José María Vitier cumplió con La Habana. El estreno mundial de Habana concerto, en el teatro Martí, más que saldar una deuda con la urbe y sus habitantes en vísperas del aniversario 502 de su fundación, o de evocar el legado de Eusebio Leal, el más leal de los habaneros, dejó tras de sí la huella penetrante de un compositor que entra en la tercera década del siglo con el sonido de la ciudad en su memoria y en permanente renovación.
En realidad, Habana concerto consta de tres conciertos para instrumento solista (flauta, violín, piano) y orquesta, además de un epílogo en el cual los tres protagonistas se juntan. Cada una de las obras se recorta sobre la estructura de una forma que comenzó a cristalizar en el siglo XVIII europeo, aunque el creador cubano bordea la progresión rápido-lento-rápido de los tres movimientos en tanto lo que más le interesa es el reflejo de sucesivas identidades y estados de ánimo.
Como denominador común emerge la naturaleza barroca del discurso, un barroquismo nuestroamericano e insular, a distancia de la urdimbre veneciana y con las piedras y los aires de la ciudad de las columnas, desde la era fundacional a las apropiaciones jazzística y rockeras de tiempos recientes.
Acerca de esa cualidad, la musicóloga Miriam Escudero destacó cómo la obra «articula en el tiempo los paradigmas estéticos de la música y la literatura cubana cual Ortiz, Carpentier, Lezama y Leal, barrocos por naturaleza, polifónicos y polirrítmicos, en una constante búsqueda de la polisemia, de explicarnos a través de las metáforas ese acertijo infinito, esa manera peculiar que hemos desarrollado para mantener viva una identidad irracional que es condición del alma».
El concierto para flauta, Pórtico, es justamente la antesala del festín, en tanto presenta la matriz estética de lo que irá aconteciendo. Ya desde entonces se divisa el encuentro, ya sea confluente, ya sea contrastante, entre las tradiciones en juego –occidental, africana– y su eclosión en la sensibilidad actualizada del compositor. La música se aligera y arremolina, según transcurre, justo como un portal escoltado por columnas de alto porte.
Mediopunto, el concierto para violín y orquesta, redimensiona el papel del instrumento en la saga musical cubana –cómo no pensar en White, Brindis de Salas, Díaz Albertini; de lo que poseía plena conciencia Cintio Vitier, violinista que llevó la música a la escritura lírica– y lo hace cantar, sobre todo en el segundo movimiento, con entrañable nocturnidad.
El piano corona la trayectoria con el tercer concierto, Vitral, intensa fusión de lo predicado hasta el momento, y en cierta medida, la experiencia de José María en la concepción de su poética sonora con el teclado en el epicentro.
Entre la partitura y el oyente, median los intérpretes, en este caso inmejorables, no solo por sus probadas cualidades –quién duda de la maestría de la flautista Niurka González y del pianista Macos Madrigal, o de la agradable sorpresa que resultó la rotunda demostración del joven Javier Cantillo, al sacarle brillo a un instrumento que perteneció nada menos que a Cintio– sino por el entendimiento con el material provisto por José María.
La velada contó con el soporte de la Orquesta del Lyceum Mozartiano de La Habana, que en manos de José Antonio Méndez Padrón despliega admirable oficio y consistente fidelidad en cada entrega.
El concierto que La Habana merecía –celebración de la esperanza y el sueño colectivo de lo posible– se completó con las imágenes de Silvia Rodríguez Rivero, nacidas en paralelo a la partitura, enmarcadas en la escenografía de Alejandro Ferro y animadas por Aaron R. Moreno y Milton Raggi.