Mi abuelo fue el maestro, el conserje y el director de mi primera escuela. A contrapelo de, no sé cuántas teorías “científicas”, me enseñó a leer y a escribir en casa cuando tenía cinco años.
¡Adelantado! – dijeron, pero aquel guajiro tozudo que apenas alcanzó el cuarto grado, dijo:
_ “El conocimiento no ocupa espacio”.
Vivíamos en medio de los montes de Santana, y cuando llegó el momento me envió al pueblo porque, según él, necesitaba civilizarme. Así me vi en el patio del centro escolar entre abrumadora cantidad de estudiantes, y me avergoncé por no saber qué hacer.
Para colmo de males fui el primero en la fila y conduje a mis compañeros al closet del conserje que confundí con la puerta del aula.
Me senté con Rabijo, mulatico flaco que era una fiera para las matemáticas y malo para la lectura y la caligrafía. Durante todo el primer grado mi amigo, también apodado, Mamelo, llevó en el bolsillo de la camisa dos cariocas azucaradas para compartirlas conmigo.
La maestra de primero se llamaba, Josefina. Siempre en blusa de flores y pantalón vaquero; un pañuelo fino en la cabeza y rostro maquillado en el que resaltaban unos ojos verdes que imponían respeto.
Cuando llegó el momento de leer comenzaron mis dificultades.
_ ¿La eme con la aaá?
Y yo respondía:
_ Mamá.
_ ¿La pe con la aaá?
Y respondía:
_ Papá.
Supieron entonces del “terrible” pecado que cometió mi abuelo. Murmullos, desaprobación, junta de psicólogos y Josefina zanjó la cuestión como haría cualquier profe en la actualidad.
_ Sabe leer, escribir, sumar y restar, ¡Y se acabó!
Así me convertí en su ayudante, y enseñé al Rabijo a pronunciar con corrección, y a enderezar el trazo en aquellas hojas llenas de borrones que le valieron más de un cocotazo…
Volvemos a la escuela
Este lunes quince de noviembre, los peques se van a la escuela. Unos retoman el preescolar que interrumpió la pandemia; y otros el primero, que es como comenzar de cero, después de tantos meses en aislamiento. Las emociones difícilmente contenidas saldrán al galope por los intersticios de la alegría, porque los niños se sobreponen a las circunstancias mejor que los adultos. ¡Cualquier momento es bueno para recomenzar!
Olvidé hablarles de lo dichoso que fui en mi época de escolar. Sin imaginarlo era parte de una infancia feliz, que no tuvo necesidad de labrar la tierra, limpiar zapatos o mendigar una comida decente en la puerta trasera de un restaurante.
Con mi short rojo, mi camisa blanca, mi pañoleta azul y mi jolongo de corduroy, repleto de libros, era el chico más feliz del universo. Iba y venía de la escuela sin necesidad de compañía, dibujaba en la biblioteca municipal, jugaba a las bolas y jamás me preocupé por cosas que no fueran el forro de las libretas, la punta del lápiz o la goma de olor que valía veinticinco centavos.
Cierto, tenía un único par de zapatos con hebillitas que limpiaba con esmero en el sillón del negro Salgado. Por merendero llevaba una jabita hecha a mano por mi madre y mi pomo era una cantimplora militar. Pero mi libertad solo era comparable con la del potro que me esperaba cada viernes, detrás de la bodega de, El Roble, al que sin falta daba la carioca de rigor para que fuera bueno conmigo…
Volviendo al 15 de noviembre, para el que meteorología pronostica temperaturas agradables y cielos despejados, no habrá más felicidad en esta isla que la muchachería de camino a la escuela, maestros “calibrando los motores” después de haber sido mensajeros, enfermeros y cuanto fue necesario para luchar contra la enfermedad, y padres tranquilos porque dejan a sus retoños en el pupitre donde ellos mismos estudiaron, sin armas ni drogas, precursoras de noticias terribles que afortunadamente, no son parte de este país.
También será un motivo de celebración, porque inicia la jornada del educador, que dura muchos días hasta diciembre y encierra homenajes a maestras como Josefina, o a maestros como Julio y Gregorio, que ya no estarán más entre nosotros porque la maldita pandemia se los llevó. Sus vidas ejemplares seguirán inspirando.
Entre tantos recuerdos y el presente, me repito, como millones de cubanas y cubanos que, nada, absolutamente nada perturbará la paz de nuestras calles, ni opacará el zumbido de una escuela repleta de niños.
Son conceptos sagrados de la libertad y los defenderemos con uñas y dientes si fuese necesario. El quince de noviembre, todos a la escuela.