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La violencia como argumento político

La respuesta negativa de las autoridades a la solicitud de un grupo de ciudadanos para manifestarse pacíficamente el 15-N contiene una interpretación tergiversada de la letra y el espíritu de la Constitución, al mutilar a su antojo el texto del artículo 4.  Lo cierto es que este otorga a los ciudadanos: «el derecho de combatir por todos los medios, incluyendo la lucha armada, contra cualquiera que intente derribar el orden político, social y económico establecido», únicamente «cuando no fuera posible otro recurso».

¿Ante una manifestación opositora pacífica, no existe otro recurso que represión violenta, detenciones arbitrarias y condenas ejemplarizantes? ¿La parte de la ciudadanía que no esté conforme con el orden establecido en el país carece de derecho alguno para expresarlo públicamente? ¿Acaso los alardes de bandas armadas con palos entrenándose para reprimir cualquier protesta, aparecidos en las redes sociales, constituyen el nuevo argumento disuasivo que se pretende imponer a los inconformes?

Estas actitudes, en lugar de constituir expresión de continuidad de la Revolución, intentan devolver el país a etapas iniciales de la violencia revolucionaria más descarnada, cuando el peligro de destrucción del incipiente proceso por una invasión militar estaba a la orden del día. Pero medio siglo no pasa por gusto, 2021 no es 1961, y la historia no se repite, más que como farsa.

Violencia (2)

¿Acaso los alardes de bandas armadas con palos entrenándose para reprimir cualquier protesta, aparecidos en las redes sociales, constituyen el nuevo argumento disuasivo que se pretende imponer a los inconformes?

-I-

Entre 1959-1965, en la medida que el Gobierno Revolucionario (GR) aplicaba transformaciones radicales (reformas agrarias, nacionalizaciones, estatización creciente, etc.) proliferaban las agresiones de los Estados Unidos y la contrarrevolución interna. La agudización de las contradicciones de clase generaba violencia política en el país, tanto en ámbitos militares como en el seno de la sociedad civil.

El establecimiento de un modelo de socialismo estatizado y burocrático, caracterizado por la preponderancia del absorbente militarismo autóctono, determinó la desaparición de la mayoría de las instituciones y organizaciones de la sociedad civil anterior, y/o su reconversión en nuevas formulaciones centralizadas y subordinadas al Estado. Este proceso, distinguido por la coerción política e ideológica, no estuvo exento de violencia, tanto física como simbólica.

En aquellos años duros, cuando la existencia de la Revolución se dirimía cotidianamente en campos y ciudades de la Isla, y en escenarios internacionales propios de la Guerra Fría; la violencia política contra los opositores se ejercía desembozadamente. 

«Gusano pa’ tu hueco», «La calle es de los revolucionarios», «Pim pom fuera. Abajo la gusanera»; eran consignas aplicadas con todo rigor como parte del Terror Rojo que enfrentaba al Terror Blanco auspiciado por el gobierno de los Estados Unidos y ejecutado por aliados internos calificados de mercenarios, bandidos y terroristas.

A formas típicas de violencia física —como el establecimiento de la pena de muerte para los delitos contra la seguridad del Estado (enero, 1961), los combates en Playa Girón, el desmantelamiento de la Operación Mangosta de la CIA o las campañas de limpias del Escambray—, se sumaron otras, pertenecientes a la violencia simbólica. Entre ellas: Palabras a los intelectuales y el Arte como arma de la Revolución, la Universidad para los revolucionarios, la parametración de profesores, estudiantes y artistas, y la incorporación coercitiva a las nuevas organizaciones.

En ese contexto de plaza literalmente sitiada y atacada, todos los que criticaron al GR fueron tratados de forma similar, incluyendo los de militancia izquierdista (revolucionarios no comunistas, sectarios del PSP, anarquistas, trotskistas [1962-1965]) y otros menos relacionados con la política, como religiosos, hippies, rockeros, homosexuales, etc. Cualquier crítica al GR era percibida como una intolerable postura quintacolumnista.

Violencia (3)

A formas típicas de violencia física —como el establecimiento de la pena de muerte para los delitos contra la seguridad del Estado (enero, 1961), los combates en Playa Girón, el desmantelamiento de la Operación Mangosta de la CIA o las campañas de limpias del Escambray—, se sumaron otras.

Pero desde el acuerdo no escrito soviético-estadounidense que terminó la Crisis de octubre, el fin de la lucha contra bandidos (1965), la derrota de las guerrillas en América Latina y la entrada de Cuba en una fase de experimentación socialista, el nivel de beligerancia interna disminuyó. En los años setenta y ochenta, con la entrada de lleno en la órbita del modelo socialista soviético y mediante el llamado Proceso de institucionalización, quedaron aún más ajustados los mecanismos de dominación del grupo hegemónico y la coerción simbólica bastó para defender el poder constituido.

No obstante, los instrumentos de violencia política estatal y su correspondiente aparato jurídico-legal persistieron como amenaza latente, siempre disponible para el Gobierno/Partido/Estado ante cualquier episodio disidente. La censura y su hijo pródigo: la autocensura, se encargaron de consolidar el poder omnímodo del líder y sus acólitos. Los audaces no cesaban de escuchar: «¡Oye! Habla bajito que me metes en un lío». 

Por demás, en todo el largo período de 1959 a la primera década del siglo XXI, el mecanismo de exilio/emigración —potenciado muchas veces por dosis de violencia de Estado que conformaban prácticas de acoso— estuvo siempre a mano para los obstinados. Las expresiones: «No aguanto más, me voy»/«Si no te gusta, vete», eran dos caras de la misma moneda. Camarioca, 1962; El Mariel, 1980 y la Crisis de los balseros, 1994, fueron sus momentos más tumultuosos, pero la vía estaba expedita siempre para soltar vapor y aliviarle presión a la caldera sociopolítica interna.

De manera paradójica, las normas exclusivas del gobierno norteamericano para estimular la emigración cubana y debilitar el régimen socialista —como la ley de Ajuste Cubano (1966)—, actuaron a favor de su estabilidad. Fidel y el Gobierno/Partido/Estado supieron emplearlas al estilo de lo recomendado por Tzun Su en El arte de la guerra: «Al enemigo que huye, siempre déjale un camino abierto».

−II−

Ahora la situación es diferente en muchos aspectos. En lo interno, la crisis del modelo de socialismo burocrático estatizado se hizo estructural y crónica, y no muestra síntomas de solución. Se manifiesta la coexistencia embarazosa entre dos generaciones mayores forjadas en la épica revolucionaria y los tiempos del socialismo real, y dos generaciones jóvenes marcadas por la inopia y el sálvese quien pueda del Período Especial. Internet irrumpió en la vida cotidiana de los cubanos con la posibilidad de generar y socializar estados de opinión. Tal conjunto de factores pone en solfa los viejos esquemas de hegemonía burocrática y sus modos tradicionales de ejercer violencia política.


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En lo externo, Cuba no tiene poderosos aliados dispuestos a ayudarla generosamente; la demora en reformar su modelo de socialismo la ha aislado, tanto de los circuitos internacionales del capital como de la propia izquierda mundial; y desde Estados Unidos fueron eliminadas ciertas prerrogativas que disfrutaban los cubanos para llegar a ese territorio, lo que los equipara ahora a cualquier otro inmigrante.

Los resúmenes televisados del reciente pleno del CC del PCC y su discurso de clausura, indican que el Gobierno/Partido/Estado permanece empantanado en retomar los modos de gobernar de épocas anteriores y es reacio a novedosas estrategias políticas. «Crear, ni en sueños», parece ser su divisa.  El ejemplo más claro es la postura adoptada ante las protestas del 11-J y la solicitud de manifestación el 15-N.

En verdad nunca creí que el grupo de poder permitiría la marcha, pero esperé que se esgrimieran pretextos más plausibles y ajustados al escenario actual. Subterfugios tenían para escoger: pandemia en curso, apertura del turismo, nueva normalidad incipiente; incluso, haberla autorizado en zonas periféricas de las poblaciones. Pero una decisión tan soberbia, a partir de una interpretación sesgada de la Constitución 2019, superó mis expectativas.

El propio presidente del Tribunal Supremo Popular había sostenido poco antes, frente a la prensa internacional, que los derechos constitucionales a disentir, ejercidos de manera pacífica, serían aceptados; y hasta sostuvo ilusamente: «Es que nosotros no somos trogloditas».


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Las declaraciones hechas por las más altas figuras del gobierno cubano que aseguran que la organización de la manifestación se debe a un plan del Imperio, lanzada sin evidencia alguna a la nación y al mundo, pretende retrotraer la psicología colectiva a los momentos álgidos del conflicto Cuba-Estados Unidos, cuando era cierto e inminente el peligro de una agresión militar extranjera (1961-62, 1981, 1996).

Esa abstracción oficialista de los artículos más democráticos de la Constitución de 2019 y la proclamación de Cuba como un Estado de Derecho —del tipo que sea— es una tergiversación violenta de la letra y el espíritu del documento. Sin tener fuentes estadísticas, me atrevo a afirmar que la mayoría de los que entonces votamos «Sí», lo hicimos para superar la vieja Carta Magna de 1976 —rezago del arcaico constitucionalismo estalinista— y abrir puertas a la añorada modernización del sistema jurídico legal del país; no porque quisiéramos eternizar la cláusula de intangibilidad ya existente.

Intentar remontar al pueblo cubano a los modos violentos y trasnochados de hacer política represiva de épocas pasadas, mediante juicios sumarios, descalificaciones públicas carentes de pruebas, detenciones arbitrarias, destierros, golpizas callejeras, actos de repudio y enclaustramiento de los opositores en sus casas, es una escapatoria, no solo antidemocrática, sino anti-histórica y suicida.

Si a ello sumamos las ignominias recientes de apelar a supuestos rituales de religiones africanas para amenazar a líderes opositores, o generar vídeos en las redes sociales de represores entrenándose para dar tranca; se constata una vulgarización de la política nunca antes vista.

La unidad en la diversidad ha de ser garantía de la estabilidad del país, no el estímulo a la hegemonía de un grupo de poder oligárquico y soberbio por el argumento del monopolio de la fuerza. La violencia oficial gratuita solo engendrará radicalización opositora.

Cuba necesita explotar más su diversidad, no sólo económica sino también política. Soy de los que creen que la libre expresión de diferencias políticas es condición sine qua non para las demás libertades en cualquier país y modelo, capitalista o socialista.

Si el gobierno cubano puede demostrar que hay ciudadanos que traman derribarlo por la fuerza con apoyo logístico de gobiernos extranjeros, que actúe entonces según la ley en un proceso público y diáfano. Pero que no siga acusando de lo mismo a todo el que disiente y aplicando a manifestantes penas que datan de tiempos de excepción.

En un pueblo instruido y sagaz como el cubano, el empleo indiscriminado de la violencia política en situaciones donde no es legal ni moral solo conducirá a una radicalización de las posturas extremistas, a poner al país en condiciones aún más tensas en el plano social y a convencer a la ciudadanía de que la Constitución de 2019 es letra muerta.

Los cubanos actuales no son dados a la violencia política, pero tampoco son cobardes, y la amenaza del empleo de la fuerza no pondrá freno a sus ansias reprimidas de mayor libertad, descentralización y participación real y efectiva en la dirección de los asuntos públicos de una patria que pertenece, por derecho, a todos sus hijos e hijas, no a una parte de ellos. 

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