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La política (cultural) de la verdad (relativa)

No soy un académico ni tengo conocimientos avanzados sobre ciencias sociales. Mi condición esencial es la de un artista visual que intenta tener una visión lo más integral posible del contexto en que se desenvuelve, el cubano.

Mis herramientas para interpretar lo que me rodea y afecta son ante todo estéticas. De cualquier modo, me interesa complementar lo que siento y expreso, sobre todo artísticamente, con hechos verificables. Siempre me resulta interesante leer análisis generados desde posiciones interdisciplinares que combinen la sociología, el pensamiento desde lo económico o lo jurídico. Es la mejor manera que he encontrado para que mi condición de sujeto social no dependa únicamente de lo artístico, que es mi zona de confort. Es la mejor manera que he encontrado de ser un espectador lo menos pasivo posible.

El dosier que ha elaborado la revista Alma Mater —en el que se analizan los sucesos relativos al 11 de julio y la relación que existe entre estos y otras cuestiones— tiene de positivo la pluralidad de enfoques desde el punto de vista profesional. Una de las cuestiones más importantes es que no se regodea en eufemismos y parte de reconocer que hubo un estallido social, que estuvo ligado de manera estrecha a otros sucesos anteriores y condiciones que trascienden lo puramente coyuntural.

Pero también es importante señalar que las opiniones en el dosier recurren en algunos momentos a los mismos vicios analíticos y resortes del lenguaje que desde el discurso oficial terminan por ahogar cualquier discusión sobre Cuba, su sociedad y su cultura. Poner sobre la mesa expresiones como “financiamiento extranjero”, “anexionismo”, “injerencia” o “soberanía” como si fueran diques, dogmas que no necesitan ser ni fundamentados ni sometidos a análisis de ningún tipo, hace que determinadas variables y actores dentro del debate sean desautorizados, desestimados, subestimados y menospreciados de antemano. Lo más contraproducente de este hábito es que una discusión que debería ser más amplia y compleja acaba reducida a cuestiones morales que menoscaban cualquier objetividad posible.

La dialéctica y la objetividad son frustradas en procesos de análisis con este signo, debido a que los temas son sometidos a una escala de valores selectiva y que beneficia y ofrece ventaja a un solo enfoque que es, además, el que coincide con la óptica de quienes están en el poder, o sea, el Partido Comunista de Cuba.

Determinadas cuestiones son demonizadas y, por tanto, proscriben. Se anula el derecho a réplica de esta manera. Sin embargo, asuntos que no pasan por la subjetividad —que constituyen atropellos abiertos y documentados a los derechos más elementales— son relativizados y justificados. Según esta lógica, por ejemplo, desear y compartir ideas que potencien el pluripartidismo es considerado un crimen; pero ejercer la violencia física y simbólica sobre quien piensa de esa manera, no.

Como el campo desde el que puedo hablar con más autoridad es el cultural, me referiré solo a dos cuestiones que creo me permitirán llamar la atención sobre lo que me parece es un problema fundamental, y ese será mi aporte. Una de las cuestiones tiene que ver con parte de lo que han expresado algunos artistas, recogido por Alma Mater, y la otra es algo sobre lo que llamó la atención un colega periodista en el dosier nuestro.

Laura Serguera Lio y Armando Franco Senén publicaron en Alma Mater el 13 de septiembre de 2021 un texto rubricado Desafíos del consenso: Cultura. El trabajo recoge las opiniones sobre lo que denominan “puntos álgidos del panorama artístico cubano a partir de los acontecimientos del 11 de julio”, dadas por el cantautor Silvio Rodríguez, el escritor y guionista Eduardo del Llano, el recién nombrado rector del Instituto Superior del Arte (ISA) José Ernesto Nováez y la diseñadora y escritora Claudia Damiani.

En este texto se puede ver que los creadores e intelectuales coinciden, desde sus particulares puntos de vista, en que los sucesos del 11 de julio son el resultado de conflictos irresueltos de larga data en el panorama sociocultural de la Isla, los cuales guardan a su vez una ineludible relación con cuestiones políticas y con un hecho puntual como es el 27N. No me referiré a las opiniones de todos, pero usaré una de las ideas planteadas para, a partir de ellas, hacer algunos comentarios sobre cuestiones que son tan importantes de tener en cuenta como todo lo que plantean estos cuatro creadores.

Silvio Rodríguez afirma en un momento que “tras el triunfo revolucionario de 1959 han transcurrido seis décadas de independencia política de Estados Unidos” y que debido a la “hostilidad imperial” hemos desarrollado “otra forma de dependencia”. El músico agrega que esto ha traído como consecuencia una “cultura de resistencia” que ha tenido que lidiar con empobrecimiento, estrés social y con la “aparición de generaciones distantes de los hechos liberadores que nos trajeron hasta hoy”.

Ante este planteamiento hay algunas cuestiones que sería importante mirar de la siguiente manera:

Asumir como “independencia política de Estados Unidos” el hecho de que las relaciones diplomáticas y determinadas cuestiones relativas a lo económico han variado entre Cuba y el país vecino después de 1959 puede ser inexacto. El hecho de que desde hace más de 60 años el discurso oficial dedique energía y recursos constantemente a relacionar los problemas de la isla con la posición política que tiene el país más poderoso del mundo apunta más a la dependencia que cualquier otra cosa, y vuelve esa noción de independencia política una abstracción y un posicionamiento simbólico que no está en sintonía con los hechos ni con la práctica.

La referencia a esas “otras formas de dependencia” es, sin embargo, una construcción lingüística que deja poco espacio a lo vago e indeterminado. Es un hecho, desde todos los puntos de vista, la dependencia que tuvo nuestro país, en todos los ámbitos, con la Unión Soviética. Fue y es traumática la relación de dependencia que el Gobierno cubano estableció entre Cuba y la URSS. La implementación de dicha relación de dependencia es tremendamente más traumática, invasiva y lamentable que lo que ha sido la relación del mismo tipo con los Estados Unidos.

Es complejo calcular el modo en que la cultura y la sociedad cubana fueron violentadas y sacadas de varios de sus cursos naturales en nombre de una alianza política entre dos Gobiernos. A Cuba le fue creada una relación de dependencia política, cultural y sobre todo económica con otro imperio. Todos los males nacionales que se intentaron palear con esta nueva alianza fueron, por el contrario, agravados. La dependencia cubana de un imperio pasó a ser de 90 millas (144.8 km) a 9 550 kilómetros cruzando el océano Atlántico.

Hoy por hoy el bloque soviético no existe, y la realidad política, cultural y económica de Cuba se encuentra varada en la intransigencia evolutiva, la resistencia gubernamental a sintonizar al país con un orden de cosas más abocado a lo participativo y ciudadano, y una paranoia dogmática que hace proliferar la sinonimia entre, por ejemplo, descentralización del poder=pérdida de la soberanía nacional. Pareciera que lo que significa soberanía es el derecho indiscutible a que 50 personas a lo sumo decidan desde todo punto de vista el destino de otras 12 millones.

Otro aspecto interesante es cómo Silvio Rodríguez se refiere a las “generaciones distantes de los hechos liberadores que nos trajeron hasta hoy”. Eso, dicho así, podría entenderse como la identificación de un pecado original, como una culpa natural de quien nació en un momento que no le permitió vivir esos “hechos liberadores”. Esto, me parece, es uno de los motivos por los cuales proliferan los vicios analíticos y resortes del lenguaje a los que me refería antes.

La experiencia de la Revolución cubana no puede ser como un decreto, como un fenómeno que, si no es experimentado según una pauta determinada, entonces es ilegítimo y atacable. El único responsable de que, a día de hoy, la Revolución no inspire en las personas lo que inspiró en su momento de esplendor es el Gobierno cubano. El desmoronamiento, la decadencia y la corrupción de lo que un día en Cuba se exhibió con orgullo es resultado de la incapacidad política, de la intransigencia a la hora de tomar decisiones esenciales, del impedimento de participación ciudadana real en la vida nacional.

En Cuba no hubo un estallido social el 11 de julio de 2021 porque hay personas que no vivieron lo que fue la Revolución cubana; en Cuba hubo un estallido social porque la Revolución cubana ya no existe. Las personas lidian con la muerte, la pandemia, el hambre, la escasez de medicamentos y se encuentran en un escenario en que el Estado hace promesas, las incumple, no resuelve los problemas, y estas personas no tienen la posibilidad ni el derecho de participar de una posible solución. De hecho, no tienen siquiera derecho a quejarse de su situación.

El otro asunto que me interesa traer a colación es que el periodista Reinaldo Escobar en su texto “Valdría la pena agregar…” refiere cómo Fidel Alejandro Rodríguez, en el dosier de Alma Mater, afirma que “se ha normalizado el financiamiento externo de iniciativas que construyan un discurso antigubernamental”. Escobar a su vez dice que “valdría la pena añadir que mucho antes en Cuba se “normalizó” el desempoderamiento económico de los ciudadanos”, algo que “les impide sostener un espacio para el discurso antigubernamental”. El periodista agrega que aquellos “que no han conseguido financiar sus proyectos de difusión de opinión e información de manera independiente, sean o no antigubernamentales, se han visto en el dilema de renunciar a sus propósitos o buscar “allá afuera” los recursos”.

Este es un punto de partida interesante para abordar el asunto de la subvención cultural en Cuba.

Hace unos años, el fondo para la subvención de la cultura de la Embajada de Noruega en Cuba constituía una especie de espacio de fe para los artistas. Los creadores tenían la posibilidad de presentar un proyecto creativo bien fundamentado y la entidad diplomática decidía si apoyarlo o no con un monto de dinero que, en un contexto como el cubano, es difícil de conseguir; sobre todo para un artista que no tenga acceso a algún mercado. 

Hoy, por alguna razón, el proceso para aspirar a esa subvención de la Embajada es mucho más burocrático y noto que entusiasma menos a los artistas; pero hace unos años las posibilidades eran bastante amplias para un sector del arte que se encontrara bien conectado y relacionado con instituciones, galerías, equipos de producción, etcétera.

Recuerdo que algunos colegas artistas visuales se quejaban entonces, algunas veces, de que la galería estatal o el espacio institucional en que iban a exponer les prohibía, por ejemplo, estampar el logotipo de la Embajada de Noruega en el catálogo o plegable que iban a producir con parte del dinero que gestionaron con la entidad diplomática. Eso ponía a los artistas ante un conflicto, pues uno de los deberes que tenían por haber recibido el apoyo de la Embajada era el de usar el logotipo de la institución en todos los materiales promocionales que se produjeran para su evento. La contraparte es que ese mismo logotipo sí aparecía, junto a otros más, en los carteles y materiales promocionales de eventos organizados por las instituciones estatales cubanas, como festivales. O sea, el uso del logotipo se autorizaba de modo selectivo.

Un evento como este me ha hecho, por mucho tiempo, hacerme preguntas sobre el financiamiento de los eventos culturales y el financiamiento en general de cualquier proyecto sea de la naturaleza que sea:

¿Por qué es acusado de mercenario y reprimido por la policía política un medio de difusión no estatal a raíz de gestionar una subvención de la NED y, en contraposición, el líder de un proyecto como “Puentes de Amor” es recibido y alabado por la presidencia de Cuba cuando “Puentes de Amor” es una organización “sin fines de lucro” amparada por la ley norteamericana y dicha condición le permite a la entidad aspirar a subvenciones, estatales o no, de ese territorio?

¿Por qué el Estado criminaliza a un artista por gestionar subvención de alguna embajada satanizada (como la polaca, por ejemplo, o la misma norteamericana) y el Cenesex, institución liderada por Mariela Castro (hija de quien hasta hace muy poco era presidente de Cuba y figura cimera del Partido Comunista) se beneficia con una subvención astronómica proveniente de la Fundación Ford sin que ello tenga ninguna repercusión?

¿Qué mecanismo permite a la Fundación Ludwig de Cuba tener relaciones financieras, gestionar becas en Estados Unidos y otros lugares del mundo, sin que ello tenga ninguna consecuencia penal para la institución y su directiva?

¿En qué se basa el carácter discrecional de la demonización y represión ante el modo de financiarse de algunos proyectos?

Las respuestas pueden ser muchas y tienen la dificultad de que todas implican transitar caminos en que hay muy pocas confirmaciones y transparencias. Pero algo es seguro:

Una política cultural (una política en general) que se basa en el juego conveniente con determinados imperativos morales —los mismos imperativos que en ocasiones son desaparecidos a conveniencia y borrados de la historia como si nunca hubieran existido— es una política que acaba por fallar. La razón es que no se trata realmente de una política, se trata de un sistema intimidatorio de control; y esos sistemas acaban con la cultura, con las relaciones y con las posibilidades de adaptación y supervivencia.               

** Este texto forma parte del dosier Desafiando el “consenso””.     

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