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Tótems y tabúes: lxs cubanxs y el cine para adultos (I)

Dicen que la estrella porno Nacho Vidal grabó en La Habana fragmentos de una película (o varias) que se posprodujo en Barcelona. Abundan los mitos de esa índole (viajar o no a La Habana, estar o no en La Habana) sobre Vidal, Rocco Siffredi y Manuel Ferrara, tres iconos masculinos de la industria pornográfica latina. Pero unos meses después de escuchar aquellas habladurías pude ver un fragmento de una película en la que Nacho Vidal se enfrenta a dos hijas irrefutables de La Habana. 

Luego de comprobar que no había otros indicios, excepto en el habla, de que el trepidante encuentro sexual transcurría en esta Ciudad Maravilla, me detuve a analizar los detalles del entorno (la dirección de arte, por así decir) y llegué a la conclusión de que, en efecto, había un montón de posibilidades de que la película transcurriera en un apartamento habanero “moderno” (“capitalista”, como se dice en la jerga de la compraventa de inmuebles en Cuba cuando se alude, por ejemplo, a un apartamento construido entre 1940 y 1958).

Hoy día el porno se hace dúctil y maleable porque la gente ya no se traga que todo lo que el porno enseña sea real, más allá de su acusada vocación realista. Sin embargo, el porno sigue siendo un horizonte, una meta íntima, y consigue vender la rentabilidad del coito (los maravillosos detalles de sus magias y sorpresas) como el destino mítico del sexo, como una utopía perfectamente realizable, por así decir, donde quien mira y ve dice para sí: “Yo quisiera que me pasara eso mismo”. Lo mejor de todo es que, si bien es cierto que uno aprende mucho del porno, más se aprende (a lo largo no solo de la juventud, sino de toda la vida) de las mujeres que ven porno y dicen, a continuación, tres o cuatro verdades inexpugnables que son enormes secretos a voces.

He ahí una industria todopoderosa, pero frágil, rodeada de decenas de miles de memes suplementarios (no hace mucho vi uno muy gráfico que decía: “Cómo hacerte amigo de un clítoris”).

Supongo que la desacralización y la desmitificación de la pornografía tienen su mejor ámbito en el feminismo teórico, el activismo feminista y las llamadas “nuevas masculinidades”, y siempre disfruto recordar a Sharon Stone (otra leyenda, fabricada desde la cultura patriarcal, y que tiene filo, contrafilo y punta) en una entrevista cuando dijo más o menos: “Si tienes una vagina y un punto de vista, la combinación es mortífera”. 

El realismo del porno es su búsqueda incesante y la fabricación minuciosa de la naturalidad. Uno se traga esa píldora, pero… Lo otro es la mirada ginecológica, los close-ups de las pingas de campeonato (pingas reales pero a la vez irreales), los orgasmos iridiscentes, las penetraciones multitudinarias, el sexo anal, el sexo lésbico (encuadrado y fabricado bajo la mirada masculina y masculinizante) y otros apartados más “selectivos”, más de gourmets, en los que hay mujeres trans, hombres trans y una mecánica de intercambios (con y sin juguetes sexuales, por ejemplo) que ponen de relieve “actitudes” propias de la cultura sexual patriarcal.

Los mitos y los tabúes implantados desde la pornografía en el sexo real, cotidiano, topan, entre cubanos, cubanas y cubanes o cubanxs, con la barrera de un no apegarse a la credulidad ni a las normativas ni a las prescripciones de ese gigantesco facultativo que es el cine porno internacional. Y aun así, debido al machismo y otras plagas, esos mitos y tabúes dejan un efecto nocivo, “des-clarificador” y que encadena y aprisiona, incluso inconscientemente, a los sujetos sexuales. Más allá del saber antropológico y de las costumbres, esos mitos y tabúes devienen cosmopolitas.

Es normal en Cuba el uso de celulares para registrar eventos sexuales, desde los muy íntimos y que no trascienden (aunque después uno ve esos videos tan breves en carpetas que puede llamarse “Cubanitas” o “Cuba” o “Cubanos y cubanas” o, en específico, “La rubia de Buena Vista” o “Adela de Lawton” o “La mulatona de Micro 10”), hasta películas amorfas hechas bajo la pretensión de hacer no cine “porno”, sino un “registro privado” que alcanza a pasar de mano en mano, en infinitas copias, como un software libre no modificable. La diferencia está, básicamente, en el metraje. Aquellas duran no más de tres o cuatro minutos. Estas pueden llegar a los 20 o 25. 

Así hechas, tales incursiones se convierten a la larga en una triste catalogación que casi podría juzgarse una extravagante e indeliberada prehistoria (en el apartado de “trabajo sexual”) de OnlyFans, solo que esa multitud de “registros” no genera ingresos ni se deja ver en una plataforma. Sé que estoy exagerando, pero con el propósito de trazar un paralelo irregular. Aludo a videos que se cuentan por miles y que se dispersan espontáneamente, como esporas, en teléfonos y ordenadores. Videos para ver y tirar. Ver (masturbarse) y borrar. En la mayoría de sus protagonistas hay (y no sé cómo calificar esto, si es calificable y si importa hacerlo) enormes dosis de orgullo estacional, bastante transitorio, anclado entre la diversión pasajera y el empeño de convertir esas grabaciones en una marca social temporal, en un crédito auto-adjudicable dentro de un entorno en el que prácticamente todo es crítico, efímero y ligero.    

De antemano, el juego de la discreción es solo eso: un juego. E insisto en que esas grabaciones no permiten hablar de una pornografía cubana. La inmensa mayoría de las veces existe demasiada improvisación técnica, si es que puede hablarse de técnica, que no lo creo, o, en algunos casos, una casi pueril y candorosa “actitud profesional”: tú te pones así, yo me pongo así, tú haces esto y yo aquello, etcétera, etcétera. De cien videos de esos hay uno o dos que se interesan en la iluminación y/o el encuadre. 

¿Qué huella deja (y cómo es) el influjo del acto de ver todo eso? ¿De dónde sale esa necesidad de registrar así, en tales condiciones, la “acrobacia” del sexo, o la primera vez del sexo anal, la masturbación (especialmente femenina y destinada por lo general a un amante ausente), la primera vez en un trío, la primera vez de una felación, el desenlace sexual de una reunión de amigos y otros lances de excepción como la visita a un cuarto alquilado por tres horas? ¿Se trata del impulso de ofrecer evidencias, o de complacerse en la retrovisión, en el yo del espejo, en momentos que quieren ser fijados por la memoria visual gracias a las excelencias técnicas de un iPhone o un Xiaomi Redmi Note?

Por un lado se crea una especie de “acumulado nacional” que, insisto, nunca llega a ser pornografía. Por otro lado están los efectos psicoestéticos y directamente somáticos: el lado formativo y el lado deformativo del acto de ver pornografía. Porque en Cuba, sospecho, se ve mucha pornografía, más allá de la posibilidad de visitar algunos canales de Telegram en los cuales abunda y se renueva minuto a minuto.

La industria pornográfica internacional no creo que sojuzgue ni mande en el imaginario sexual de lxs cubanxs, ni dicta las preferencias, ni organiza las fantasías, pero sí se ha constituido, como en otras regiones del mundo, en una pauta irresistible. 

Habría que tener en cuenta, además, que hay pornografías y pornografías: la que se hace en Praga no es igual a la que se hace en Tokio, que tampoco se parece a la estadounidense, la brasileña, la española o la francesa. Lo único que las unifica es ese encuadre persistentemente patriarcal en el que las mujeres parece que son muy libres y llevan las riendas de todo, aunque en el trasfondo acaben atadas a un banco de ideas en el que la creatividad es masculina, blanca y heterocéntrica.

Continuará…

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