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Hacia una lingua franca de izquierdas

El 3 de noviembre, anticipando la marcha cívica concertada para el 15 de ese mes en Cuba, el Congreso de Estados Unidos aprobó la resolución H.Res.760 «Expresando solidaridad con los ciudadanos cubanos que se manifiestan pacíficamente por las libertades fundamentales, condenando los actos de represión del régimen cubano y pidiendo la liberación de los ciudadanos cubanos detenidos arbitrariamente».

El documento, de unas cinco o seis páginas, se atiene escrupulosamente a los principios consagrados en la Declaración Universal de Derechos Humanos. No exagera ni falsifica. Describe los hechos ocurridos tras las protestas de julio, cita detenciones, la falta de debido proceso para los acusados, la violencia policial, la interrupción de servicios de internet por parte del gobierno en las horas claves de la protesta. Expresa solidaridad con los reprimidos, condena represores, exhorta al régimen a respetar la libre expresión y el debido proceso de los ciudadanos cubanos en la marcha concertada para el 15 de noviembre. ¿Cómo explicar entonces que cuarenta congresistas Demócratas hayan votado en contra de esta resolución?

La explicación esgrimida por los hardliners y congresistas cubanoamericanos que se aliaron con Trump y apoyaron sus medidas contra Cuba es la que ofrece el Republicano de la Florida, Mario Díaz Balart, al aducir los votos negativos como prueba del extremismo del liderazgo del partido Demócrata: los votos negativos muestran «how extreme the leadership in the Democratic Party is».

Los Demócratas del ala izquierda o «progresista», según la vox populi cubanoamericana, son simpatizantes abiertos o solapados del «régimen castrista». Y para quien lo dude, ahí están las declaraciones que hizo en febrero del 2020 el entonces candidato frontrunner Bernie Sanders elogiando los logros de la Revolución Cubana. Conversando con Anderson Cooper en el programa 60 Minutes, Sanders defendió declaraciones que hiciera en los años ochenta en las que celebró, por ejemplo, la campaña de alfabetización en Cuba a comienzos de los sesenta.

Y ahora, ante las flagrantes violaciones de derechos humanos en Cuba, cuarenta congresistas Demócratas votaron en contra de una resolución que expresa solidaridad con los manifestantes y condena la violencia represiva y los procesos judiciales sumarios, severos y arbitrarios. Para muchos cubanoamericanos la evidencia es irrebatible: esos congresistas «progres» son en realidad simpatizantes del «régimen castrista», izquierdistas nostálgicos tal vez, cuyas visiones románticas de una alternativa al capitalismo salvaje los ciegan a la realidad autoritaria, represiva, violenta, del gobierno cubano.

Sin embargo, la declaración que el congresista Jim McGovern, de Massachussetts, publicó en Twitter para justificar su voto negativo merece nuestra atención por varias razones. Si lo que afirma es una simple coartada de una izquierda nostálgica y cómplice, debe ser posible identificar errores lógicos, ofuscaciones, tergiversaciones y falta de consistencia a la hora de hablar de los derechos humanos. «Expreso mi solidaridad con el pueblo de Cuba y condeno el uso de fuerza excesiva contra manifestantes pacíficos», afirma el congresista, «pero rechazo la falsa elección que presenta H.Res.760 al no reconocer el papel de los E.E.U.U. al contribuir al sufrimiento de los cubanos de a pie».

Como Bernie Sanders en su entrevista en 60 Minutes, McGovern también condena sin ambages la represión, la fuerza excesiva y la falta de libertades civiles. Afirma, sencillamente, que es una hipocresía —«It is hypocritical»— condenar al gobierno cubano sin reconocer el papel de Estados Unidos y las medidas de Trump, hoy adoptadas por Biden, que existen para agudizar la crisis humanitaria y así desestabilizar el régimen. «Si el Congreso y la administración Biden sinceramente pretenden expresar solidaridad con los ciudadanos cubanos, debemos eliminar las crueles sanciones y regulaciones que han ocasionado dolor y daño para los cubanos de a pie, a sus familias, a las pequeñas empresas independientes» (Traducción del autor).

Las afirmaciones del representante McGovern no son novedosas para los que hemos seguido y participado en los debates formales e informales de las últimas décadas sobre la relación entre Cuba y Estados Unidos. Pero en estas afirmaciones tan familiares, insisto, no resulta fácil identificar errores lógicos, tergiversaciones, ofuscaciones.

Es verdad que los congresistas que promovieron con más fervor la resolución 760 se niegan a reconocer que las sanciones de Estados Unidos hacia Cuba, condenadas por casi el mundo entero año tras año, constituyen a su vez una violación de los derechos humanos de los cubanos. Al defender medidas que agudizan la crisis humanitaria, en realidad estos congresistas defienden tácitamente un crimen de lesa humanidad, según el Estatuto de Roma. El Artículo 7, inciso k de ese documento, identifica como crimen de lesa humanidad: «Otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física».

Pero la importancia de la declaración o speech act del representante McGovern en este clave momento histórico —en el que de hecho la gobernabilidad de ambos países está en juego— no consiste en su condena a ambos gobiernos violadores de los derechos humanos de la población civil cubana, pues las respuestas de estos gobiernos, si se dignasen a responder, son predecibles e insuficientes. La lógica oficialista de ambos polos es casi inamovible; pero nuestra propia respuesta no lo es.

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McGovern junto a Fidel Castro.

La importancia de la declaración, propongo, consiste en su manera de aludir, de manera intencional o no, a la fisura ideológica entre los que nos consideramos «de izquierda», sobre todo entre los que vivimos en Estados Unidos y damos por sentado que la política hacia Cuba ha sido de corte neocolonial, los que reconocemos que la evidencia histórica muestra que el objetivo de Estados Unidos, por lo menos desde el año 1960, ha sido el cambio de régimen en Cuba.

Igualmente, a los que creemos que este objetivo se ha colocado siempre por encima del bienestar, la salud, y la vida misma de los cubanos de a pie, que la política estadounidense hacia Cuba y América Latina nunca ha sido impulsada por una preocupación, ni por la democracia, ni por los derechos humanos; sino por intereses económicos y geopolíticos, y que en el caso de Cuba esta política ha tenido como objetivo declarado imponer «hambre y desesperación» en una población civil, como propuso Lester Mallory en un memorándum del 1960 hoy desclasificado, para «provocar el derrocamiento del gobierno».

Para expresarlo de otra manera, la encrucijada ideológica de este momento de crisis política y humanitaria en Cuba, y el rechazo de cuarenta congresistas Demócratas a una resolución aparentemente sencilla y noble, no existe para los polos ideológicos de los oficialismos de Washington y La Habana, pero sí existe la encrucijada para los que nos consideramos «de izquierda» y que aún no hemos logrado desarrollar una lingua franca coherente entre nosotros mismos.

No hemos encontrado una manera consistente de emplear términos como solidaridad, derechos humanos o soberanía como monedas aceptadas por las izquierdas críticas de ambos lados del Estrecho de la Florida, o entre los diferentes grupos que en Estados Unidos nos dirigimos hacia nuestro propio gobierno para denunciar su cruel e ilegal política exterior hacia Cuba. No hallamos una manera de denunciar a nuestro propio gobierno y de solidarizarnos, a la misma vez, con la izquierda crítica cubana que se dirige a su gobierno para también denunciar encarcelamientos por motivos políticos, vigilancia, acoso y traumáticos actos de repudio auspiciados por el régimen.

Queriendo o no, el representante McGovern nos recuerda con su declaración nuestro propio proyecto incompleto, nuestro propio discurso inconsistente, nuestra propia incapacidad de emplear términos claves de modo claro y comprensible. Pero reconocer y conversar abiertamente nuestros límites puede constituir una oportunidad.

Si bien el discurso de izquierdas en Estados Unidos no ha logrado hablar de manera lúcida y consistente del proceso político cubano, ni ha conseguido emplear de manera responsable términos como solidaridad o derechos humanos, urge en este momento volver a intentarlo o, cuando menos, identificar un mínimo vocabulario compartido. Es difícil precisar los contornos de la brecha o la incoherencia que, insisto, aqueja a los que rechazamos tanto el totalitarismo como al neoimperio. Esa brecha se abre por nuestra incapacidad de reconciliar dos críticas meridianamente legítimas, que en realidad, lejos de contradecirse, se complementan.

Es como si ante el Escila y el Caribdis del imperio y el totalitarismo —adoptando aquí la metáfora empleada en un reciente artículo por Alina B. López Hernández— creyéramos que nuestra única opción es elegir el enemigo mayor, el más monstruoso, y dedicar todas nuestras energías a esa batalla.

Hemos aceptado que luchar contra dos monstruos simultáneamente es una locura, un sinsentido, que los que mencionamos siquiera las sanciones o las medidas unilaterales coercitivas de Estados Unidos «le hacemos el juego a la dictadura», y que los que nos atrevemos a aludir la represión y la violencia del régimen cubano «le hacemos el juego al imperio». Pero debemos reconocer que al aceptar la dicotomía, y al elegir un monstruo u otro, terminamos contendiendo entre nosotros, debatiendo cuál de los dos es el verdadero, el más peligroso, el más destructivo. Y esto también es una locura, un sinsentido.

El 15 de noviembre anticipado en la resolución de los congresistas estadounidenses pasó de modo anticlimático. No hubo protestas masivas ni choques violentos. Yunior García se fue a España y los voceros oficialistas, en Washington y La Habana, sacaron las conclusiones predecibles. Para los dogmáticos enfrentados solo existe un monstruo, o Escila o Caribdis, o «la dictadura» o «el imperio», de uno u otro lado del Estrecho.

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Yunior García se fue a España y los voceros oficialistas, en Washington y La Habana, sacaron las conclusiones predecibles. (Foto: EFE)

La marcha cívica fracasó, dicen unos, porque fue un espectáculo teatral montado desde lejos por un neo-imperio que sueña no solo con el colapso del gobierno cubano sino también con la descalificación de cualquier proyecto político o ideológico que debilite el Washington consensus y la hegemonía estadounidense.

Del otro lado se afirma que la marcha cívica no pudo realizarse por la campaña de intimidación, la vigilancia organizada, la posibilidad real de violencia física y la inexistencia de un Estado de Derecho capaz de velar por el debido proceso y los derechos humanos.

A mi juicio, la segunda explicación es la más contundente: no salieron manifestantes el 15 de noviembre por el miedo a la violencia y a la cárcel y por la ausencia de un debido proceso y un Estado de Derecho. A pesar de ello, también debemos reconocer que la oposición en Estados Unidos hizo todo lo posible —y siempre lo hará— por instrumentalizar las insatisfacciones y extremar la crisis política en la Isla por vía de financiamientos, asesoría logística, campañas mediáticas, medidas diseñadas para intensificar el hambre y la desesperación. Y también puede ser que el respaldo y el entusiasmo expresados en Washington y Miami hayan servido para deslegitimar la marcha a los ojos de muchos cubanos.

Por supuesto, el régimen cubano adoptó la mentalidad de plaza sitiada, utilizó los medios que monopoliza y propició la organización de actos o mítines de repudio a los que verbalizaron críticas y demandas legítimas y urgentes. Los que promovieron la resolución H.Res.760, especialmente los cubanoamericanos trumpistas, se sentían decepcionados el 15 de noviembre al no ver la confrontación durante tantos años soñada, desatado el caos y la crisis de gobernabilidad —crisis que con el nuevo dirigente del Partido Republicano también se cierne, por cierto, sobre la república estadounidense.

Para Mario Díaz Balart o María Elvira Salazar, por ejemplo, el hambre y la desesperación y la violencia sufridas por el pueblo cubano e intensificadas por las medidas estadounidenses son el precio mínimo a pagar por el triunfo geopolítico y la restauración de un estado cliente o satélite, con gobierno y economía política que asuman como modelo al gobierno y la economía política de Estados Unidos y que supediten la soberanía cubana a los intereses estadounidenses.

No van a evolucionar ni alterarse el discurso y la estrategia de Mario Díaz Balart y María Elvira Salazar, por un lado; ni los de Miguel Díaz Canel y Bruno Rodríguez, por el otro. Pero el discurso y la estrategia de los que creemos en la existencia de dos monstruos a ambos lados del Estrecho sí puede responder de manera creativa a los últimos sucesos, a la coyuntura histórica; buscar nuevas formas de solidaridad, una lingua franca, coherente, que comprenda los derechos humanos como un todo y no cual menú del que eligen los mandatarios según sus objetivos geopolíticos del día.

¿Es posible para la izquierda en Estados Unidos, entonces, la izquierda democrática y anti-imperialista, dirigirse a su propio gobierno para denunciar la política exterior que también denuncia el mundo entero, solidarizándose a la misma vez con la «nueva izquierda crítica» en Cuba que identifica Samuel Farber, y desmarcándose asimismo de «la derecha plattista y revanchista»?

¿Es posible denunciar una política estadounidense que pretende privar a Cuba de «dinero y suministros, para reducirle sus recursos financieros y los salarios reales, provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno», como recomendaba Lester Mallory, sin «hacerle el juego al régimen» que también cita incansablemente el memorándum de Mallory?

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Lester D. Mallory

Se trata de una faena política de enorme complejidad, pero la declaración del representante McGovern apuesta a que sí. Es posible. Sin embargo, las declaraciones aisladas son insuficientes, así como lo son estos ensayos especulativos, las exploraciones teóricas y los estudios académicos. La comunidad discursiva posible, que comparta una lingua franca y que la emplee de manera consistente, organizada, masiva, no la desarrollamos ni periodistas ni académicos trabajando solitariamente en nuestras respectivas laptops o compartiendo en las redes sociales.

Disputarle a la derecha neo-imperial que agudiza la crisis humanitaria en Cuba el derecho a emplear el término solidaridad, por ejemplo, o disputarle al régimen el derecho a emplear el término soberanía en un país monopolizado por su partido único y en que el disenso se reprime; sí son proyectos discursivos colectivos que requieren plataformas de comunicación, estrategias compartidas, coordinación, tesón.

Tal vez en Estados Unidos WOLA (Washington Office on Latin America) es la organización que mejor articula la posición doblemente crítica contra totalitarismo y neo-imperio. Su declaración del 4 de noviembre criticando la resolución H.Res.760, Condemning Cuba on Repression Doesn´t Mean being oblivious of What´s Wrong with U.S. Policy, representa probablemente la postura más coherente y contundente.

No obstante, crear una lingua franca de izquierdas, un discurso coherente de derechos humanos que se pueda «hablar» de manera inteligible a ambos lados del Estrecho, que se pueda utilizar para speak the truth to power (decirle la verdad al poder) ante un régimen represivo o ante una superpotencia injerencista, ya no es obra de organizaciones oficiales ni de congresistas, sino una tarea colectiva, horizontal, de base o de grassroots.

No es solamente, o siquiera principalmente, una tarea académica o intelectual, sino social, política: utilizar los medios digitales tan bien manipulados por los gobiernos de Washington y La Habana para elaborar estrategias y apoyo mutuo de base, establecer y desarrollar nuevas coaliciones y llegar a crear una lingua franca de izquierdas, democrática, anti-imperialista y anti-estalinista.

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