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Ganar no significa atropellar (+ Video)

El tema aumento de precios echa fuego en la lista de intereses de la agenda pública en todo el país. Prueba de ello son las cartas o mensajes que Granma recibe cada semana, cuyo denominador común es el abusivo gravamen aplicado a diversos productos.

Uno de los correos lo remite un jubilado capitalino, cuyas líneas parecen resumir el asunto: «Todo está por las nubes, una libra de carne de puerco a 200 pesos, una libra de queso a cien pesos, una col a 50, etcétera…».

Del pomo de aceite a 320 pesos y de la libra de malanga a 120 en la calle, habla, entre otros asuntos, el lector Pedro Luis Hernández, de Bahía Honda, Artemisa.

 

UN FENÓMENO EN CONTEXTO

Por supuesto, la complicada situación de los precios en la Cuba de la actualidad guarda relación directa con un escenario marcado por el agravamiento –a grado nunca antes visto– del bloqueo estadounidense, con todo cuanto implica en materia de restricción para un país pobre como el nuestro.

Como todo fenómeno debe observarse en su contexto, a ello se suma el perjuicio causado por la pandemia; la paralización de motores como el turismo y las exportaciones; el estancamiento, derivado de la situación de las industrias y producciones nacionales, y con la consiguiente presencia limitada de ofertas en el mercado

nacional.

Solo caminar por las calles en que estén concentrados varios centros comerciales, en una ciudad cualquiera de Cuba –tomemos como ejemplo a Cienfuegos–, y apreciar los solitarios anaqueles de los establecimientos de mercados industriales, de la Cadena Ideal o de las tiendas que no operan en moneda libremente convertible –estas últimas sin vender algo durante todo un año en la Perla del Sur–, permite una idea del complejo momento que vivimos.

Ese escenario de insuficientes ofertas, de limitación de bienes y servicios, a ojos vistas constituye el caldo perfecto para cuanto sucede en la esquina, en el pequeño comercio individual, en este puesto, en aquel servicio… a lo largo del país.

El desabastecimiento a escala nacional de muchos centros estatales conlleva que los productos existentes en manos de agentes privados, con licencia o no –y estos últimos crecen como la espuma, sin contención a su deseo de gravar algo según lo entiendan–, experimenten un incremento exponencial de la carestía.

Sobre todo, en los meses más recientes, los gravámenes de cuanto se vende en la calle escalaron de forma salvaje, con agilidad sin precedentes; tanto, que un pomo de refresco durmió una noche al precio de cien pesos y amaneció al día siguiente a 160.

Pero el objetivo de este material no consiste en realizar una relatoría de los centenares de productos con costos triplicados, sextuplicados, en fin, multiplicados. No, la idea va en el sentido de convocar a cierta racionalidad.

Tal vez sea presuntamente ingenuo al apelar a esa cuerda, sobre todo ahora, con el frenesí de ganancias existente; pero, pienso, estas actitudes pueden modificarse.

Actitud digo, porque es muy mala la de lucrar con las carencias de nuestros hermanos. Una cosa es ganar y otra distinta atropellar a nuestros congéneres: cuanto en la práctica está ocurriendo, cada segundo de cada día, por parte de quien tiene algo para vender en sus manos.

Tanto es así que, independientemente del daño causado a quienes compramos, provoca vergüenza ajena observar a semejantes en ese proceder de irrespeto al prójimo.

 

LA CORRUPCIÓN DEL CONCEPTO DE GANANCIA

El fenómeno está vinculado, más allá de las circunstancias casi definitorias aludidas en los primeros párrafos, a la corrupción del concepto de ganancia en Cuba.

El ser humano rige su existencia en derredor de los estímulos emotivo-sentimentales, los morales –vistos en un orden general– y los materiales.

Quien vive de un negocio, por lógica natural tendrá, cual resorte esencial de su actividad, la obtención de dividendos, puesto que, de lo contrario, se convertirá en una infructuosa inversión de tiempo (valor preciado de nuestra especie) que generará pérdidas, lo cual llevará al fracaso del empeño propuesto.

Una definición bien entendible de ganancia se asociaría a la utilidad o al beneficio agenciado por el actor de un proceso económico, comercial o productivo. Se calcula al equiparar los ingresos totales obtenidos por las ventas, con los costos totales de producción.

Este indicador de crecimiento económico o generación de valor indicará, a quien asume el negocio, si debe continuarlo o no.

El abecé del mercado plantea que si una persona, grupo o empresa produce o adquiere una tonelada de mermelada a 2 000 pesos, y la vende más tarde a 3 000, esa habrá de considerarse como una muy buena ganancia. Lo abusivo, como pasa con frecuencia aquí, es que el sujeto encargado del trámite querrá venderla en 7 000 pesos.

Así, es recurrente que se «confunda» ganancia con expoliación y esquilme, sin importar muchas veces sobre quiénes, y con qué impactos, se pasa como aplanadora.

De eso da cuenta, por ejemplo, una lectora nombrada Alina Roselló, de Guanabo, en La Habana. Ella se queja de cómo los vecinos deben pagar hasta 500 pesos por una pipa de agua particular, porque el líquido «falta constantemente, debido a las piscinas en el vecindario, y estas personas no pagan esa agua como nosotros; sin embargo, consumen en su negocio toda la que deseen y la vierten a la calle».

Pese a los reclamos de un grupo de residentes, Alina Roselló escribe que les cobraron el agua a siete pesos durante el primer semestre del año, lo cual sería otro asunto para abordar.

Demasiadas personas que, en nuestro país, comercian un producto, más allá de la legalidad del ejercicio de la actividad determinada, sustentan su concepto personal de ganancia en reflexiones surrealistas que los conducen a querer multiplicar por muchas veces los dividendos.

Eso no funciona así, ni siquiera en las prácticas más ruines del capitalismo salvaje; no por bondad de los gestores en aquel caso, sino porque el propio mercado y otros actores concomitantes, por diversas razones, suelen impedirlo.

Por un lado, en el abuso a costa del precio se reproducen los procederes más deleznables: (ganancia desleal, precios oportunistas, explotación al máximo de un escenario deficitario, botar el producto a la basura antes de bajarle el gravamen), mientras que, por el otro, es olvidada la cartilla de triunfo del pequeño empresario, cuya primera línea lo orienta a mejorar, de forma progresiva, la calidad del servicio o, cuando menos, a mantenerla.

La divisa de más con menos se ceba en ciertas mentalidades (comparemos una simple pizza, de las verdaderas, «de las de antes», con los engrudos sin sabor cocinados ahora).

Algunos ya no piensan en el emprendimiento de un negocio individual exitoso, sustentable a escala perdurable, sino en una proyección depredadora capaz de lograr la mayor acumulación de riquezas en el menor tiempo posible.

Ellos son presa de la crematomanía, la enfermedad del dinero, tendencia disparada en estos desafortunados tiempos que, ojalá, pasen raudos.

Haría falta que esa visión desalmada de quien olvida que esos, a quienes vende con precios desmedidos, son los mismos que pueden salvarle al hijo, curarle a la mascota, educar a la familia, proteger su seguridad ciudadana…

La diferencia entre el grueso del bolsillo de los primeros, y estos últimos, es abismal. Solo fíjese en la elocuente imagen que escenifican aquellos –¡cuánto de despreciable vanagloria!– cuando, para devolver algún billete por la compra de «un limón», lo extraen del centro de un fardo que apenas les cabe en la mano.

Alguna parte de tales fajos se debe –no lo dudo– a la tenacidad de gestionar, preparar, trabajar cada día, lo cual es loable y merece la retribución de ingresos, puesto que han sido bien ganados; pero otra parte, lamentablemente, tiene el crédito del atropello, del pescar canallescamente en río revuelto, o del aprovecharse, con frialdad y nulidad cívica, de las carencias circunstanciales.

No es preciso ser cristiano para creerlo y reaccionar, solo basta con vivirlo y ser humano.

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