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Antinomias y conflicto en la situación política cubana (I)

La Marcha por el Cambio y sus sube-y-bajas han vuelto más visible el espectro de las ideas en la sociedad cubana actual. Este refleja una conciencia cívica del sentido común, con franjas y matices que ya estaban ahí. Como es típico en otros muchos sitios, el sentido común cubano personaliza y sentimentaliza los fenómenos políticos, se alinea frente a ellos, calificándolos o descalificándolos, aprobándolos o no, poniéndoles etiquetas, aunque no necesariamente entendiéndolos.

En las franjas de ese espectro se advierten antinomias que marcan la situación política cubana. Al referirme a ellas solo busco ilustrar las complejidades de nuestro consenso, sin pretender retratar aquí «lo que piensa la mayoría,» para lo que haría falta una investigación.

Ese sentido común conoce el peso del bloqueo en la vida nacional; y sabe que EEUU ha apoyado siempre a la oposición. Pero estas certezas tienden a difuminarse, especialmente por su recurso constante en los discursos oficiales como claves para casi todo.

También el sentido común respalda la ley y el orden como imprescindibles. Pero la propia cultura cívica fomentada por el socialismo le hace percibir la violencia, incluso contra los que infringen la ley, como abuso de poder.

Aun cuando ha desaprobado históricamente los métodos de esa oposición y sus objetivos últimos, no necesariamente considera falso todo lo que esta dice ni discrepa de todo lo que propone.

Incluso compartiendo principios y objetivos últimos del socialismo, disiente de algunos métodos y razones con que el Estado fundamenta sus políticas.

Sabe que la seguridad es un interés nacional fundamental. Pero cuando esa noción se invoca para lidiar con problemas eminentemente políticos, duda de su eficacia.

Estas antinomias no son ninguna novedad. Algunos observadores las han registrado, además de otras. Pero muchas veces solo se posicionan ante ellas, y dejan intactos los problemas de fondo que distinguen la actual situación política. Su crítica se queda entonces dentro de la caja del mismo sentido común, especialmente cuando se limita a opinar y aconsejar al gobierno o a la oposición «qué debería hacer.»

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Un análisis que vaya más allá de ese rol opinático y consejero tendría que analizar fríamente las implicaciones de las políticas actuales y  alternativas, sin despegarse del contexto específico de esos problemas, aquí y ahora. Hacerlo contribuiría a ganar claridad, y  quizás a fomentar una conciencia cívica del buen sentido, como diría Antonio Gramsci.

Lo que sigue intenta esbozar un mapa de esa situación política, con la única intención de facilitar el análisis y propiciar el debate. En esta pequeña serie me detendré en tres vértices de un triángulo; en su interacción, pero también en su dinámica propia: la oposición, el factor EEUU y la política del gobierno cubano.

A propósito de una manifestación

La oposición

Las principales debilidades estructurales de la oposición, a lo largo del tiempo, han sido tres: las divisiones entre grupos; la ausencia de líderes con experiencia y capacidad política; la convergencia con la hostilidad de EEUU.

Las organizaciones armadas de los años 60, sobre todo la disidencia anticomunista dentro de las que se opusieron a la dictadura, incluida la Juventud Católica, abarcaban a decenas de miles de militantes activos, dispuestos a seguirlas y a enfrentar los costos de la lucha. No es el caso de las actuales. Aunque su resonancia en las redes digitales y los medios de difusión contribuya a sobredimensionarlas, la capacidad de este liderazgo para movilizar miembros activos y para conducir políticas coherentes es mucho menos eficaz. 

A diferencia de la oposición en otras latitudes, este liderazgo no ha ejercido cargos de representación en organizaciones más amplias, ni en funciones de gobierno, que lo doten de una noción real sobre los problemas políticos y el ejercicio del poder. Aquellos opositores que fueron cuadros del Estado, las organizaciones del sistema, los órganos de la Seguridad, o el aparato del Partido no sobresalen en el liderazgo, y aun menos en la oposición de última generación. 

Aparte de los oportunistas y aventureros que ejercen la disidencia como un modo de vida, la mayoría de sus dirigentes con un nivel intelectual y una real conciencia política son académicos, periodistas, artistas, escritores, incluso ex-profesores de marxismo, que un día decidieron declararse activistas de la causa antigobierno. Estos y estas son animales políticos de libros, que para aprender a combatir el sistema hacen seminarios de 100 horas sobre las obras de Hanna Arendt, y cosas por el estilo. Por lo general, los intelectuales orgánicos de la oposición, que se representan al «Estado-Partido» como un bloque, no entienden mucho la dinámica política, ni creen que valga a pena perder tiempo buscando diálogo o negociación.

Al enarbolar como banderas de lucha la impopularidad y la condición represiva esenciales del sistema, la mayoría de ese liderazgo se convence a sí mismo de la ineptitud del Estado para regenerar consenso con los recursos a su alcance. No advierten que, además de los medios de fuerza para enfrentar la subversión, ese Estado dispone de un capital político más allá de la ideología, de mecanismos esencialmente políticos para neutralizar sus maniobras, incluso si son más creativas y sofisticadas, como ahora.

Ha sido un error estratégico básico de la oposición no entender que el uso de la fuerza, en cualquier grado y modalidad (incluida la «no violenta»), ha disparado la alarma de la seguridad nacional, con efectos contraproducentes para sus fines de resquebrajar el consenso y legitimarse como opción viable.

Aprovechar una situación económica incierta y de desgaste del consenso para pulsear con el gobierno, intentar sacarle concesiones, y capitalizarlas para aumentar sus filas, no solo incide en la polarización política. Ese pulseo también contradice en sus propios términos la convocatoria al diálogo, la reconciliación, la unidad nacional, la búsqueda de la paz, etc., pero sobre todo echa gasolina a una situación volátil. En esa particular circunstancia, es mucho menos probable que el gobierno reaccione con los mismos reflejos de diálogo y conciliación que ante otras demandas sociales, e incluso políticas.

Como se sabe, una situación de inestabilidad y sus consecuencias serían más amenazantes que ninguna crisis económica, no solo para el sistema, sino para la sociedad y el interés nacional, más allá de diferencias ideológicas.

Por otra parte, aun si no se está bordeando una crisis política que amenace realmente el control del poder, la impresión de que la situación que se le va de las manos ya es bastante riesgosa. En efecto, la mera percepción de que la oposición le arranca concesiones bajo presión puede interpretarse como ineptitud para lidiar con la crisis en curso. No es posible soslayar que se trata de diálogo con una oposición que, bajo las banderas de la paz y el entendimiento, reclama un pluralismo con los sectores más alejados del diálogo, los del exilio duro y sus patrocinadores por excelencia.

La evolución de la situación cubana en los últimos años hace pensar que la bandera de la reconciliación es una idea bonita, pero que llevada al extremo resulta el sueño de la razón voluntarista. Convocar a un diálogo nacional ilimitado resulta ser, en el mejor caso, un proyecto utópico. Una república viable y sostenible basada en la convivencia de viejos y nuevos opositores con comunistas veteranos y nueva izquierda, militantes de la juventud anticomunista y del socialismo posible, los norteamericanos Díaz-Balart y Marco Rubio y los diputados a la Asamblea Nacional, los votantes de Coral Gables y los de Mantilla, resulta improbable, no importa cuántas frases de Martí se pronuncien para invocarla.

Finalmente, con ese interlocutor de siete cabezas, no se cumple un requisito clave de la negociación: la confianza en lo que hará el otro.

La cultura política de esta oposición se ilustra en lo que entiende por derechos humanos. Axiomas como que la genuina libertad de expresión es a la americana, que la manifestación de calle es la quintaesencia de la participación política, que irse a plebiscito es la forma plena de la democracia, que la única autonomía del poder judicial es la que corresponde a  «la separación de poderes,»  que democracia equivale a sistema de partidos como los imperantes en el Hemisferio Occidental, que libertad política conlleva registro de todo tipo de organizaciones sin importar su ideología, o que una libertad artística sin riberas es la medida de la cultura cívica de una sociedad, la retratan.  

Entre los disidentes que he conocido (algunos de muy cerca), los hay que se hartaron de las liturgias del socialismo real, sufrieron el efecto de políticas sectarias o extremistas, perdieron la fe cuando se derrumbó el Muro, y se fueron al insilio o al exilio, o nunca llegaron a identificarse con un sistema como el vivido desde el Período especial, ni se sintieron motivados por la retórica que satura la prensa y la televisión cubanas. Ya no les interesó cambiar las cosas, y decidieron colgar los guantes; o nunca lo intentaron. También los hay con méritos para figurar en una historia universal del oportunismo.

¿Podría signficar algo diferente el caso de Yunior García dentro del liderazgo de esos grupos? ¿Cómo se explica que, en apenas unos meses, transitara de disensor a disidente? ¿Es que haber mantenido un diálogo dentro del sistema le confirió una mayor legitimidad a su marcha cívica? ¿No provenir de la oposición organizada le otorgó una mayor credibilidad? ¿Qué revelan los zigzagueos del proyecto y su desenlace?

Examinar esa política rebasa este breve espacio. Así como entender el factor EEUU en este cuadro. ¿Responden sus políticas hacia Cuba a su compromiso con los opositores? ¿A la promesa hecha a los «luchadores por la libertad,» desde 1960 hasta 2021? ¿Es que la brújula de los órganos de la seguridad nacional que han conducido siempre la relación con Cuba está clavada por el imán de Miami? ¿Qué misterio explicaría que en la política hacia Cuba, una cola así pudiera mover a un perro como ese?

Finalmente, ¿es que la política cubana hacia EEUU, y su disposición a retomar la normalización, puede depender ahora de su percepción de amenaza respecto a esta oposición y sus aliados? ¿Qué otras lecciones y experiencias se derivan para esa política?

Diría que esta carga de problemas ya es mucho para un primer round.

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