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¿Dónde está Carlota?

Reina, a la entrada de la universidad en que trabajo, una encantadora mujer negra, de bellas facciones africanas y gigantesco torso que combina las formas de una falda con la de una casa de ladrillos. Brick House se llama, y es una estatua de bronce de 4.9 metros de altura, creada por la artista Simone Leigh.

Por muy apurada que esté, y aun si no puedo detenerme ante ella —¡ay! esa clase en la que entro corriendo, la reunión que ya comenzó— me dejo siempre seducir por la poderosa energía que desprenden su majestuosidad, la serenidad y firmeza de sus ademanes. Los estudiantes, otros profesores, la gente que casualmente atraviesa esa esquina, rara vez alzan la vista hacia el rostro sin ojos de la esfinge, que sin embargo nos observa, lo sé bien, por la expresión que ha llegado en una u otra ocasión a desprenderse de sus gruesos labios. Puede que hasta casi imperceptiblemente se curven en una sonrisa cuando, caminando frente ella, también casi imperceptiblemente mi cuerpo se mueva el beat de la canción homónima de los Commodores:

“She’s a brick house

She’s the one, the only one, built like an Amazon,

Shake it down, shake it down, shake it down now”

Así ritmada, yo con la estatua de Simone Leigh entro y salgo del campus medio andando, medio bailando, meditando con cadencia funky. Hay tramándose entonces un vaivén innombrable, entre África y las Américas. Pues, Brick House integra elementos ético-estéticos africanos —los fundamentos filosóficos de la arquitectura de los Batammaliba de Benin y Togo y de las estructuras obi de los Moussgoum en Camerún y Chad. Alude también a la imagen de la mujer negra en Norteamérica, su sólido cuerpo como símbolo de las labores a las que es sometida.

Por eso ella me habla, me impulsa, me acoge; bien plantada esta diosa, aparentemente inamovible. Me lleva en brazos a África, trayéndome de inmediato de regreso a mi aquí y ahora, con renovada fuerza.

Es una casa que ampara, recibiéndome y despidiéndome cada día que estoy en el campus. No importa que la canción de los Commodores, de la que Simone Leigh extrajera el título de su pieza, haya sido dedicada a una mujer en específico, o a un tipo de mujer, ni que sea la mirada masculina la que sobre ella se vuelque en la canción original. Brick House acoge por igual a hombres y mujeres, no representa a un tipo u otro de mujer. Lo ha dicho incluso el guitarrista y trompetista de los Commodores, William King: “Se trata de cualquier mujer que sea fuerte. (…) Eso es lo que es a brick house

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Otra copia de la estatua de Leigh permaneció hasta mayo del 2021, montada sobre el High Line, populoso parque construido en los antiguos rieles del tren elevado de Manhattan. Allí reinaba ella, rodeada de incesante tráfico, ruido, gigantescos edificios. Sin embargo, era imposible no rendirse ante ella, aun en medio del caos. Según su creadora, no había mejor lugar para colocar esta estatua: “no en posición desafiante, (…) sino ofreciendo una idea de belleza diferente.”

Brick House, de Simone Leigh, en el High Line, Manhattan, New York.

Son pues la efectividad representacional y la producción de la historia quienes, en última instancia, están en juego cuando de aprehender la función del arte público se trata. Particularmente, los monumentos y las estatuas, que, al decir de Michel-Rolph Trouillot, siendo demasiado sólidos para pasar desapercibidos y demasiado conspicuos para resultar inofensivos, encarnan las ambigüedades de la historia.

El tema es polémico, sobre todo tras los álgidos debates levantados el pasado año en los Estados Unidos y otras ciudades de Europa, América Latina e incluso África, en torno a la representatividad de las estatuas públicas.

Por doquier, estatuas de Cristóbal Colón han sido mutiladas o derribadas, junto con las de colonizadores, esclavistas, empresarios y promotores del comercio trasatlántico de esclavizados. En la universidad de Cape Town, Sudáfrica, ya en el 2015 había sido depuesta una estatua del fundador de la compañía minera De Beers, el supremacista británico Cecil Rhodes. En los Estados Unidos, han sido especialmente los monumentos de confederados y personalidades asociadas con la esclavitud y el mantenimiento del racismo sobre las que se ha debatido su deposición o permanencia. Así, como un triunfo ha sido experimentado para muchos el derribo, el pasado 8 de septiembre, de la estatua de Robert E. Lee. Figura emblemática de quienes se oponen al establecimiento de la justicia racial en los Estados Unidos, su monumento fungía como símbolo de la supremacía blanca, dentro de la procesión de líderes confederados de la famosa Monument Avenue, en Richmond, Virginia.

Remoción de la estatua del general de la Guerra Civil, Robert E. Lee, en Richmond, Virginia, 8 de septiembre del 2021.

No lejos de la mencionada avenida, precisamente, ha sido instalada la estatua Rumors of War, que el conocido artista Kehinde Wiley concibiera en respuesta a los monumentos confederados. Sobre un imponente pedestal, cabalgando en posición heroica remedando la postura del general James Ewell Brown “J.E.B.” Stuart —otra de las estatuas derribadas recientemente—, se yergue la figura de bronce de un joven negro, peinando dreadlocks, vestido con hoodie y zapatillas Nike. Antes de ser trasladada al Museo de Bellas Artes de Virginia, la estatua de Wiley había permanecido, entre septiembre y diciembre del 2019, en Times Square, epicentro neoyorquino; lo que significa que a millones de personas de todas las nacionalidades puede haber llegado el mensaje transmitido por la obra.

Rumors of War, de Kehinde Wiley (2019).

Piezas como las de Simone Leigh y Kehinde Wiley, sin dudas demuestran la importancia de una acertada utilización del arte monumental. Si bien el derribo de las estatuas es en ocasiones necesario, más aún lo es la inteligente reapropiación del espacio público.

No puedo evitar, acalorándome como lo hago dentro de estos debates, pensar en mis estatuas cubanas.

Viaja mi mente a la Isla y lo que trae de vuelta son imágenes de próceres viriles: en mármol y bronce, las figuras de mártires e, incluso, colonizadores y esclavistas —estos últimos desde su monumentalidad, ejerciendo aun palpable violencia sobre el descendiente del negro o el indígena esclavizados.

Entre la profusión de estatuas y bustos, a veces aparece alguna que otra mujer. Raramente, una mujer negra. Mariana Grajales, la madre de Maceo, por supuesto; y, Carlota, que figura, entre dos hombres en un monumento erigido en Limonar, Matanzas. Pero, desafortunadamente, el conjunto escultórico no nos permite acercarnos como quisiéramos a Carlota. No es únicamente debido a la localización rural de la pieza. Sino porque, en última instancia, el Monumento al esclavo rebelde no ha sido dedicado particularmente a ella, a la mujer negra y guerrera que fue Carlota, sino, de modo genérico, a cierto anónimo esclavo rebelde. Con razón no podemos sentirla allí.

Monumento al esclavo rebelde, Limonar, Matanzas.

¿Dónde está entonces Carlota?

De origen yoruba, fue una esclava que en 1843 lideró una importante sublevación en el ingenio Triunvirato, en Matanzas, precedente de la más conocida represión de la Escalera de 1844.

Poco más se sabe de esta heroína negra cubana. Se recogen en los archivos algunos testimonios de su ferocidad y firme liderazgo: fue capturada, violentamente torturada y fusilada por las tropas coloniales. Sabemos también que su nombre, más de un siglo después, sería utilizado para bautizar la operación militar de las tropas cubanas en Angola. Fuentes orales asocian el olvido de su existencia a la homofobia: se cuenta que sostenía amores con Fermina, esclava en el vecino ingenio Ácana; y que por correr a rescatarla del cepo, Carlota adelantó la rebelión del Triunvirato. Dicen que han dicho que era bella, que no se parecía a las toscas imágenes que de ella son reproducidas, al parecer aduciendo a su amenazante ferocidad.

Se teme y cubre de silencio lo que no se comprende, lo que no se puede domesticar. Pero yo desearía una Carlota más visible, más útil para las negras cubanas. La fuerza y determinación de Carlota es necesaria en las calles y plazas de todas nuestras ciudades cubanas. Ella traería el aliento que muchos cubanos negros —sobre todo las negras— necesitamos en nuestro día a día, incluso si ya no vivimos en la isla.

Cuando paso por delante de Brick House, llegando o volviendo a clases, y la estatua me saluda y me eleva, recordándome que estoy en mi justo y merecido lugar, porque así lo han luchado mis ancestros, lo he luchado y lucho yo; me pregunto cómo hubieran sido mis años de estudiante en Cuba, si en alguna escuela o en la universidad donde me formé, hubiera existido al menos un busto de Carlota, si las lecciones de historia que hube de memorizar hubiesen recogido de alguna manera su furiosa agencia. Me pregunto cómo habrían de sentirse las negras cubanas si, de paseo por el Malecón o el Prado, sentadas en un parque, o esperando la guagua en cualquier avenida, entrando a un hospital, saliendo de una escuela, tropezaran sus cansadas miradas con el rostro y el gesto, no aterrorizador sino fecundo y amplio, de la gran cimarrona.

Carlota, como todos los negros que en las Américas se sublevaron, escaparon a la manigua y fundaron palenques, fueron los actores de gestas olvidadas o mal apreciadas por los productores de la historia, las ideologías y políticas en el continente.

Carlos Manuel de Céspedes, en definitiva, sólo liberaba esclavos bajo condición de que pelearan bajo sus órdenes en la guerra de independencia. Así, en decreto dictado en 1868, estipulaba que serían declarados libres los “esclavos de los palenques que se presentaren a las autoridades cubanas, (…) reconociendo y acatando al gobierno de la revolución.” Hay una contradicción fundamental que poco es destacada en este decreto. ¿Cómo puede el líder patriota atribuirse el derecho a conceder la libertad de quienes ya, como cimarrones, se habían liberado a sí mismos?

Las contradicciones y los olvidos, desafortunadamente, recorren los años. Y es por eso que todavía hoy nos cuesta encontrar a nuestra negra Carlota.

Necesitamos el reconocimiento cabal de la agencia cimarrona negra. Carlota tiene que reaparecer, en el centro mismo de nuestras vidas.

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