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Aunque tenga que practicarse la libertad

Desde el año 1959 nunca antes se había mentido en Cuba por tantos y por tan diversas cuestiones. Se ha hecho desde el gobierno, desde las instituciones, desde la prensa; y se ha hecho con tal frecuencia, impunidad y solapamiento, y cabe precisar tan burdamente, que ya ni siquiera extraña se haga, o quién lo hace, o sobre qué se hace, o por qué. Estas cuatro variaciones de la recepción de un mismo hecho, son significativas desde todo punto de vista porque expresan un vacío.

Mentir, sin embargo, en cualquiera de las formas en que se haga, es solo un atajo hacia la ilusión de cambiar la realidad, u ocultarla, no de transformarla. En política, tal cosa es un despropósito que lidia siempre afanosamente contra las percepciones de la realidad de los ciudadanos y se traduce con demasiada frecuencia en la pérdida de la credibilidad pública. No es la mentira, aunque algunos lo crean, un recurso renovable, mucho menos cuando es capitalizada, como ha venido ocurriendo, por una persona, o una asociación política.

El sistema cubano está diseñado de tal modo que expresar la opinión de los ciudadanos sobre el prestigio y credibilidad de políticos y funcionarios —o la posibilidad de criticarles, emplazarles o enjuiciarlos directamente— es una práctica desactivada o expuesta a medidas punitivas y no incide —sino en casos extraordinarios— en la selección o renovación de aquellos. Dicho diseño, llegados a un punto, empieza a funcionar como un acumulado negativo y una deriva para el funcionamiento y la legitimidad del propio sistema. Ese punto ha sido ya traspasado.

No ocurre tal cosa sin que se dañe la gobernabilidad de un país. La calidad de la comunicación y la confianza política de los ciudadanos en sus gobernantes y en la gestión del conjunto institucional que conforma un sistema político, no es ciertamente un indicador de la capacidad de los ciudadanos para hacer valoraciones y comprender la realidad, pero es el primer criterio a tener en cuenta para el diagnóstico de una sociedad que experimenta una crisis política y conocer su envergadura.

Toda crisis política contiene en su origen una fractura de la credibilidad entre interlocutores, pero cuando se expande a la sociedad —sus clases y grupos sociales—,  entonces se vuelve una muy seria y difícil interpelación a todas las certezas que la hacen funcionar como una comunidad de destino, o de interlocución.

Esa fragilidad de las certezas sociales y políticas se expresará en Cuba, en el corto y mediano plazo, en la aceleración e intensidad de dinámicas diversas y al mismo tiempo interconectadas, como: el absentismo en los procesos políticos institucionalizados y su deficiente calidad, la desnacionalización de los proyectos de vida y profesionales, las migraciones reactivas, la fuga de capitales, también en la inhibición de la inversión —nacional o extranjera— y el incremento de la corrupción.

La inseguridad e incertidumbre sobre el futuro que experimentan los individuos en esa situación impactará en los ya alarmantes índices de natalidad, suicidio y violencia doméstica y de género; en la degradación del cuidado de individuos vulnerables al interior de las familias y las instituciones; en el aumento del alcoholismo y la infelicidad; en el debilitamiento de la solidaridad y en la emergencia de la impiedad y la intolerancia social.

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(Imagen: Iván Batista)

Este es un cuadro que se complejiza exponencialmente y se vuelve perverso al interior de la crisis económica y pandémica que embate hoy directamente contra la población y la capacidad de funcionamiento de las instituciones; sobre todo por su potencial para hacer retroceder el grado de civilización alcanzado por la sociedad cubana.

Si la desintegración social es siempre un patrón que acompaña el retroceso civilizatorio experimentado por una sociedad, su decadencia —la de sus valores e ideas, su puesta en práctica y estructuras— es un proceso diferente pero que produce inexorablemente su propia cultura y formas de hacer política. La política —y los políticos— de la decadencia son siempre paradójicos, es una contradicción que se afirma y se niega a sí misma. 

Antes, pero sobre todo después de la Constitución de 2019, apunté desde este mismo medio la existencia —y peligrosidad— de una situación de anomia que en Cuba describía la contradicción entre las metas culturalmente legítimas de los ciudadanos y los medios institucionales para lograrlas.

Recuerdo que en el último año que impartí la asignatura Sociología de la Democracia en la Universidad de Oriente, expliqué a mis estudiantes la secuencia que desde algunas perspectivas teóricas podía seguir la anomía, esto es: innovación, ritualismo, retraimiento y rebelión.

Lejos estaba de suponer que la situación de anomia que originaba la disfuncionalidad de muchas de nuestras instituciones en aquel entonces para dar curso y propiciar las demandas del proceso de cambio social y político en curso en el país desde antes del proceso constituyente, sería relanzada o agravada por la postergación y en la práctica desactivación de la Constitución y el Estado de Derecho que ella proponía.

Las marchas que ocurrieron en el verano de 2021 han sido interpretadas hasta ahora de muchas maneras. La mayoría de los análisis realizados intentaron constreñirlas a un acontecimiento que, aunque extraordinario, tuvo una duración muy limitada. Sin embargo, lo ocurrido —y sus causas—  son parte de procesos que continúan emergiendo de lo social a lo político, de lo privado a lo público, y se expresan a través de un disenso político muy complejo y dinámico que no puede ser medido exactamente por la cantidad de personas en las calles, ni por sus comportamientos, ideas expresadas o aparente facilidad con que fueron contenidas y reprimidas.

La posibilidad que ello ocurriera, e incluso su capacidad de traducirse en protestas públicas, no era algo desconocido para el actual gobierno.

El impacto y costo en términos de empobrecimiento y estratificación social instantánea de la población que implicaba la reforma económica iniciada en el 2020, no solo estaba prevista como consecuencia inmediata por sus planificadores y decisores, sino perfectamente asumida después de más de una década de sistemática reducción de las inversiones y gastos públicos como un riesgo de gobernabilidad a enfrentar.



Por otra parte, los debates y propuestas realizadas en consulta popular, en particular las expectativas creadas entre la ciudadanía por la provisión de derechos y libertades que había hecho el texto constitucional de 2019, fueron lo suficientemente contradictorios e inquietantes para las élites del aparato gubernamental y político cubano como para que ignorasen que esta vez el disenso iba a expresarse a través de ejercicios de derechos constitucionales.

De hecho, la secuencia de sucesos previos a las masivas protestas —más allá de ser subestimados y simplificados por muchos desde sesgos y paradigmas de análisis disfuncionales—, indicaba con intensidad que el proceso de formación, apropiación y despliegue de la identidad ciudadana, como identidad política de los cubanos a partir de prácticas individuales y colectivas auto determinadas y auto organizadas, no había hecho más que expandirse y alcanzar importancia.

Tales prácticas fueron auto referenciales y sirvieron para inducir y canalizar en muchos de los individuos involucrados —y en otros que las conocieron—  cambios en su autoestima política, expectativas e ideales de justicia y concepciones de lo que debe ser el buen gobierno; así como para aportar experiencias de participación que eran ensayos de discusión, negociación y acuerdo en un contexto de pluralidad y diferencia de intereses.

Todo parece indicar también, pese a las escuetas y endebles explicaciones oficiales, que los repetidos intentos de muchos ciudadanos desde la aprobación de la Constitución de 2019 para usar derechos como el de Queja y Petición, o acceder a la vía judicial para proteger derechos y libertades ante violaciones de funcionarios y el Estado, aunque infructuosos, jugaron un papel importante en que el desarrollo legislativo de estos fuera retardado.

En paralelo, el Gobierno empezaría una carrera contra el tiempo con la emisión de otras normas que le permitieran blindarse ante este desafío, al tiempo que devaluaba, y de hecho enajenaba, en la cultura y prácticas de las instituciones públicas, también desde los medios de comunicación, los valores, principios y contenidos de la nueva Constitución cubana que estaban siendo apropiados por los ciudadanos.

Quizás la clave para entender algunos de estos procesos y el momento actual de crisis política, o sea, la contradicción que plantea el bloqueo de los medios institucionales y de los recursos que proporcionan, entre otros, los derechos y libertades constitucionales para alcanzar las metas legítimas de los ciudadanos, pueda estar —sobre todo si se tiene en cuenta la actual fluidez y acortamiento temporal de la sucesión de las etapas de anomia— en qué hacer con los disensos.

No es posible, por lo menos para mí, explicar en pocas líneas cómo fue que el gobierno cubano acabó optando, ante el aumento de la conflictividad política, por hacer uso de sus extendidas facultades discrecionales para ir contra el Derecho vigente, o para interferir en su aplicación, como demuestran —por solo poner dos ejemplos anteriores a las manifestaciones— los casos de Karla Pérez y Luis Robles. La primera, impedida de entrar a su país después de ser privada cuatro años antes del derecho a la educación; el segundo, procesado y condenado por escribir y alzar en solitario un cartel con demandas de tipo político en una locación habanera.

Las reacciones que generaron estos hechos, el primero de ellos en el plano internacional, y en el caso de Robles el hecho de que fuera protegido de la policía por la población, debieron servir como advertencia. Si actos de este tipo, o responsabilizarse gubernamentalmente con ellos, tuvieron un costo internacional cada vez más sensible, inéditamente, el gobierno estaba siendo conminado a someterse al Estado de Derecho por una parte de la población.    

Subestimar la existencia de disensos, su complejidad y diferentes tipos, fundiéndolos en un todo homogéneo; así como seguir ignorando que el grado de legitimidad y funcionabilidad de cualquier sistema político, su eficiencia misma, se mide precisamente por la manera en que logra encauzarlos con el fin de producir los consensos necesarios para el funcionamiento de una sociedad; es ya un gatillo de rebelión en Cuba.

Aunque tenga que practicarse la libertad (3)

En definitiva, más que la conservación del poder de un grupo, o tendencia política, es esa y no otra, la finalidad y función práctica de todo sistema político como condición de la civilización, el orden y estabilidad en una sociedad.

Ningún sistema político ha sobrevivido nunca a la erosión o pérdida a escala social de tres consensos fundamentales: 1) sobre sus reglas de funcionamiento, 2) sobre los medios instrumentales para lograr dentro de él los objetivos políticos de los ciudadanos, y 3) sobre la eficacia, coherencia y credibilidad de sus mecanismos de representación política. Tampoco a su incapacidad para transformarse y hacerse inclusivo.

Los consensos políticos pueden ser alcanzados, incluso re-articulados y conservados durante mucho tiempo a partir de la existencia y socialización de marcos normativos que definan la validez, factibilidad, deseabilidad y límites de los objetivos políticos de cada ciudadano en una sociedad. Pero nunca, o por lo menos no definitivamente, a través de la inducción a polarización política de la población, de la incoherencia y contradicción que supone el abuso de poder, el silencio administrativo y la arbitrariedad selectiva por parte de funcionarios e instituciones públicas. Y menos desde la violación y desconocimiento de los derechos y libertades reconocidas, o del intento de privatizarlos y monopolizarlos políticamente.

La negación de que los ciudadanos intenten cambiar las cuestiones que afectan su vida cotidiana —esto es: lograr alcanzar sus metas y aspiraciones, porque existen legalmente, han sido creadas, son aceptadas, accesibles y funcionales las condiciones y medios políticos, sociales y jurídicos para conseguirlos—; entraña además una consecuencia que es también una responsabilidad. Se proporciona con ello un medio idóneo para que se vuelvan opacos y confusos tanto los actores como los objetivos políticos, económicos y sociales que pueden resultar indeseables y peligrosos para el conjunto de valores, intereses y aspiraciones en una sociedad.

Las élites políticas y gubernamentales defienden sus privilegios de función, sus lujos y predominio político exclusivo mediante complejas relaciones endogámicas, mientras obran en silencio para, llegado el momento, funcionar a plena capacidad y abiertamente como élites económicas. Pero no se puede desconocer tampoco que, entre las reivindicaciones de derechos y libertades, entre afanes de justicia y democracia postergada, bracea igualmente en Cuba —aunque haga todo por invisibilizarse— una derecha que irascible y venal, hija espuria de la arbitrariedad y el despotismo, devota de la cultura de cancelación política, intenta capitalizar el momento para su sueño de revancha en el poder.

Aunque distinta, no es menor la responsabilidad de aquellos místicos del sectarismo y del poder desde sus periferias, que, en santuarios institucionales o académicos, ofrecen coartadas e intentan hacer creer que existe un dilema para los ciudadanos en Cuba en relación al ejercicio de los derechos y libertades constitucionales. Ellos intentan convencer de que la reivindicación del Estado de Derecho es una elección entre el Gobierno y el Derecho.

No se trata de ser profetas del desastre. Nos esperan tiempos difíciles. Pero es imposible creer que la concesión de derechos económicos y civiles, o su instrumentación práctica, podrá impedir, retardar o hacerse a costa del ejercicio de los derechos políticos que resultan necesarios para la democratización de la sociedad cubana.

Ese proceso está contenido, se quiera o no, en el ADN mismo de las nociones de República y de Estado de Derecho, y en el catálogo de libertades y garantías que establece ahora la Constitución. Y es ya esta contradicción, entre lo que somos y lo que podemos ser como sociedad política, el nudo gordiano que hay que cortar de una vez.

Nos queda el desafío enorme de construir y hacer entre todos y para ello los aprendizajes de una cultura democrática. Pero de algo se puede estar seguro, los derechos serán practicados, aunque tenga que practicarse la libertad.

                                                                      ***

Este artículo es un ejercicio de los derechos y libertades que consagra la Constitución de la República de Cuba.

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