante el inusitadamente sereno mar del inviernito tropical, al caminar, sonreírle al primer desconocido, como he hecho siempre en mi ciudad. Con los labios, bajo la máscara que no cesa de imponernos COVID, o con los ojos, o en la cadencia al andar: hay tantas maneras de sonreír. Sin embargo, cuesta ahora hacerlo en La Habana. Algo como una capa luctuosa, aunque invisible, la cubre. Un peso que se siente aun si no es posible definirlo con precisión, una expresión cansina en los ademanes de su gente. Hemos celebrado las navidades y el cruce de un año a otro, mas no ha estallado en sus calles la algarabía acostumbrada.

Por sus aceras se transita más bien por necesidad: para tristemente incrustarse en una cola en espera de comprar cualquier cosa. Apenas se ve transporte público. Los miles de comercios privados —inaugurados cuando bajo la administración de Obama se inició el deshielo de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, que cerraron según Trump se aplicaba a deshacer cuanto hiciera su predecesor, pero que aún entonces mantenían la esperanza de reabrir bajo el mandato de Biden— son ahora locales definitivamente difuntos. Nada queda para recordarlos, sino es la memoria de algunas amables horas pasadas junto a amigos ante aquellas mesas, cuando había ilusión. Ni la música desborda ya insolente de los balcones. Los habaneros, famosos por mirar directo a los ojos, sonreír y flirtear sin recato, pasan rápido y absortos, mirando al frente, ¿quién sabe si divisando ya la próxima cola?

Foto: Kaloian

Hay fatiga en las miradas de todos. Hasta los niños juegan en sordina, corren más despacio. Nunca imaginé que echaría de menos la gritería de siempre. Quienes esperan una guagua fantasma no hablan ya. Ni siquiera se quejan. Los pocos chistes que he escuchado al vuelo, al pasar junto a unos jugadores de dominó, se refieren al precio de la cebolla y el ajo, una malanga, los plátanos, el café, el arroz y los frijoles. En el mercado, inquiría una señora por el precio de una lechuga bastante abatida y le respondió el vendedor, mientras contaba los billetes, sin levantar la vista hacia la clienta que ya no lo sería, que encogiéndose de hombros se marchó con las manos vacías. ¿Qué puede comprar? Mas no ha dicho nada.

Una ciudad dolida y doliente.

Las ruinas perdieron los turistas que las admiraban y los cubanos que a su vez admiraban a los turistas.

Habana mustia; de una supervivencia ahora mucho más gris, sin por ello haber perdido su intensidad. Al contrario.

Habana en luto. Con tanta pérdida: los muertos y los que se han ido y los que no se sabe dónde están.

Ha sido un año duro para todos los habaneros, los de adentro y los de afuera. Los unos han recibido los golpes directamente sobre sus cuerpos. Los otros hemos conocido la frustración por no poder mitigarlos.

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En las horas finales del 31 de diciembre desde el balcón escudriñaba la noche del vecindario: no era fácil conjurar la alegría bajo aquel silencio tan poco habanero; demasiadas ventanas apagadas, casi nadie en las calles. Sé que la gente sin embargo guarda cierta esperanza, pero pareciera que no se deciden a expresarlo en voz alta, esos habaneros, que eran —¿lo son aún?— tan vocingleros. Quizás no lo hacen por temor a que por un acto de magia se les desvanezca la posibilidad última: ilusionarse. Esperaban el cambio de año sin impaciencia, como esperando por esperar. Siento que ya no espera nadie nada.

Queda cada mañana, no obstante, la claridad.

El sol sigue siendo el mismo. El mar, el incansable, también. Pero la gente ha perdido el camino hacia su orilla. Ya no son tantas las parejas que llegan hasta el malecón, y las escasísimas que se recuestan al muro lo hacen con desgano. Es como si la gente hubiera perdido el rumbo. ¿Qué hacer? Parece progresar sólo lo que se da silvestre: el marabú, los marpacíficos en los parques, el robusto árbol de mango en el patio de una casa. Cargados de tempranas flores, imaginamos el dulzor en la boca de los magos que en unos meses vendrán. Porque algo bueno ha de llegar. Y miramos hacia arriba. Hacia lo que sube, aunque no sea dulzón: porque suben también los precios y los pisos de los nuevos hoteles, en los que día y noche laboran obreros que desde abajo, tan altos son esos edificios, no se les ve. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Quién va a alojarse en ellos si justo al lado de los hoteles en construcción permanecen los otros, los de siempre, que permanecen cerrados? Pero suben: una planta tras otra, como sube otra vez la infección. Lo bueno es que, como sube el número de casos de Omicron, también asciende el número de vacunados. La gente va y se vacuna rápidamente.

Foto: Kaloian

La Habana parece muerta pero su gente no quiere morir; aún arrastrada o aplastada, viendo desde la calle cómo todo lo que puede subir y baja sube, solamente sube, hasta el infinito y más allá.

Foto: Kaloian

A las 12 de la noche del 31 de diciembre no escuché muchos gritos de alegría. Creo en cambio haber percibido una especie de suspiro colectivo de alivio y, desde balcones hasta entonces oscuros, fueron lanzados cubos de agua. Es la tradición, en ese cubo de agua los habaneros vertemos el año que acaba. La fuerza con la que caía el agua sobre el pavimento expresaba todo lo que no había escuchado hasta entonces: una furia, un desencanto y el dolor que desearían ver partir, desaparecer como el agua que cae, como el año que pasó con su carga de infortunios, desmanes e injusticias.

No hay ecuación que expliquen esta Habana, pero la gente sigue ahí. Así es que hay que desear con ellos, hay que esperar con ellos. Obatalá dicen que rige el nuevo año y quiero esperar que ese manto gris sobre mi ciudad sea trocado por el blanco del orisha, que su paz se vierta sobre las calles tal vez ya hoy más limpias, tras tantos cubos de agua lanzados desde los balcones de los buenos, dolidos habaneros, en la medianoche del 31 de diciembre.

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