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Antinomias y conflicto en la situación política cubana (III)

Entre el montón de antinomias que han poblado la política de EEUU desde Jefferson hasta Trump, probablemente la más florida de todas consiste en intentar, al mismo tiempo, aislar a Cuba en lo externo e influir en sus procesos internos.

La razón que la ha gobernado siempre, y también a lo largo de este último medio siglo, es geopolítica, en vez de meramente ideológica, económica, o doméstica. Si respondiera a factores ideológicos o doctrinales, la clave de esta política se podría encontrar en sus discursos anticomunistas sobre derechos humanos y democracia propios de la Guerra Fría. Si obedeciera a intereses económicos, estaría dictada por las corporaciones expropiadas en 1959-60, en busca de presionar a un Estado cubano “reacio a indemnizarlas.” Si Cuba fuera apenas «un tópico de política local de Florida», la continuidad de los mandantes en el enclave cubanoamericano, y sus antinomias, explicarían la hostilidad del Norte contra la isla. 

La lógica geopolítica, en cambio, fundamenta la aplicación de un recurso de fuerza llamado bloqueo (no embargo) en los manuales de guerra caliente, dirigido a asfixiar al país, y arrastrarlo por las malas a un punto de quiebre —breaking point, según la jerga de esos manuales. Al mismo tiempo, esta lógica explica el intento por meter el pie en el proceso político interno, y empujarlo en la dirección del interés estadunidense.

Ambas dimensiones de esta estrategia cuadran en torno al objetivo de imponer un cambio de régimen que le convenga a EEUU. Ninguna de las dos dimensiones responde, naturalmente, al interés plural de la sociedad civil, la democracia o la libertad ciudadanas de los cubanos, dentro o fuera de la isla, ni está asociada a un cambio pacífico, a menos que se trate de un cambio en esa dirección prefijada.

A decir verdad, esta combinación de asedio y erosión política interna ha formado parte del arsenal estratégico universal desde Sun Tzu y Atila el Huno hasta Napoleón y Heinrich Himmler, pasando por Claussewitz, diestros en combinar la excelencia militar e ideológica de sus huestes, con lo que ahora llamamos penetración, guerra psicológica y cultural, a fin de ablandar al enemigo por fuera y por dentro. En su formato básico, fue diseñada y aplicada contra la Revolución cubana, muy especialmente, por el equipo de la administración de JFK. Desde entonces, se hizo evidente que, lejos de funcionar, resultaba muy contraproducente, según reconocieron los miembros de ese equipo, reunidos en La Habana tres décadas después.

En el campo militar, los próceres de aquella llamada Nueva Frontera solo se detuvieron ante el uso de sus propias tropas y medios, incluido el ataque nuclear. Para ahorrarse el altísimo costo de una intervención directa, cubanizaron la desestabilización, aprovechando las decenas de miles de descontentos, a quienes convirtieron en sus aliados. Desde entonces, los políticos estadounidenses se obsesionaron con la búsqueda de disidentes en el campo de la Revolución. “Even Castro himself,” dice un egregio memorándum de McGeorge Bundy, el Asesor de Seguridad Nacional de JFK, quien había servido de anfitrión al Comandante cuando visitó Harvard en 1959.

Sin embargo, esa refinada estrategia y formidables recursos puestos en juego contra un país tan chiquito, han padecido siempre un déficit de política práctica: resulta muy difícil cerrarle todos los accesos, puertas y ventanas a una casa, y al mismo tiempo, pretender influir en lo que pasa adentro. Como el lobo de los tres cerditos, el Estado norteamericano siguió soplando sin parar, mientras la casa se volvía más difícil de tumbar. Esta ha sido la antinomia por excelencia de la política de EEUU hacia la isla.

Aunque no es la única. Puesto que enumerarlas todas sería un abuso, comentaré solo dos.

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En una nota anterior, he apuntado que la condición de anticastrista y anticomunista involucra a un conjunto imposible. Esta alianza de EEUU con “la nación cubana” ha abarcado desde los batistianos y sus familias (digamos, los Díaz-Balart) hasta ex-revolucionarios de todos los colores (viejos militantes del PSP, la Juventud Católica, el II Frente, el Directorio, el 26 de julio, las ORI, la UJC, el PCC…). También a militares de la dictadura y algunos alzados para derrocarla, aliados luego contra la Revolución; a miembros de la Brigada 2506 junto a ex-oficiales de las FAR y el MININT convertidos en disidentes; a periodistas del Granma, profesores de marxismo-leninismo, y a muchos que coreaban himnos en la Plaza, junto a quienes los execraron siempre, reunidos ahora en las filas de la Vigilia Mambisa y las marchas por las calles de Little Havana.

No es extraño que un conjunto tan incongruente revele cierta ineptitud para actuar como bloque de oposición, y compartir una plataforma y un liderazgo comunes. Su consigna podría ser “contra la Revolución todo, dentro de la Revolución, nada.” Ahijados de sectores diferentes dentro de los poderes establecidos —la CIA, el Departamento de Estado, las facciones dentro del Congreso, los politiqueros de la industria local del anticastrismo— los opositores ostentan la marca de ese apoyo. Aun dejando de lado los epítetos que les dedican los medios cubanos, esa marca contradice su legitimidad como oposición a los ojos de mucha gente cubana, incluida la que discrepa o no apoya al gobierno.

Esta peculiar relación entre los aparatos del Estado y las sucesivas cohortes del anticastrismo es más enrevesada de lo que parece, y da lugar a una especie de antinomia del doctor Frankenstein. En el pasado, creerse los diagnósticos de esa oposición apadrinada lo llevó a dejarse embarcar en operaciones tan delirantes como Playa Girón. Ahora mismo, esta antinomia se transparenta en la declaración más reciente del mismísimo Secretario de Estado sobre Cuba, con frases entresacadas de medios antigobierno dentro y fuera de la isla, y de sus intelectuales orgánicos más combativos,

Este discurso le atribuye el origen de la sentada frente al MinCult hace un año, y el diálogo con sus representantes la noche del 27N, a la iniciativa de activismo político antigobierno de unos artistas instalados en La Habana Vieja. A esta elite, en su mayoría de clase media blanca, la identifica como “la voz del pueblo cubano.” Emplaza al gobierno por “redoblar su ideología en bancarrota y fracasado sistema económico.” “Felicita al pueblo cubano por continuar reclamándole al gobierno que lo escuche.” Y “urge al régimen que atienda su llamado, y le permita labrarse su futuro propio, libre de amenaza de represión gubernamental.” A todo lo anterior le llama “apoyar el diálogo en Cuba.”

Ni una palabra acerca de reiniciar el otorgamiento de visas al pueblo cubano; facilitar remesas de sus familiares; reanudar intercambios con artistas, académicos, deportistas; incentivar la cooperación científica, en el campo de la salud y el enfrentamiento a la pandemia; permitirles a los cubanoamericanos que inviertan y se asocien con sus parientes en la isla; reconocer las reformas dirigidas a abrir espacio al sector privado, el mercado, el uso de internet, etc. Ni el menor atisbo de anuncio sobre relajamiento de los mecanismos del bloqueo en beneficio de la sociedad civil en ambos lados del estrecho de Florida.                    

La última antinomia de esta política que comentaré es la que se manifiesta en su efecto contraproducente.

Por mucho que el gobierno cubano lo mencione para explicarlo todo, el asedio a la isla no es una paranoia castrista, sino un cerco geopolítico real. Para apreciar su  minucioso alcance basta con observar a un banco chino negarse a abrirle la cuenta a un cubano o leer el mensaje “usted está en un país donde no puede acceder a este servicio” enviado por Google o Yahoo a una laptop en la isla.

El síndrome de la fortaleza sitiada interfiere de mil maneras en la vida cotidiana, y es una luz roja que parpadea ante cada cambio que se propone implementar en Cuba. “¿Cómo se aprovecharán ellos (los americanos) de este cambio, para intentar serrucharnos el piso?” No hay mejor vitamina que ese acoso incesante para el bando de los que no quieren cambiar nada en Cuba.

Las Fuerzas Armadas cubanas y la Seguridad del Estado se fundaron y crecieron desde el origen del poder revolucionario, y se han perpetuado en su forma actual, porque responden al acoso de los EEUU. Su costo y su rol en el sistema, así como la centralización y el verticalismo que caracterizan el funcionamiento del socialismo cubano, son inseparables de ese desafío. Quizás la antinomia más escandalosa de la política norteamericana hacia Cuba en la actualidad radique, precisamente, en reproducir continuamente las condiciones que operan en contra de un socialismo más democrático y de la conquista de mayores libertades sociales e individuales.

Para decirlo de otra manera, sin dejar resquicio a malentendidos: el camino impostergable hacia un sistema más democrático y con mayores libertades ciudadanas se hace cuesta arriba gracias a esa política estadunidense, que se da el permiso de hablar a nombre de la misma sociedad civil cubana que mantiene bajo asedio. Su apoyo oficial a la oposición antigobierno recarga la atmósfera en contra del reconocimiento y normalización de una oposición leal, que contribuya a expresar la diversidad y pluralidad reales dentro de un socialismo cubano renovado.

¿Cómo funcionan estas antinomias en el actual contexto político de las relaciones bilaterales?

Luego del corto verano de la normalización con Obama y los cuatro años fatídicos con Trump, la prolongación del trumpismo bajo Biden es lo que faltaba para disipar las ilusiones de una re-normalización en el seno de este nuevo gobierno cubano, que enfila el cierre de un muy difícil tercer año de su mandato. Aun si muchos de los acuerdos y medidas de confianza mutua logrados con Obama siguen existiendo formalmente, las torpezas y el desinterés de esta administración ha mantenido el tono de las relaciones a un punto tan bajo como siempre. No sería realista (o “pragmático,” como dicen algunos) que este joven gobierno cubano invirtiera un centavo en fomentar un tango que el otro no quiere bailar. En términos de costo-beneficio, está claro que Cuba no ganaría en este escenario lo que habría podido, si Biden hubiera cumplido sus promesas de campaña. Sin embargo, para el interés norteamericano en relación con la isla, el costo de oportunidad podría ser mayor de lo que algunos observadores políticos parecen advertir.

En efecto, Cuba no es un asteroide gravitando en solitario frente a un planeta masivo llamado EEUU, en medio de la nada. Ese espacio está habitado por numerosos cuerpos. El vacío que EEUU deja de ocupar en el entorno de la transición cubana es asumido por otros. No son solo Rusia, China, Vietnam, sino la Unión Europea y Canadá, con intereses económicos y políticos en esta transición, así como un número considerable de países de América Latina y el Caribe, Asia y el Medio Oriente, cuya órbita política no los ha alejado de Cuba, a pesar de los presagios de descarrilamiento que inundaron 2021.

Paradójicamente, cuando miremos hacia atrás dentro de un tiempo, quizás podamos apreciar este año dramático como un punto de viraje, donde la continuidad y ritmo de los cambios se empezaron a estabilizar, a pesar de las antinomias que atraviesan la política de los EEUU hacia la Isla.

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