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El faro de Escambray

Gracias a su ejemplar conducción, Escambray ha merecido importantes reconocimientos. (Foto: Vicente Brito/ Escambray)

Sentado al borde de esa mesa ha estado durante casi 24 años. Más alto que todos y más humilde que nadie; más inconforme que ninguno y menos descansado que los demás; más lúcido que los otros y más atrayente que un imán. Sobre él gravita todo —y gravitamos—: las páginas de un periódico que hace y deshace a diario, las ruedas sin repuesto de los carros, las sillas para acomodar la redacción periodística, el micrófono para grabar el noticiero VisionEs, los pesares de la vida de los otros.

Lo ha sostenido sobre sus hombros en aquella oficina de puertas abiertas de par en par como su alma. Es esa su casa, su campo de batalla, la fragua de los amigos, su refugio, su templo, su familia otra que ha ido cimentando desde las diferencias y sobre el amor común: el periodismo. Y todavía está allí.

Con los mismos ímpetus, como aquella mañana cuando se enteró que había aparecido una bomba en El Pedrero, cincuenta y tantos años después, y “explotaron” todas sus fascinaciones. Entonces la llamada inesperada a su oficina, la ilusión casi infantil por develar aquel misterio, la componenda para armar el viaje en horas, la insistencia de no dejar de preguntarle a nadie ni a los vecinos ni a los militares y la pasión avivándole los ojos hasta que detonó:

—Madame —el apelativo que usurpó y eternizó para nombrarme—, te vas para El Pedrero y no vires con la agenda vacía. Ya estás atrasada, el sábado hay que contar eso.

—Lindoro —el apodo con el que lo bauticé y que se me ha escapado hasta en los espacios más formales—, ¿qué voy a decir? Yo no sé escribir de eso.

Pero Borrego —y yo que tantas veces le he escrito en broma no me permito ahora seriamente hablar en pretérito—, que estremece más que un detonante, no entiende de pausas en esa constante búsqueda de lo inédito. Acaso porque es director de Escambray con el mismo apasionamiento que es periodista a tiempo completo. Lo entendemos, sobre todo, ahora: su vida ha sido el periodismo y viceversa.

BRÚJULA

“Escribir es una necesidad, es parte de mi contenido de dirección. Cuando en una se mana no escribo ni una nota me pongo como un perro con bicho”, me confesó el día aquel que me colé en su despacho con la grabadora encendida y camuflada sin decirle que lo entrevistaba. Demasiado esquivo para hablar de sí mismo, demasiada vocación para aquilatar el mérito de los otros antes que los suyos.

Y porque le corre también por su tinta ningún tema le ha parecido proscrito jamás. Ha azuzado, por el contrario, a que en las páginas de Escambray se retrate de cuerpo entero la prostitución con sus dolores y bajezas, se denuncie la corrupción que corroe, se diga con todas las letras cuando las fuentes oficiales han callado, se escriba desde los exorbitantes precios de los carros, la emigración, los juegos ilícitos… hasta el cierre de los centrales azucareros.

Para seducirlo editorialmente ha bastado plantarle el tema delante, pero con todos los fundamentos: los objetivos, las aristas por abordar, las fuentes, las infografías… Y para sostenerlo ha sido suficiente un argumento que ha devenido su arma y nuestro escudo: “Nadie te va a colgar en el mural los problemas”, ha repetido sin cansancio.

Es ese instinto por espolearles a los otros la inquietud de hurgar siempre, de contar la vida en la voz de los protagonistas, de no conformarse, como él, nunca.

Sin discernir entre plumas noveles y experimentadas. Borrego no anda en bandos: los jóvenes pueden apasionarse y escribir como los consagrados y los de más canas pueden ser pueriles otra vez y desvelarse como el primer día. Es esa la arcilla que ha ido moldeando en Escambray y, a veces, uno no se da cuenta de que no ha hecho otra cosa que ir esculpiéndonos.

Ni lo ha advertido él tampoco. Incrédulo como es, en lo único que no ha dejado de con fiar nunca es en su gente. Por nosotros ha sido chaleco antibalas cuando más de un trabajo ha desatado alguna balacera; por nosotros ha tenido que bajar la cabeza cuando se ha publicado algún error; por nosotros se ha enrolado lo mismo en una fiesta que en una sala de hospital.

Y se ha dejado conducir también, más —creo hoy— por saberse proa de un velero que empujamos entre todos. Se atrevió, sin zozobra de principiante, a lanzar Escambray a navegar en las redes de Internet en la década del 90, a multiplicarlo luego en Facebook y Twitter, a apostar por la azarosa travesía que ha llevado hasta VisionEs, el noticiero de Escambray, que le ha implicado convertirse lo mismo en operador de sonido, electricista, asistente de dirección… mástil.

Porque Escambray es un medio universal y de esa visión casi onírica han nacido también no pocas coberturas: el secuestro de los médicos cubanos en Kenia, el incendio del parque Alejandro de Humboldt, la terrible caída de aquel Boeing 737-200 en La Habana…

Acaso es ese el modo de asumir el periodismo sin límites, sin los cercos que terminan, a la postre, cercándonos la creación. Y de tal fe ha profesado en todos sus trabajos: en sus comentarios acerca de la crítica en los medios de prensa, en los reportajes sobre el Canal Magistral de la Zaza, en las entrevistas a testigos del bandidismo en el Escambray… Ha sido en todos estos años brújula y ahora mismo, como por inercia, andamos tras su rumbo.

PENSAR EN LOS OTROS

Roja se le puso hasta la calvicie el día aquel que en la delegación de base de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC) se le propuso para optar por el premio provincial Por la Obra de la Vida Tomás Álvarez de los Ríos; ardió de la vergüenza. Pero valió la pena y el (dis)gusto.

Todo por esa obsesión suya de proponer antes de que lo propongan, de empujar a concursar a sus reporteros antes de mandar un trabajo con su firma, de querer quedar a la sombra siempre cuando es él, precisamente, la luz.

Y por pensar en los demás ha declinado no pocas propuestas. Lo hizo ante aquella llamada del director del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología de la provincia. Entonces iniciaba el ensayo clínico con Abdala y a él, que en Granma y Escambray había abordado temas científicos, lo llamaron para incluirse en el estudio. Mas, su respuesta fue tajante: “Si mis subordinados no se pueden vacunar, yo tampoco”.

Anteponer a los otros es parte del alma montuna nacida y criada en Jicotea, su Macondo de Yaguajay, y por más pueblerino que parezca de ese campo no se le ha desprendido ni uno de los ariques de la nobleza. Le quedan tan solo unos resabios cerreros que hemos ido aprendiendo a sobrellevar con la misma agilidad que pasa de clavarte una herradura en la frente —como le digo y lo niega— a estamparte un beso en la cabeza.

Únicamente por eso, por su diplomacia sin academias y porque, al decir de él, “yo he dirigido todos estos años por amistad”, es que se ha dado por vencido en pocas ba tallas como cuando la mayoría en el Consejo Editorial se niega a “bajarle” la estimulación salarial a alguien o le aventajan en masa para reconocer algún trabajo. Otras, pocas ocasiones, ha impuesto su carácter y su decisión.

Pero ha ganado más su mano en el hombro, su llamada a deshora solo para saludar, su preocupación constante, su magia para comprometer, su modo tan sutil de conminar: “Eres tú quien tiene que hacer eso”.

Lo mismo un sábado que un domingo; lo mismo estando de vacaciones que durante su misión periodística en Venezuela que mientras acude a las sesiones de la Asamblea Nacional… No ha dejado de estar en Escambray ni un día.

Tampoco lo ha hecho ahora cuando dicen que la covid, que tanto burló, ha intentado ponerle punto final a su existencia. Incierto. Hay palabras que desbordan planas enteras, hay proyectos en pausa, hay un salón de reuniones que espera por remodelarse, hay decisiones por consultar, hay muchísimas historias por contar.

Aún dentro nos vive con la misma intensidad que nos duele. Aún dentro de aquella oficina está sentado en la silla negra más alta que las otras, pasándose la mano por la cabeza tan pelada, callando para escuchar, hablando para crear juntos…

Se yergue, pero no se va. Luce más alto ahora, altísimo, como los faros que guían siempre y nunca se apagan.

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