Por Benjamin Marcheco Acuña*
Por las redes sociales circula una respuesta de los organismos estatales a la solicitud de permiso para la manifestación pacífica convocada por un grupo de ciudadanos hace algunas semanas. En el mismo sentido van las ideas de una de las más importantes juristas del país, alguien a quien le profeso cariño, respeto y de quien mucho he aprendido, pero de cuya opinión estoy obligado a discrepar, también desde el respeto y el cariño.
Se cuestiona la «licitud» de los fines que persiguen las manifestaciones pacíficas solicitadas con fundamento en cuatro preceptos constitucionales, a saber: el que define el Estado cubano como socialista (art. 1), el derecho a combatir contra cualquiera que intente derribar el orden [socialista] establecido en la Constitución (Art.4); los fines del Estado de encauzar los esfuerzos hacia la construcción del socialismo y de afianzar la ideología y la ética socialista (art. 13); y la imposibilidad de reformar la cláusula de irrevocabilidad del socialismo (art. 229).
El argumento es diáfano y rotundo: la defensa de la ideología socialista es un límite (y condición) infranqueable al ejercicio de los derechos humanos, no sólo a la libertad de manifestación y de expresión, sino de todos los derechos (sólo recordar que hasta para comprar equipos electrodomésticos en algunos territorios del país hay que ser cederista destacado o trabajador ejemplar —y tener quien envié euros o dólares, claro está—, pero toca sólo referirse a estos).
Este límite estaba previsto explícitamente, con esa claridad, en el art. 62 de la Constitución de 1976. Desapareció de la actual, por una cuestión de «imagen» pero su espíritu sigue encarnado, disimulado, en los preceptos citados por la profe; sólo que ahora hay que hacer un esfuerzo argumentativo para explicar lo que antes no hacía falta.
En otras palabras, el sistema socialista no admite o castiga las expresiones o manifestaciones (individuales o colectivas) contrarias al socialismo, porque así se deriva del mismo artículo que también define a ese Estado como «república» y «democrática». Planteado en esos términos, el concepto «república socialista democrática» es un oxímoron.
La libertad de expresión, en su manifestación individual o colectiva, como derecho humano fundamental en las sociedades democráticas modernas se identifica con la libertad que tiene cualquier individuo de exteriorizar y difundir sus opiniones y sus deseos, por cualquier medio adecuado para ello a los destinatarios que considere.
El concepto mismo de democracia presupone que, en una sociedad que se defina por tal, se garanticen las más amplias posibilidades para la libre emisión del pensamiento, de forma individual o colectiva, así como el más amplio acceso a la información. La libertad de expresión se inserta, en palabras de la CoIDH, en «en el orden público primario y radical de la democracia».
Ciertamente no constituye, como menciona la profesora, un derecho absoluto o ilimitado —ninguno lo es—, pero el principio de favor libertatis que ha de inspirar la interpretación de los derechos en las sociedades democráticas, su contenido y las condiciones de su ejercicio, determina que cualquier restricción, límite o sanción impuesta por el Estado debe constituir una medida absolutamente necesaria y proporcional, que persiga como fin legítimo salvaguardar el resto de los derechos.
Es por ello que ordinariamente se configuran como límites generales a la libertad de expresión y de manifestación, la difusión de discursos de odio, la incitación al delito, a la violencia en general o al desorden público, el respeto a la intimidad personal y la dignidad humana; y, como límites concretos, los establecidos en situaciones excepcionales para garantizar la seguridad pública, la salud colectiva, la seguridad nacional, etc.
Fuera de estos supuestos excepcionales, la libertad de expresión ampara el derecho a difundir, sin injerencias de las autoridades, no sólo ideas o expresiones favorablemente aceptadas por la mayoría o las indiferentes o inocuas, sino también aquellas que pueden disgustar, molestar o inquietar a otras personas y —fundamentalmente— aquellas que disienten, contrarían o desagradan al Gobierno o a algún sector de la población. En ello radica el pluralismo, la diversidad, la apertura, que constituyen atributos consustanciales al concepto de democracia y de república.
De manera que, enarbolar la ideología socialista y un referendo constitucional como causa de restricción a la libertad de expresión y, por tanto, como condición para calificar a priori cualquier manifestación pacífica contraria a ella como «ilícita» y, en consecuencia, negarla o castigarla si se produce; no constituye un «límite» democráticamente legítimo a la libertad de expresión, sino su negación misma, su anulación total y absoluta dentro del catálogo de derechos de la sociedad socialista.
Esta forma de entender e interpretar los derechos constituye una evidente conculcación del derecho humano a la igualdad, en tanto la discriminación por la posición ideológica es lesiva a la dignidad humana.
El diseño de una sociedad y de un Estado asentados en el monismo político, en el criterio único, en la creencia en una única fórmula con la que pueda lograrse una sociedad armónica, perfecta, que elimine los conflictos y los problemas que originan la diversidad de valores —a veces contradictorios e incompatibles—, que defienden los seres humanos es, por su propia naturaleza, contraria al desarrollo.
Como sostiene Isaiah Berlin, cuando esta fe y este criterio único son lo suficientemente inflexibles, al encontrarse con situaciones imprevistas propias del desarrollo humano en las que no se puede acomodar; entonces será utilizado para justificar las barbaridades a priori de Procusto —personaje mitológico que acomodaba a su víctima en un lecho y lo ataba a las esquinas y si su cuerpo era más largo que la cama le cortaba las partes que sobresalían, si era más corto, lo descoyuntaba para estirarlo— : la vivisección de la sociedad en algún esquema fijo, dictado por la falible comprensión de un pasado en gran medida imaginario, o de un futuro imaginario por completo.
Y termino con una frase suya. «Preservar nuestras categorías o ideales absolutos a expensas de las vidas humanas ofende igualmente a los principios de la ciencia y de la historia».[1]
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*Este texto fue publicado originalmente en el perfil de Facebook de su autor y lo reproducimos con su autorización.
[1] Isaiah Berlin (1959). Dos conceptos de libertad.