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“Lo alarmante no es la dirección que ha tomado el arte, sino la que ha cogido su público”

MIAMI, Estados Unidos. – Nació en La Habana en 1944 y a pesar de haber llegado al exilio con apenas 16 años se ha mantenido siempre muy apegado al mundo cubano. Quienes lo conocen saben que Humberto Calzada es uno de los personajes del ámbito cultural de Miami más cordial, generoso y campechano. Por ser fiel a su gusto y principios abandonó su profesión de ingeniero para convertirse en pintor, a sabiendas del riesgo e inseguridad que oficios como este implican. 

Durante años, junto a Carmen Kohly, su esposa recientemente fallecida, acogió en su residencia, muy cerca de Sunset Drive, a decenas de artistas y escritores recién llegados al exilio. Sus tertulias, sesiones de cine y fiestas, en las que las fritas hechas en casa y servidas con papas cortadas muy finas (que siguen siendo para mí las mejores que he comido en mi vida), han sido memorables. He aprovechado este viaje al sur de la Florida para entrevistarlo pues, aunque en diversas ocasiones he reseñado sus exposiciones, nunca había indagado sobre aquello que, fuera del tú a tú de una entrevista, pocas veces preguntamos.

Humberto Calzada, frente a una de sus obras, en 2013 (Foto: El Nuevo Herald)

―Cuéntame de tu infancia en Cuba, de los primeros recuerdos, de tu casa y la familia.

―Nací en el Vedado, exactamente en la esquina de Línea y M. Mi abuela vivía un poco más lejos, en la calle Calzada. Cursé toda la escuela preescolar, primaria y secundaria en la Saint George’s School, una escuela que quedaba en Línea y 6. Toda mi escolaridad fue en inglés, excepto para las clases de idioma Español y de Historia, y allí estuve hasta el tercer año de Bachillerato. Desde mi casa se veía el mar porque en esa parte la calle 15 atraviesa Línea y desemboca en el Malecón, dejando ver el área en que se encuentra la embajada de Estados Unidos y el litoral. Era un barrio muy moderno. Hoy en día, me da gracia cuando los americanos se asombran de la eficacia de los servicios de entrega de comida y otras cosas a domicilio porque al doblar de mi casa se encontraba El Liro, una pollería (después de 1959 la convirtieron en el restaurante El Conejito), y allí ―hace de esto ya más de 60 años― medio barrio encargaba por teléfono los pollos que te traían a la puerta de tu casa. Y a media cuadra de donde vivía había una farmacia, llamabas por teléfono, encargabas lo que necesitabas y te lo llevaban a la casa. Después de vivir los 13 primeros años de mi vida en el Vedado, mi padre compró una finca en 1958 y construyó una casa en la Carretera de Vento, detrás de Río Cristal. Ese fue el último sitio en que viví los tres últimos años en la Isla.

Humberto Calzada, alumno del Colegio Saint George’s en el Vedado, 1954 (Foto: Cortesía)

¿Siendo habanero de pura cepa, se te puede aplicar aquello de que como buen capitalino no conociste el resto de Cuba?

―Por varias razones el refrán de “Conozca a Cuba primero y el extranjero después” no iba conmigo. Viajábamos todos los años a Palmira, un pueblo de la región de Cienfuegos, porque mi familia por parte de padre era de allí. Luego, por los Coro de mi lado materno, tres tíos tenían casa en Cabañas, un pueblo que se encuentra entre Mariel y Bahía Honda, e íbamos con mucha frecuencia. La casa de uno de estos tíos se hallaba en un cayo y la de los otros dos a orillas de la bahía. La familia materna era de orígenes asturianos y los antepasados se habían instalado en la región pinareña. Por eso visitábamos Viñales y recorríamos la zona tabacalera pinareña muy a menudo. No es menos cierto que viajábamos también bastante al extranjero. Íbamos cada año a Estados Unidos y realizamos varios viajes a México. Recuerdo en particular uno en el que atravesamos en auto el país hasta California. Eran épocas en que todo eso era posible. El mundo ha cambiado bastante desde entonces.   

Humberto Calzada, en la terraza de su casa en Línea y M, El Vedado, ca. 1953 (Foto: Cortesía)

¿En qué condiciones ocurre tu salida de Cuba?

―Mi padre había sido administrador de la Compañía Cubana de Electricidad y en el año 1957, cuando ocurrió una de las huelgas generales, como ejecutivo que era le correspondió llamar a la Policía porque los huelguistas se habían vuelto muy agresivos y la iban a emprender con el edificio. Esto hizo que, tras el triunfo de la Revolución, unos empleados recordaran aquel incidente y, resentidos, lo denunciaron. Estuvo preso entonces por poco tiempo en el Castillo del Príncipe a principios de 1959 y, luego, dos veces más, siempre por periodos de corta duración, ya que lo consideraban desafecto al régimen. En 1960, cuando la situación se volvió intolerable, el embajador de Honduras, que era amigo suyo, lo invitó a asilarse en la embajada. Como toda embajada debía declarar a las personas que pedían asilo, el embajador le dio tiempo a la familia para que pudiera sacar de la casa los objetos de valor y dejarlos a buen recaudo. Decidimos dejar nuestras cosas con un tío mío que juraba que de Cuba no se iba ni muerto. Al final, nos fuimos mi madre primero, luego mi hermana y yo, y unas semanas después, mi padre de último. El tío que dijo que no se iría nunca del país lo hizo también en menos de un mes. De este modo, de nada sirvió encomendarle nuestras cosas porque finalmente todo fue nacionalizado, lo nuestro y lo de él.

¿Cómo era el Miami de aquellos primeros años de la década de 1960? ¿Qué recuerdos tienes de esa época?

―Ni parecido al de ahora. Antes, cuando llegabas tenías que sobrevivir como fuera porque no te daban ninguna ayuda. Yo llegué solo un 11 de octubre de 1960. Pude terminar los dos años de bachillerato que me faltaban en el Coral Gables Senior High School, y después estudié Ingeniería Industrial en la Universidad de Miami, pues uno de los consejeros educativos de mi instituto me dijo que si estudiaba arquitectura, que era mi verdadera vocación, me moriría de hambre. Hay que recordar que en el Miami de aquella época no había la fiebre constructiva de décadas después.

Humberto Calzada con su madre, en Miami, 1964 (Foto: Cortesía)

Miami era entonces una ciudad muy conservadora. El sur del Sur. Todo el mundo estaba “escachao” como decimos en argot cubano y las reuniones sociales se hacían en las casas. Vivimos primero en un apartamento de la calle Majorca y después nos mudamos a West Miami. Recuerdo que cuando mi padre compró la casa ni siquiera exigían dar una entrada. Mi padre no estaba muy seguro de aquella compra y no paraba de preguntarse a quién se la íbamos a vender en cuanto regresáramos a Cuba, pues para él aquella situación no iba a durar más de un año. El mundo latino era muy reducido, y excepto una placita o mercadito por la calle 8 y la 16 del SW, así como un restaurante cubano llamado Badia, también en ese barrio, no había muchos lugares propiamente cubanos.

Tengo entendido que eres autodidacta y que comenzaste tu carrera de pintor después de haber ejercido como ingeniero…

―En efecto, cuando me gradué comencé a trabajar en el ámbito de la Ingeniería Industrial, probablemente la más aburrida de todas las ramas. Yo trabajaba para IBM y detestaba profundamente todo el universo relacionado con esta, la gente, la manera de vestirse, los cuellitos y corbaticas, la jerga, los horarios estrictos, las formalidades. En mis ratos de ocio pintaba y fue en 1972, en épocas de mi noviazgo con Carmen Kohly, mi futura esposa, que se me ocurrió comprar en un Ten Cent acuarelas y papel para pintar. Mi deseo era dedicarme a esto, o sea, hacer algo más creativo, pero si dejaba mi trabajo seguro por algo tan inestable como la carrera de artista Carmen me hubiera matado. 

El pintor Humberto Calzada y su esposa, Carmen Kohly, en Miami
Humberto Calzada y su esposa Carmen Kohly, en Miami, ca. 1982 (Foto: Cortesía)

¿En qué momento decides dar el salto y hacer lo que te gustaba?

―En 1975, la Bacardí me permitió exponer en un solo en la galería que tenía la empresa en su sede de Biscayne Boulevard. Allí exponían sobre todo a principiantes, y me asombré porque vendí todo lo que expuse. Cuando me di cuenta de que podía vivir de la pintura comencé a planteármelo seriamente y un buen día dejé mi trabajo de profesor en el Miami-Dade College. Fue al año siguiente, en 1976, cuando Dora Valdés-Fauli y Martha Gutiérrez abrieron su galería Forma en Coral Gables, que expuse en solo por segunda vez. Visto el éxito a nivel de ventas que tuve, decidí dejar definitivamente mi carrera de ingeniero y dedicarme por completo al arte. En poco tiempo empecé a exponer en la galería Coabey, de San Juan de Puerto Rico, y en una exposición organizada por el Lowe Art Museum titulada “Artistas latinoamericanos del sureste de la Florida”, en 1978. Dos años después expuse en muestras colectivas en Boca Raton, en la sede de la OEA (Washington D.C.) y, con mucha regularidad, en Forma Gallery. Desde entonces he tenido exposiciones cada año, e incluso varias a la vez.

Pintura de Humberto Calzada
“La primera casita”, primera obra de Humberto Calzada, 1972 (Foto: Cortesía)

―Casi siempre pregunto a un artista cuáles fueron sus primeras influencias, digamos que aquello que de alguna manera lo marcó en sus primeros trabajos.

―Además de que, como ya dije, no soportaba mi carrera, los recuerdos estéticos que marcaron mi universo de infancia estaban relacionados con la casa que mi tío Armando Coro tenía en su finca Maví, en la carretera de Arroyo Naranjo, contigua con la nuestra por el fondo. Visitaba con mucha frecuencia aquella hermosa casa de estilo colonial, con suelo en forma de escaque blanco y negro como el de un tablero de damas que aparece en muchos de mis cuadros y reproduje, incluso, en mi atelier en Miami. Mi tío tenía una fabulosa colección de obras y objetos de arte. El ambiente de su vivienda era particularmente refinado. Ese es el mundo que he intentado, en la medida de las posibilidades, recrear en mi taller, en el que, como sabes, puse persianas a la francesa, puerta de dos hojas, vitrales de medio punto que dan hacia el patio, un puntal alto con una lámpara de lágrimas como las de Cuba que me fabricó un artesano cubano que vivía en Puerto Rico. Puede que en el subconsciente todo esto haya quedado y de ahí mi deseo de rodearme de ese tipo de ambiente.

Comedor de la Finca Maví, en Arroyo Arenas, propiedad de un tío del artista (Foto: Cortesía)
Atelier de Humberto Calzada en Miami
Atelier de Humberto Calzada en Miami (Foto: Cortesía)

―Has expuesto mucho y en no pocos países. Has sido representado en Chile, Perú, Venezuela, Panamá, España, Puerto Rico… Tus obras forman parte de importantes colecciones como la Smithsonian, el Lowe Museum, el Bass, el Museo de Arte de Ponce, Bellas Artes de Chile, el Museo de Arte Contemporáneo María Zambrana (Málaga), etc. Tienes varios periodos o series temáticas, pero no sé cómo llegas a cada serie y si la retomas o la dejas definitivamente cuando comienzas una nueva etapa.

―Nunca cierro las etapas que, en realidad, comienzan casi siempre en relación con alguna exposición importante que tengo prevista. Por ejemplo, pinté muchos cuadros con temática arquitectónica, también otros que engloba una serie titulada “La hora azul”, o la de “Years of” que tiene que ver con la ciudad hundida, una especie de paisaje urbano cubano que se lo va tragando el mar. A veces una serie me lleva a otra, pero nunca abandono ninguna del todo. Cuando comencé a pintar los cuadros de “The Fire Paintings” lo hice porque había trabajado mucho con el elemento agua y quise, de pronto, hacerlo con el fuego. Coincidió, como sucede a veces misteriosamente con la creación artística, con la llamada “Primavera árabe”, y entonces empecé, como los manifestantes de esa región, a prenderle fuego a todo. Así le metí fuego al aeropuerto de Rancho Boyeros, al Malecón con el Morro, a edificios emblemáticos de La Habana. Fue una época en que me la pasaba viendo las noticias, nutriéndome de imágenes de incendios provocados en el Oriente Medio y países del norte de África. 

―Giulio de Blanc, gran curador y crítico de arte cubano fallecido a principios de los 1990, te incluyó en el grupo de pintores de Miami Generation, en que también figuran María Brito, Mario Bencomo, César Trasobares, Fernando García, Pablo Cano, Carlos Maciá, Emilio Falero y Juan González. ¿Te sientes identificado con ellos?

―En realidad, ese grupo no fue tal porque ninguno de los que en él aparecemos tuvo nada que ver con el otro. El indicador común es que vivíamos en Miami y habíamos nacido en Cuba, pero el arte de unos no guardaba relación alguna con el de los demás, y ni siquiera nos reunimos bajo un manifiesto o tendencia, contrariamente a grupos cubanos como el de los Concretos, el de los Once o la Escuela de La Habana. Se trató de una exposición concebida por Giulio para el Museo Cubano de Arte y Cultura en aquel entonces y, como vivíamos todos en Miami, formamos parte de la muestra y del catálogo.

Libro sobre la obra como pintor de Humberto Calzada
Libro sobre el trabajo de Humberto Calzada con prólogo de Carlos Alberto Montaner, Lowe Museum, 2007 (Foto: Cortesía)

―Regresaste a Cuba en 2008. ¿Por qué lo hiciste y qué impresiones te provocó?

―La primera razón por la que lo hice fue porque mis padres ya habían fallecido. En vida de ellos no hubiera podido hacerlo pues les hubiera ocasionado preocupación y disgusto. La segunda razón fue porque en 2007 sufrí un ataque cardíaco y me di cuenta de que cualquiera se muere de pronto. No quería morir sin volver a ver el sitio en que viví hasta los 16 años de edad. 

Déjame decirte que mi primer verdadero intento de regresar a Cuba fue un fiasco total. Sucedió que en 2003 mi hija Carolina, estudiante entonces de Arquitectura, viajó con un grupo de académicos y compañeros norteamericanos a Cienfuegos, pues iban a estudiar la arquitectura colonial de Trinidad. Como Cienfuegos formaba parte de mi imaginario de infancia, mi hija me incitó a que los acompañara en aquel viaje y yo, ilusamente, creí que aquello era cuestión de sacar el pasaje y de aterrizar en la Isla. Cuál no fue mi sorpresa cuando, al llegar al aeropuerto cienfueguero, me apartaron del grupo por ser el único nacido en Cuba. Se hicieron gestiones de todo tipo, incluso a nivel de Washington, pero las autoridades cubanas no aceptaron que entrara a la Isla sin un permiso especial que es lo que le destinaban a cada persona nacida en el país. Aquello fue casi tragicómico pues como no había otro vuelo hasta el día siguiente me hospedaron en el hotel Pasacaballo, a orillas de la bahía de Cienfuegos, y me pusieron a dos escoltas jóvenes en la habitación de al lado. Yo les decía a esos muchachos que se despreocuparan que no pensaba, ni en sueños, escaparme del hotel y quedarme en el país. Ellos, en cambio, estaban felices porque gracias a que les habían dado la misión de vigilarme tenían acceso al restaurante. Para que veas que las referencias de una persona no tienen nada que ver con las de otra, recuerdo que, por la que yo consideré la peor comida de mi vida ―la del restaurante de ese hotel―, mis dos escoltas se relamían, pues la encontraban deliciosa. El hotel estaba lleno de canadienses y yo me preguntaba cómo aquellos turistas podían pagar por unas vacaciones en un sitio en que se comiera tan mal. Al día siguiente, antes de que me mandaran de vuelta a Miami, le pedí a mis escoltas que me llevaran en carro y sin bajarme para ver el centro de Cienfuegos, sobre todo por la calle Santa Cruz, que era donde estaba la casa de mi tía a donde iba de niño. Accedieron, me pasearon, recorrimos en auto la calle, pero nunca encontré la casa de mi tía pues ya los números habían cambiado o nada era reconocible.

Más tarde, en 2008, volví con mi hijo Nicolás, que es cineasta, en el marco de un viaje de Cáritas. La impresión que me causó La Habana fue la de una madre que fue Miss Universo y que no has vuelto a ver por 40 años y te la encuentras al cabo de todo ese tiempo, ajada, deslucida, decrépita e irreconocible. Fue un choque tan violento que aún no logro olvidarlo ni me he recuperado nunca de la impresión.

Pintura de Humberto Calzada
Una obra de la serie sobre la ciudad devorada por las aguas (Foto: Cortesía)

―¿Tuvo que ver ese viaje con tu última etapa titulada “Reconstruyendo La Habana”?

―Sí y no. Esa idea de pintar hermosas casas cubanas y de reconstruir una parte y dejar la otra en el estado actual surgió, tal vez inconscientemente, cuando para la retrospectiva de mis 30 años de carrera artística que organizó el Lowe Art Museum tuve que cubrir una puerta de escape un poco fea que había en la sala con una tela grande pintada a partir de una foto impresa en grande de la esquina de Prado y Neptuno que había comprado en un evento de Cuba Nostalgia. Fue entonces que “arreglé” o restauré la puerta que se veía en dicha foto. Tal vez fue esa la semilla, pero el caso es que durante mi viaje a La Habana de 2008 saqué una enorme cantidad de fotografías que, hoy por hoy, son la base de este periodo. En esa ocasión me quedé tres noches en el Hotel Nacional, porque quería que mi hijo viera la vista del Malecón desde ese sitio, y luego en La Habana colonial, en el hotel Santa Isabel, un palacete que perteneció en el siglo XIX a uno de esos condes cubanos del azúcar, creo que al de Santovenia.

Bodas de oro, serie Cuba y la noche, 2001 (Foto: Cortesía)

―Conocí a Carmen Kohly, tu esposa y sé que fue además de tu compañera de toda la vida, una gran amiga de tus amigos (entre los que me incluyo) y una persona inolvidable. Tal vez quieras decirnos algo sobre ella.

―Ahora que no está es que me doy realmente cuenta de cuán imprescindible era. Carmencita era una gran organizadora y se ocupaba de la logística de mi carrera. Siempre recurrían a ella quienes me pedían imágenes, catálogos, fechas, detalles. Cómplice y confidente. Amiga de mis amigos como bien dices. Y mi mano derecha. 

Pintor Humberto Calzada en Miami
Humberto Caldada junto a Grace Piney y William Navarrete, en su muestra personal en el Lowe Museum, Miami, 2011 (Foto: Cortesía)

―Miami ha cambiado, las ferias de arte de Basilea se han convertido en una referencia, el circuito artístico ha tomado nuevas direcciones. ¿Qué piensas de todo lo que se vive ahora al respecto?

―Chico, la verdad es que ya no pienso nada, ni sé qué pensar. El espectáculo de aquel plátano colgado en la pared, comprado por 120 000 dólares por alguien que sabe que va a podrirse mañana fue realmente patético. Lo alarmante no es ya la dirección que ha tomado el arte, sino la que ha cogido su público. Me siento como un fósil, y por lo que veo esto ya no tiene freno. Yo mismo he decidido vivir fuera de ese circuito y, hoy por hoy, solo conservo mi galería de Naples. Al parecer debo lucir como aquellos que se escandalizaban en el siglo XIX con las pinturas de Monet, Toulouse-Lautrec o Cézanne. Pero el problema es que ninguno de estos artistas ni quienes los apoyaban hubieran colgado, no digo yo un plátano, que en Europa en aquella época no existía, ni siquiera una hoja de lechuga en la pared de una sala de exposiciones, y lo mejor: ¡a nadie se le hubiera ocurrido comprarla!

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