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Lo que un día fue, no será

Cuando mi pueblo nació, a mediados del siglo XIX, hacía más de cincuenta años que el ingenio estaba ahí. Desde entonces comenzaron a crecer juntos, entrelazados. La prosperidad de uno marcaba la del otro. De la pequeña fábrica llamada Santísima Trinidad, que competía con un puñado de trapiches similares, pasó a ser, finalizada la centuria, el Central Josefita, único del municipio y principal fuente de trabajo de cientos de personas.

A él acudían abuelos, padres e hijos, en una suerte de procesión generacional que unía a los hombres con la industria. El humo de su larguísima chimenea, el silbato que marcaba las horas, el olor a caña molida y azúcar, eran parte del pueblo, tanto como las calles, las aceras y los parques.

Así fue hasta que un día de 2003, después de más de doscientos años de rentabilidad, el Josefita —rebautizado Manuel Isla en honor a un héroe local muerto en el asalto al cuartel Moncada— apagó sus máquinas y hoy no es más que un ruinoso esqueleto.

El nuestro fue de los centrales caídos en un campo de batalla conocido como «Tarea Álvaro Reynoso». Su cierre, como el de otras setenta fábricas de azúcar, no solo dejó a miles de hombres y mujeres sin el trabajo habitual, sino que arrancó de cuajo el sustento espiritual de un país que, para bien o para mal, se movía al ritmo del azúcar de caña. De los 156 centrales operativos en 1959, sobreviven 56, y solo 38 de ellos molieron en la zafra 2020-2021.

Día (2)

Después de más de doscientos años de rentabilidad, el Josefita apagó sus máquinas y hoy no es más que un ruinoso esqueleto. (Foto: José Manuel González Rubines)

Para encontrar pueblos fantasmas en Cuba, desde el año 2002 solo hay que guiarse por las chimeneas sin humo de los centrales muertos.

No obstante ahora, con el entusiasmo de quien llegó de pronto y encontró una realidad inesperada, el III Pleno del Comité Central del Partido Comunista ha acordado, providencialmente, «salvar» la agroindustria azucarera. Ya se han hecho estudios, trazado estrategias y establecido metas. Como es habitual, el presidente ha llamado a un «cambio de mentalidad» y sentenciado una verdad cardinal y novedosa: «Si no hay caña no habrá ni azúcar ni derivados». Todos estaban de acuerdo y aplaudieron alegres, como si pudieran paladear el sabor del azúcar por producir.

Un amigo, veterano trabajador de nuestro fallecido central, se preguntaba cuando supo la noticia: «¿Salvar la industria azucarera de quién? ¿De ellos mismos, no? Ellos fueron los que la convirtieron en chatarra».

Y no es injusto quien piense de ese modo, pues entre los altos dirigentes que se «sorprendieron» al saber que el azúcar no solo es parte indisoluble de la nacionalidad cubana, sino que también es un producto exportable, de esos que en nuestra economía no sobran, y aplaudían el nuevo afán salvador; están muchos de los que hace veinte años apoyaron la sentencia de muerte de la referida industria.

Viéndolos tan optimistas en sus bonitas guayaberas, recuerdo otra escena igual de chocante de hace un par de meses: un reportaje en el NTV daba cuenta del «resurgimiento» de algún barrio vulnerable de La Habana y presentaba como un tremendo logro que se estuviera terminando la construcción de un edificio multifamiliar, cuyas obras habían iniciado, nada más y nada menos, que en 1987.

Este arte de «sorprenderse ante lo cotidiano» no es ni remotamente nuevo por estos lares, como tampoco lo es el de enmendar o desechar estrategias estudiadas y aprobadas, rectificar rectificaciones u ordenar ordenamientos. Sin embargo, válido es preguntarse qué pudiéramos hacer nosotros, los que sufrimos estás idas y venidas de los humores del poder, para desterrar tales prácticas que tanto nos afectan.

En otros países el mecanismo para premiar o penalizar la administración pública es el de las elecciones: si un partido o un candidato no cumple con lo que de él se espera, pues tampoco podrá aspirar a ser reelegido. Por supuesto, no es este el «ungüento de la Magdalena» que salva de todos los males, dado que también puede generarlos, como es el caso, por ejemplo, de Bolsonaro en Brasil.

Otro mecanismo efectivo es el ejercicio del periodismo, ante cuyos ojos escrutadores no valen consignas ni buenas intenciones, sino resultados concretos. También son comunes las protestas populares como forma de presión, algunas de las cuales terminan en procesos loables, como la constituyente en Chile y la reciente elección del joven presidente de izquierda Gabriel Boric.

Sobre cualquiera de estas vías pesan en Cuba prohibiciones, lastres y estigmatizaciones que les impiden desarrollar la función social a la que están llamadas. La participación y el control popular son intrínsecos al socialismo, o deberían serlo. Entonces, la política y la administración pública no pueden ser materias ajenas a la ciudadanía, dado que tampoco le son ajenos los efectos nefastos de las malas estrategias.

En el camino de dejar la política en manos de un grupo selecto de «iluminados», hemos perdido la industria azucarera, la ganadería, la carne de cerdo y ahora vemos como nuestro dinero tiene menos valor que nunca, mientras en las tiendas en MLC —que no renuncian a sus ganancias en beneficio del pueblo, como se pide que hagan los empresarios y comerciantes privados— están muchas de las cosas que necesitamos para tener un mínimo de dignidad y confort.

Compete a cada uno de nosotros ser más ciudadanos y menos súbditos. Presenciando escenas como las del III Pleno y otras que demuestran esos dulces olvidos y simpáticos asombros, resuena en mis oídos el estribillo de la canción de José José que algunos chóferes de ómnibus se empeñan en no dejar morir: «lo que un día fue, no será». ¿Hasta cuándo vamos a permitirlo?

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