MIAMI, Estados Unidos.- “Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo”. Así comienza el Manifiesto Comunista, aquel abyecto manual donde Marx y Engels dieron fe de la monserga filosófica de tanto desencanto y muerte donde quiera que se intentó instaurar como sistema social.
Si algo he disfrutado del rotundo fracaso del comunismo, es el derribo o descabezamiento de la estatuaria llamada a promover el culto a la personalidad de sus malévolos líderes.
Queda, por supuesto, cancelar para siempre la exhibición deprimente de la macabra momia de Lenin en la Plaza Roja de Moscú, que al parecer sigue rindiendo pingües dividendos en las arcas del turismo ruso.
El dictador cubano Fidel Castro, sin embargo, siempre se ufanó de rechazar el culto a la personalidad. Le decía con vehemencia a los periodistas extranjeros, fascinados con su jerga, que no encontrarían una estatua ni busto personal en toda la nación.
Los comunicadores se tragaban el embuste sin comprobar que el tirano no necesitaba realmente de la reproducción física de su persona, porque desde el inicio de tanto atropello “revolucionario” ocupaba todos los medios informativos, incluyendo el cine, y podía hablar durante cuatro o cinco horas en televisión sin ser interrumpido.
Desde el modesto cartelito metálico distribuido por los vecindarios desde 1959 que decía “Esta es tu casa Fidel”, hasta materiales impresos y otras maneras de reproducción y exposiciones que hicieron de su iconografía prácticamente una religión, pocos dictadores pueden competir con el culto a la personalidad alentado por el propio Castro, como un elegido para enderezar el rumbo de la nación “torcida” por el capitalismo.
La única ventaja de esta contingencia es que, al desaparecer el castrismo, no habrá estatuas que derribar, a no ser algunos monumentos erigidos a sus camaradas de guerrilla o a fundadores del comunismo, así como su ridícula tumba en el cementerio de Santa Ifigenia, adonde no pertenece.
En un viaje reciente a la ciudad de Seattle, donde fungí como jurado de su festival de cine latino, le pedí a los organizadores poder ver con mis propios ojos la estatua de Lenin que se erige en Fremont, una de sus barriadas.
Por estos días en México fue cambiada la estatua de Colón en Reforma por la de una figura femenina de la población aborigen. En la propia Seattle la tumba que rendía tributo a militares confederados fue derribada, y ahora mismo en Nueva York se ha resuelto que la escultura de Jefferson que figura desde hace más de cien años en las Cámaras del Consejo será removida, aunque no se ha decidido adónde irá a parar. Jefferson, uno de los padres de la patria, era esclavista y tuvo seis hijos con su sierva Sally Hemings.
Durante las protestas multitudinarias del año pasado en los Estados Unidos se volvió una suerte de costumbre derribar o ultrajar estatuas que eran consideradas ofensivas a estratos poblacionales específicos.
La de Lenin, sin embargo, se ha salvado de todos los avatares sociales desde que se erigió el 3 de junio de 1995. Si acaso la vandalizan con elementos alegóricos a Halloween, Navidades o celebraciones de la comunidad LGBTQ, entre otras eventualidades. Cuando la visité, le habían pintado las manos de rojo, como si fuera sangre, lo cual me pareció muy atinado.
El profesor americano que compró la escultura de bronce de 16 pies de alto, luego de recogerla en un descampado donde la habían tirado para fundirla, la trajo en piezas desde Eslovaquia, hipotecó su casa durante el proceso, y un año después murió en un accidente de tráfico.
La escultura fue encargada por el Partido Comunista de Checoslovaquia al escultor búlgaro Emil Venkov. Se instaló en 1988 y fue derribada un año después por la llamada Revolución de Terciopelo.
Se supone que esta imagen de Lenin lo presenta como portador de la devastadora revolución de octubre y no como el escritor y filósofo de otras versiones más benévolas.
Al principio, el profesor Lewis E. Carpenter, comprador de la estatua, habló de méritos históricos y artísticos que sin duda no posee, pero luego se supo su verdadera intención, montarla frente a un restaurante de comida eslovaca en su ciudad de origen, Issaquah, también en el estado de Washington, donde al final fue rechazada por su propia comunidad.
La familia de Carpenter la entregó en fideicomiso a la Cámara de Comercio de Fremont hasta tanto aparezca un nuevo comprador, que deberá pagar la friolera de 250 000 dólares.
Todo el embrollo parece literatura de Bulgákov, pero sospecho que las poderosas corrientes de izquierda de la ciudad hacen lo indecible por mantener enhiesto al degenerado líder de la Revolución de Octubre.
Supuestamente, la escultura figura en un terreno privado, aunque aparezca tan expuesta públicamente, lo cual la hace intocable por las autoridades.
Con estas curiosas premisas, el autor del holocausto judío también pudiera engalanar alguna calle de los Estados Unidos en el futuro.
Por lo pronto, el creador del holocausto comunista reta su desventura histórica en Europa y se alza desafiante en el corazón de su némesis, la democracia americana.
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