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Viaje al centro de la periferia

Después de llegar a la última parada de la ruta 174 en Lawton, tomas otro transporte hacia el Caballo blanco y te quedas en una zona intermedia entre ambos puntos, atraviesas un tranquilo barrio a la derecha y luego un descampado o zona rural en dirección a Portocarrero, en la periferia de Arroyo Naranjo. Antes de llegar a este, doblas otra vez a la derecha e irás descubriendo, poco a poco, un caserío fuera de los mapas urbanos.

Una comunidad desconocida

Tras él nace el barrio haitiano, por llamar de algún modo al lugar donde se asientan cerca de veinte casitas informes, construidas con tablillas, cartones y otros detritus de la ciudad. Allí encontrarás un mundo desconocido para cualquier habanero. Mayoritariamente de personas negras, muy oscuras: son segunda o tercera generación de descendientes haitianos, provenientes del centro y el oriente del país, que conservan rasgos culturales de ese universo aún callado en la cultura nacional, marginalizado por cuestiones raciales, religiosas, clasistas y regionalistas: has llegado a la tierra de Balenyó.[i]

Es un barrio o asentamiento sin nombre que mi amiga Anisia y yo llamamos El Cuncuní. Allí visitamos a su nieta, de quien unos meses después festejaríamos el tercer cumpleaños, que era cuidada por una familia oriental, con extensiones en El Canal del Cerro y en Cayo Hueso. Una gran familia cuyos lazos, más que consanguíneos, se atan por la convivencia solidaria que genera la pobreza y la trashumancia. Eso define cierto tipo de migración interna en Cuba; aquella de origen rural a la cual no deslumbran los barrios del centro.

Esta comunidad se distingue por sus costumbres haitiano-descendientes: los adultos hablan creole; se consumen programas de televisión haitiana (cómicos, musicales y religiosos); exhiben en sus paredes tres elementos singulares: una bandera de aquel país, un retrato de Toussain Louverture y un altar de los dioses o loas del vodú. Estos símbolos marcan su vida, así como las flores, plantas medicinales y vegetales más usados para su alimentación y rituales; de ahí que prefieran el margen rural, lejos de la velocidad y normas citadinas.

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Conservan recetas de la cocina y la farmacopea tradicional.

Conservan recetas de la cocina y la farmacopea tradicional. Las jerarquías son marcadas por su religión y el nivel de relaciones de algunos miembros con el mundo exterior, pues son reacios a asimilar personas ajenas a sus costumbres y condición socio-económica, vieja «maña» de haitianos en Cuba.

Un viaje desde la céntrica periferia de Cayo Hueso hasta la periferia de Arroyo Naranjo, desajusta las brújulas sociológicas que piensan la dinámica de una ciudad marcada en las últimas décadas por dos fuerzas encontradas: una, la del turismo y el abroquelamiento de construcciones de acero y cristal que exhiben los nuevos hoteles; la otra, soldada con cabillas de hierro, inunda de rejas la ciudad y crea la sensación de encierro y temor, anuncio de cierta criminalidad, desbordada más en la mente de los nuevos ricos que en la realidad. Nada de eso es necesario en barrios periféricos o empobrecidos, excepto cuando en ellos se reproducen la mentalidad y temores de los nuevos ricos.

En la periferia se marcan nuevas fronteras entre la necesidad de los recién llegados y la porosa permisibilidad de las autoridades. Es un pacto silente que, de romperse, trae a la policía con aparatosos carromatos que destruyen las endebles casitas y expulsan a sus habitantes. No queda otro remedio que esperar unos días y… volver a empezar: levantar por segunda, o tercera vez, la nueva barriada. En los últimos años se logró un diálogo de los recién llegados con las autoridades, y se han limado asperezas mediante leyes desconocidas por su escasa divulgación, el acompañamiento de abogados voluntarios o activistas, más la ayuda de Catastro y Planificación Física del municipio.

Las tácticas y estrategias, variadas y persistentes, eran asesoradas por vecinos de otras comunidades haitiano-descendientes ubicadas alrededor de Guanabacoa, San Miguel del Padrón y el Cotorro; sus experiencias como ex migrantes, primero tolerados y luego legalizados, fueron muy útiles. Por ejemplo: llevar los niños a la escuela más cercana, pagar la cotización de los CDR y la FMC, participar en elecciones o inscribirse en la libreta de abastecimiento de algún vecino establecido, entre otras muchas que derivan del estatus laboral o familiar del migrante, incluso de su situación de salud.

Existe una franja haitiano-descendiente que rodea la capital cubana, a la cual denomino Habana Vodú, que más allá de lo religioso, integra una visión social de doble identidad nacional y afrocaribeña, poco estudiada aún. Poseen expresiones gastronómicas —con el boniato y el maní elaboran delicias ajenas al paladar occidental y podrían convertirse en atractivos emprendimientos—, agrupaciones musicales y danzarias, relaciones con el país de origen de sus padres, más la práctica y enseñanza del creole en la ciudad, donde se realizan foros internacionales sobre esta lengua.

Esa franja vodú crece silenciosamente en la periferia de la capital, a través de redes de solidaridad y autogestión, al margen de normativas político-administrativas que restringen cualquier posibilidad de desarrollo para los migrantes. Aun así, estos desarrollan habilidades y resistencias que forman parte de una agencia cultural, asistida por micropolíticas identitarias que les permiten hacerse de un espacio físico y cultural propio.

Sus agrupaciones artísticas, movimientos de migración hacia Haití y eventos culturales, son apoyados por la Asociación Caribeña de Cuba, cuyo grupo haitiano suele ser muy activo; aunque nuestra mirada siga negando lazos vivos con el Caribe que somos; pero ese es otro asunto. Aquí trato de visibilizar un tipo de migración que se piensa en términos de comunidad, identidad y resistencia ante el prejuicio clasista, la discriminación racial y la pobreza del Oriente de la cual creen haber escapado.

Ellos encontraron una de las claves más importantes para incluirse: la participación, que exigieron amable y vergonzosamente, casi como un favor, y no se les pudo negar. Conste que es la mínima participación, lo que podría llamarse participación formal, esa que otras personas hacen de modo hipócrita, pero que les resultó una tabla de salvación.

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Fermín en su casa.

No hicieron críticas ni demandas, es decir, no solicitaron participación política; con ello derribaron la rutina y el autoritarismo de funcionarios prejuiciados, que antes les negaban o sugerían inscribirse en direcciones ajenas, lo que no resolvía su problema, pues cuando llegaban a desalojarlos, ni eso los salvaba de una multa. Por otro lado, ninguna renta asimila familias enteras, mucho menos con niños; las familias pobres y negras son rechazadas, aunque tampoco tienen con qué pagar tal lujo.

La participación política es un ejercicio difícil para los migrantes: la autoestima política se menoscaba con la suma de ilegalidades que aseguran la sobrevivencia. Ceden su capacidad crítica a cambio de una conformidad que los mantiene en una zona de silencio donde no pueden, (no deben), exigir sus derechos más básicos. No hablo de derechos humanos, ni de las de acciones colectivas que desbordan las redes, sino de su derecho al agua o la electricidad; ni siquiera pensaban en la posibilidad de tener libreta de abastecimientos o un estatus laboral legal.

El sujeto migrante tiene pocas posibilidades frente el mundo legal. Entiéndase policía, delegado del poder popular, bodeguero, e incluso el médico de familia que no le niega atención de urgencia, pero al que le es engorroso el tratamiento de enfermos crónicos, sobre todos ancianos.

Así, convierten «el invento» en modo de abastecerse de agua, luz eléctrica, medicamentos, alimentos, etc., y negocian con la mirada tolerante de las autoridades locales que —entre paternalismo, prejuicios y extorsión—, abren puertas a la permisibilidad y, claro, definen la permanencia del migrante. Comienzan activar conexiones con el mundo político-administrativo, donde la baja autoestima por el rechazo dominante va disminuyendo en el fragor de la negociación cotidiana. Aprenden a burlarse de tales sujetos «superiores» y descubren su doble moral.

Compartían aprendizajes al atardecer, bajo la sombra de un árbol de salvadera donde intercambian anécdotas de sus avatares diarios en recorridos por oficinas, o buscando trabajo, alimentos, materiales… Oí anécdotas que daban ganas de llorar, otras simpáticas; algunas daban ganas de denunciar o vengarse.

La criminalidad en zonas marginalizadas es una respuesta a la carencia de programas sociales. Luego, ciertos funcionarios estimulan el delito entre los marginalizados, sugiriéndoles receptar, revender o sustraer productos bajo su resguardo, con el resultado de enriquecer al proveedor. Se sabe que buena parte de lo que se vende en el mercado informal proviene de espacios de producción, distribución y venta estatales.

La vulnerabilidad recién descubierta es hija del abandono y la desconexión entre el centro y la periferia, entre el mundo letrado y el popular, frecuentemente identificado con la marginalia que acompaña la sobrevivencia, allí donde no llegan las instituciones. Su criminalidad no es más dañina que la de cuello blanco que provee al mercado negro.

¿Quiénes son estas personas, de donde vienen y por qué viven así? Son preguntas que comencé hacer tras mi segunda visita. Se acercaba el cumpleaños de la niña, que a la sazón tenía su madre presa, y la abuela paterna y yo queríamos hacerle una fiesta que borrara, al menos ese día, la sombra del desamor que la había llevado al Cuncuní, donde encontró una familia que la cuidó con más amor que interés monetario.

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¿Quiénes son estas personas, de donde vienen y por qué viven así? En la foto, Fermín, el autor y Agustín Lao-Montes.

Era una comunidad muy familiar y alegre. Las preocupaciones, tragedias y fiestas eran asumidas colectivamente y pocas tareas se incumplían. Sus cultivos, flores y animales eran cuidados con esmero por niños que, tras sus tareas escolares, se tornaban pastores y peloteros, recolectores y papaloteros; todo con la misma alegría, en voz alta y bajo la mirada severa pero amable de sus mayores. Descubrí una extraña felicidad, llena de valores que la pobreza los empujaba a cuidar entre todos. Poco chisme y mucho consejo recogí en las visitas cada vez más frecuentes que hice entre 2015 y 2018, período en que les acompañé, aprendiendo sobre sus costumbres, necesidades y conocimientos del alma, el cuerpo propio y el colectivo.

Pichón Haitian

Así nació el proyecto comunitario Pichón Haitian, con el propósito de mejorar esas vidas y entorno. ¿Primera misión? Ganar legalmente aquel espacio y, desde él, empoderar a sus miembros con herramientas sociales que mejoraran su hábitat, estatus laboral, etc. No sabría decir si fue un ejercicio de activismo social, pero me empeñé en acelerar muchas de sus gestiones y condiciones de vida, tratando de articular diversas luchas que allí tenían lugar ya que en la práctica nunca se trabaja en el desmontaje de una sola opresión, pues se comparten varias, a veces, de modo inconsciente.

Trabajé con ellos, aportando preguntas, ideas, algún pan, un par de botellas de ron, pelotas, hilos, clavos u otras herramientas. Entramos al laberinto de la burocracia —Vivienda, Catastro y otras— copado por el dogma y la corrupción, cuya lógica no es posible explicar sin alguna indiscreción que delate el itinerario de aquellas conquistas que creo irreversibles.

Fermín fue el líder de la comunidad. Su serena conversación revelaba un largo combate contra la miseria y el desamparo durante años de trashumancia. Su autoridad era coronada por su condición de hougan o sacerdote de vodú, que lo hacía doblemente responsable ante su comunidad. Le convencí de participar en un evento en el Instituto de Investigación Cultural Juan Marinello sobre experiencias como la suya. Tuvimos que comprar ropa y calzado, sin embargo asistió e hizo una breve pero atinada presentación del proyecto, muy bien acogida.

En esa etapa contacté autores y activistas haitianos; gestioné que la escritora Evelyn Trouillot presentara su novela en la Feria del Libro, preparé con Yasmina Tippenhauer la antología trilingüe Ayití Cherí. Poesía haitiana (1800-2015), que sacó el Fondo Editorial Casa de las Américas en 2018. Visité la comunidad haitiana en Montreal y conocí en Berlín a un grupo de estudiantes de esa isla caribeña, en ambos casos les convencí de colaborar con Pichón Haitian.

Solo lamento una inversión fallida para un campo de maní, cuando una parte de las ganancias fue destinada a la bolita. Aquel momento me obligó abrir mi visión intelectual y comprender las contradicciones que una cultura de la pobreza genera en la cotidianidad de esa gente, cuyos sueños son mejor acompañados en la medida que conocemos sus propias contradicciones y angustias.

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Ambiente de la casa de Fermín, al fondo se ve la bandera haitiana y a la derecha el altar vodú.

Comprometí artistas y deportistas de ascendencia haitiana, invité estudiantes de medicina provenientes de ese país para que la comunidad se sintiera reconocida y parte de algo mayor. Esa complicidad me permitió llevar varios estudiosos: una dio una charla a las mujeres para que autoevaluaran su rol  en la comunidad, otro les conectó con parientes en Haití y otros abordaron sus prácticas religiosas.

Evoco a Alanna Lockward llegando al Cuncuní durante una Bienal de la Habana, hablando en creole con las mujeres sobre comidas haitianas y mostrando fotos que luego expondría en Casa de las Américas, tomadas entre Haití y República Dominicana en las que era difícil distinguir a cuál país pertenecían. Recuerdo a Agustín Lao Montes en cálido intercambio antropológico con Fermín, amén de lo que aprendí esa tarde sobre la Revolución haitiana en la memoria popular. Amílcar Ortíz, amigo fotógrafo, conserva imágenes de encuentros y conspiraciones comunitarias sobre un eslabón perdido de la identidad nacional y caribeña que solemos esconder, sobre todo en la capital, reduciéndola al pasado, el folklore o a una pobreza sin valores.

Cuando se legalizaron los terrenos, según Catastro algunas viviendas debían reubicarse pues por allí pasaría una carretera en quince años. Esta explicación generó malestar y la negativa de alguna gente a mover su casita; Fermín discutió varios días con los afectados y luego, en una especie de asamblea vecinal, fijaron acuerdos y desacuerdos; con los últimos se armó una agenda previsora de los daños que podían afectar la comunidad, los cuales se revisarían periódicamente. ¡Fue un ejercicio de saber y poder comunitarios!

No quiero revelar otros detalles sobre la lógica y los métodos usados, mi función era escuchar sus demandas y traducirlas al lenguaje de una realidad con pocos asideros político-administrativos, en cuya pared legal se estrelló varias veces su inclusión. La comunidad se extendió y también se diasporiza. Un pariente logró viajar a Haití; su creole fue elogiado en el aeropuerto, encontró sus parientes y mandó a buscar un hijo de Cuba. Cuenta que allá la gente compra su ataúd y lo guarda en casa para cuando llegue la ocasión y mandó a preguntar si alguien quería su ataúd: la anécdota se hizo viral en la comunidad. El viaje de una periferia a otra tuvo un significado trascendente y esperanzador, más allá de los discursos y sacrificios.

El otro lado del espejo

Del otro lado de este espejo están los que comienzan su viaje hacia estas periferias, donde tanto falta por restaurar, no solo en el orden material. Pensar hoy la periferia ha de ser ejercicio político que recorra el mapa de las precariedades físicas y espirituales que recién comienzan a mostrar la televisión y los discursos públicos del último trimestre.

Hay un giro epistemológico generado por las protestas del 11 de julio del 2021, que disfraza su emergencia política tras discursos paternalistas, repartiendo las culpas de la gobernanza entre la gente que hizo de lo periférico su modo de vivir y pensar, es decir, una sobrevivencia difícil, adjetivada despectivamente en arranques clasistas, desde la comodidad y los prejuicios, el desconocimiento y el irrespeto a una masa cuya resiliencia ya muestra un cansancio clásico y el límite político de la espera.

El nacionalismo cubano de ayer y de hoy, de aquí y de allá, no está interesado en dilucidar el lugar del sujeto popular y pobre entre los sujetos y clases que disputan actualmente la interpretación del pasado, el diálogo con el presente y los escenarios futuros de la nación. Una revolución verdadera suele subvertir los centros y otorga a lo periférico un valor antes rechazado. Pero, después, en Cuba la periferia fue un vacío que había que saltar u olvidar con las teorías del desarrollo lineal y la dialéctica de manuales soviéticos.

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Una de las casitas de la comunidad, la cocina y el baño están fuera.

El neoliberalismo también se desentiende del sujeto popular y hace de los centros históricos de muchas ciudades y puertos caribeños, falsos paraísos medioambientales, democracias mediáticas y restauraciones urbanísticas, todos cómplices de la gentrificación que marginaliza sujetos e identidades culturales, sepultando grupos y voces críticas, aplazando los sueños y los derechos, entre ellos, aquel que Henri Lefebvre llamó el derecho a la ciudad.

El Estado cubano, así como sus arquitectos más célebres y emprendedores, siguen asumiendo el fantasma moderno de un estado-nación que se imagina desde una visión tan letrada y eurocéntrica que reniega de su condición caribeña y periférica. Siempre se olvida la sangre que los negros esclavizados dejaron en las plantaciones, las sublevaciones y, más tarde, en las guerras de independencia.

Muchos de sus descendientes hoy «residen» entre solares, barbacoas y barrios sin alumbrado y aceras, de donde no se puede salir y adonde nadie quiere entrar. La Revolución cubana removió la estructura arquitectónica de la ciudad con nuevos usos y abusos; pero los edificios y monumentos restaurados y las nuevas edificaciones turísticas del siglo XXI, crecen de espaldas al derruido patrimonio habanero que lamentamos en cualquier viaje desde Centro Habana hacia las periferias (este, oeste y sur) de la ciudad.

En una escala mayor, la Revolución Cubana se piensa como alternativa aun dentro del socialismo, se sabe diferente.  La Revolución es también un proceso periférico, cuyo viaje a sí misma, hacia la intelección de su modelo, sus cierres, aperturas y aprendizajes, no debe pensarse únicamente entre mansiones, piscinas y universidades. Hay una subversión del punto de vista del centro intentando escuchar el malestar y las preguntas que llegan de la periferia. La veloz mirada hacia la periferia no es simple giro epistemológico de la política, también revela fragilidad en el manejo de un consenso, antes cómodo, que necesita restaurarse.

El viaje a la periferia es un viaje al centro del imaginario popular de la Revolución, evitando los baches con que la burocracia corroe toda vía resoluble. Una puerta tardíamente comienza abrir la oportunidad de construir algo mejor. Para lograrlo se necesitan varios recorridos de ida y vuelta, con ojos y oídos receptivos; ello implica empatía, crítica, autocrítica, reto creador y nuevos diálogos con, y desde, la Cuba profunda.

El viaje no termina, aun cuando se acercan soluciones, unas definitivas y otras emergentes. Yo me enfermé y Fermín murió de un cáncer que no se atendió a tiempo. En el reino del inframundo ¿Fermín-Balenyó es un Mackandall caído en combate? Si así fuera, ¿visitará cada tarde el Cuncuní en forma de perro que ladra a los vecinos, de gallo que canta bajo la sombra de la salvadera o de niño que empina su papalote sobre un territorio conquistado al abandono, sembrado de boniato y de vicarias, donde retumban los tambores de Bois Caimán?

En Cayo Hueso, Centro Habana, Noviembre y 2021.

***

[1] Balenyó en el vodú es un camino de Oggun. Se sincretiza con san Santiago. Un guerrero fuerte, consejero y mediador de conflictos.

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