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La intervención, las protestas y el abuso de la causalidad

Recuerdo cómo hasta fechas penosamente recientes se hablaba de la despenalización de la carne de res en Cuba: hasta que no haya más cabezas de ganado no se podrá legalizar su sacrificio, y a su vez hasta que no se legalice su sacrificio no habrá más cabezas de ganado. Un argumento que solía usarse para defender la penalización era que si se les daba a los ganaderos la posibilidad de matar a sus reses iban a hacerlo todos al mismo tiempo, y el país se iba a quedar sin vacas que dieran leche para los niños. Es decir, al legalizarse los ganaderos podrían decidir entre modestas sumas de dinero por un tiempo indefinido (la leche) o una gran suma al instante (la carne), y sin duda decidirían que la carne (enorme subestimación de la inteligencia de la gente, por cierto), lo cual rompería el ciclo reproductivo de los animales, y a la larga se verían afectados los niños, y nadie quiere que se afecten los niños. Por tanto, si no se quería que los niños cubanos sufrieran malnutrición, no se podía despenalizar la carne de res.

La primera vez que escuché hablar de la falacia de la pendiente resbaladiza fue leyendo Introducción a la filosofía moral, de James Rachels (un libro que recomiendo por sus análisis detenido y elegante de situaciones moralmente complejas). Rachels se refiere a un argumento frecuente que usan los detractores de la legalización de la eutanasia. En determinados casos (en los que el paciente de una enfermedad terminal sufre un dolor insoportable, o en los que reposa en un estado vegetativo irreversible), les resulta imposible demostrar que la eutanasia no constituye la opción más humana, pero sostienen que, de legalizarse la eutanasia en esos casos, se crearía un precedente demasiado peligroso, gracias al cual tarde o temprano se empezarían a aprobar eutanasias para pacientes en fases no terminales de una enfermedad. Según esa lógica, ese acto concreto y pequeño de justicia a la larga provocaría muchas más injusticias, y se llegaría a un escenario caótico e irreversible, cuya analogía perfecta es una pendiente resbaladiza: después de un punto crítico, la caída no podrá evitarse.

Me resulta curioso cómo en el mundo, y en particular en Cuba, hemos aprovechado el argumento de la pendiente resbaladiza en casi todos los dilemas políticos. La pendiente resbaladiza es una falacia porque presupone que si una situación parece de algún modo verosímil esa situación ocurrirá necesariamente. Basta entonces “probar” la posibilidad de una situación para asumir que es la única a la que puede llegarse. Con frecuencia, la pendiente resbaladiza no se vale de la interconexión de dos escenarios, sino de tres, de cuatro o de cinco. El truco está en asumir que lo peor sucederá en cada escenario posible: con suficientes variables de por medio, siempre se llegará al apocalipsis.

Hay varios apocalipsis posibles a los que puede llegar Cuba. El más conocido ha sido siempre la intervención militar. Con suficientes pasos de por medio, casi cualquier cosa puede desencadenar una intervención militar norteamericana verosímil en Cuba. Las marchas pacíficas constituyen el ejemplo más a la mano. El discurso del Gobierno cubano asegura que de aprobarse una marcha pacífica (escenario A) habrá infiltrados que la convertirán en una protesta violenta (escenario B), que a su vez dará paso a una situación de caos generalizado (escenario C), que permitirá una solicitud masiva de intervención (escenario D), que desde luego será aprobada (escenario E).

El otro apocalipsis del discurso oficial (que ha pasado sospechosamente de moda, por cierto) es el del tránsito al capitalismo. Si se aprobaban ciertos negocios privados, se iban a acumular suficientes riquezas que iban a provocar la existencia de una burguesía nacional capaz de ejercer presión política para que a su vez se aprobaran negocios más grandes, que les permitieran ganar más dinero y ejercer más presión, y así hasta que se privatizaran la salud y la educación. Por tanto, si no se quería que se privatizara la salud o la educación, no se podían legalizar los pequeños negocios privados. Desde luego, ya no se habla al respecto, porque a fin de cuentas lo que sucedió fue un tránsito lento y discreto al capitalismo totalitario. El apocalipsis capitalista era pintado como una Cuba llena de diferencias sociales, donde hubiera una gran masa desposeída sin oportunidades de encontrar sueldos dignos, que trabajara para una minoría gordinflona, dueña de los negocios, que sacara el dinero y lo colocara en cuentas en países extranjeros; escenario al que en realidad nadie tiene miedo, porque ya se ha cumplido.

Solo queda entonces recordar la posibilidad de una intervención militar, cientos de miles de muertes. Si hay tiendas en una moneda que el ciudadano no tiene manera legal de comprar, nadie puede protestar, porque vienen los aviones. Si quienes gobiernan han invertido todo el dinero de las arcas en hoteles absurdos, nadie puede protestar, porque vienen los aviones. Si han comprado con el dinero del pueblo ochocientos carros para los turistas, haciendo falta ambulancias, nadie puede protestar, porque vienen los aviones. Más retorcido aún: no se puede debatir al respecto en los medios de prensa, porque la gente saldrá a protestar, y vendrán los aviones (pensemos cuántos pasos intermedios hay aquí). No se puede protestar en las redes sociales porque la gente saldrá a la calle y vendrán los aviones; un profesor universitario no puede oponerse al Gobierno, porque transformará a sus estudiantes en terroristas y vendrán los aviones; no se pueden tirar fotos a los hospitales, porque se regarán en las redes sociales y causarán una mala imagen y habrá caos y vendrán los aviones.

El discurso oficial cubano se ha reducido a dos falacias agotadas: la de la intervención extranjera y la del bloqueo. Basta que un problema pueda ser explicado directa o indirectamente en parte por el bloqueo para asumir que el bloqueo es la causa principal de ese problema. Y basta que una demanda legítima del pueblo pueda remotamente conducir a una guerra civil o a una intervención militar para desestimarla. Ambas falacias apelan a la inmovilidad momentánea del individuo. El objetivo es ganar tiempo. La pregunta es: ¿tiempo para qué?

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