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Si no pujas bien, él va a morir

Como a las seis de la mañana sentiste que te estabas orinando porque claro, tú no sabías qué era reventar la fuente. Tú no sabías nada. Mami entró a llevarte el desayuno y habló con los médicos para que te revisaran. Había llegado el obstetra que buscamos para tener algo seguro porque el Materno estaba “en candela”. El Materno y todo lo que fuera hospitales. Habías dilatado cuatro centímetros después de pasar la noche rabiando de dolor sin que te hicieran el mínimo caso. Te decían: “Acuéstate a dormir, porque mañana no vas a tener fuerzas para parir”, y tú no podías dormir, no podías sentarte, no podías estar de pie por los dolores. Te asomabas por la ventana de la salita aquella, ¿te acuerdas?, la que daba a un patio interior que tiene el hospital Camilo Cienfuegos de Sancti Spíritus, a donde habían trasladado el Materno entonces; y del otro lado estábamos nosotros, en aquel pasillo oscuro, mirándote llorar bajo una luz fría, con la palma de la mano apoyada en el cristal.

No podíamos hacer nada, Yenny, y tú lo sabías y nosotros lo sabíamos, pero todo acabaría pronto y lo que nos esperaba era demasiado feliz: conocer a Thiago por fin (“¿Cómo serán su carita, o sus manitos, lo has pensado?”, jugábamos todo el tiempo). Luego desaparecías por un rato, intentabas dormir, orinar, dar paseítos, y volvías al cristal de la ventana. ¿Nos separaban qué, cincuenta metros? Algo así. Estábamos mami, Erick y yo; después llegó Tati con pozuelos de comida y pomos de jugo que devoramos escondidos en la escalera donde nos tirábamos a descansar cuando no estábamos mirándote o usando el teléfono público del fondo del pasillo. Veintinueve años tenías entonces, yo dieciocho. Te habían ingresado porque cumplías ya 41 semanas y no te ponías de parto. Lo más probable era que te indujeran cuando empezaron los dolores a las dos de la tarde.

***

En preparto te acostaron en una cama y una enfermera te puso un suero sin decirte qué era ni para qué. Preguntaste y entonces te explicaron: papaver para aliviar un poco el dolor y oxitocina para dilatar mejor el cuello del útero y mejorar el trabajo de parto. Nadie te consultó si querías un parto libre de drogas. A partir de ese momento, en que se intensificó el dolor, estuviste sola. Afuera nos teníamos unos a los otros: para preocuparnos por ti y por el bebé, para distraernos, qué sé yo.

Cada cierto tiempo los médicos te llamaban y te hacían tactos invasivos, con toda la mano, literalmente toda la mano, para dilatarte ellos mismos. Mientras, estabas acostada en una camilla y, cuando te venía una contracción, tenías que bajarte de allí, agacharte, hacer cuclillas y pujar más o menos bien. También podías quedarte acostada, subir las piernas e intentarlo de nuevo. A veces te ponían la cardiotocografía o CTG para monitorear al bebé, pero el resto del tiempo estabas acá y ellos allá, sentados en una cama hablando de fútbol. Te dijeron: “Cuando sientas que se te sale algo, nos avisas”, y pusieron a la muchacha que limpiaba la sala al lado tuyo, para que ella les dijera cómo ibas.

Y la verdad es que no podían tener quejas, porque tú, a pesar estar pasando por todo aquello, te comportaste “de buena manera” y hacías todo lo que te mandaban sin protestar ni llorar ni nada.

Fue mucho lo que pujaste ahí acostada hasta que sentiste deseos de hacer caca –esa es la sensación, ¿verdad? porque yo no sé nada de eso–, y le dijiste a la muchacha que limpiaba: “Yo siento que se me está saliendo algo”, y cuando ella miró era la cabeza del niño. Los médicos te dijeron: “Bueno, ahora te tienes que levantar y salir caminando hasta la sala de parto”. No podías creer aquello, no iban a llevarte en una camilla, Yenny, debías llegar tú sola, con tu bebé empujando desde dentro, defecando en tu vientre sin que te dieras cuenta. Complicando las cosas.

Lograste llegar a la sala de parto sin saber muy bien cómo, te acostaron y te dijeron que pujaras. Pensabas que lo habías estado haciendo bien, pero el niño no salía y por más que te esforzabas no había avance. Uno de los médicos se subió encima de tu panza y empujó con todas sus fuerzas: la maniobra Kristeller se le llama, un procedimiento que consiste en ejercer presión sobre el fondo uterino durante el período expulsivo. En ese momento no teníamos idea de qué significaba aquello, si era rutinario, si podía tener consecuencias para ti o para el bebé; si las había, no te las explicaron ni a ti ni a nosotros. Luego supe que se considera una mala práctica, que su uso está desaconsejado por la Organización Mundial de la Salud y que a pesar de ello se sigue implementando. Podría haber comprometido el estado fetal, o haberte provocado desgarros perineales de primer grado, según un artículo de la Revista Cubana de Obstetricia y Ginecología, sin contar la violación de tu autonomía, de tu derecho a decidir sobre tu cuerpo.

A Yadira Rubio Hernández, una amiga que entrevisté para esta serie sobre violencia obstétrica, también le aplicaron la maniobra sin consultarle antes. Ella tuvo a Daniel en 1997 y me contó que luego de horas de dolor y rayos X y sueros inconsultos también, y de haber pasado por varias salas, un médico comenzó a darle golpes en la barriga, debajo de los senos “para estimular que el niño saliera”. Entre el dolor, el miedo y el llanto, Yadira no sabía a qué atinar. Me dijo que siempre lloraba cuando contaba esto: en medio de su desesperación, le cogió las manos al doctor, “un moreno alto, fuerte”, se las quitó de encima y comenzó a besárselas, entre lágrimas, fue a lo que atinó, como diciendo “¡No me maltrates más, por favor!”. Lloré junto con ella esa tarde, y mientras te escribía esto.

***

La palabra “meconio” te resultaba extraña, pero no más que cualquier otra palabra que escuchas por primera vez. Los médicos la habían usado un par de veces porque estaban viendo el color de los fluidos que expulsabas. Thiago había defecado dentro de ti y eso los ponía en peligro a los dos. La enfermera te advirtió: “Fíjate lo que te voy a decir, ahora cuando venga la contracción tienes que pujar, porque si el niño no sale ahora se va a morir”, así te dijo, y yo imagino tu espanto ante esa revelación: en ese momento la que te querías morir eras tú. Uno de los médicos se acercó entonces y te explicó cómo debías hacerlo: como si quisieras defecar. Una información tan simple que llegaba con tanto retraso. Dos esfuerzos más bastaron para que naciera el bebé. El obstetra que te había estado atendiendo durante tantos meses lo recibió, se lo entregó al neonatólogo y se fue. Se fueron todos menos uno, encargado de “hacer todo lo demás”. Fue ahí que sentiste un dolor muy fuerte, incluso más fuerte que el de parto y cuando le preguntaste te dijo que era la extracción de la placenta.

¿En qué momento te cortaron? El proceso fue tan terrible que la episiotomía pudo haber ocurrido en cualquier minuto. “La herida que le hacen aquí a todas las embarazadas” le llamaste; la que, según ellos, hacen para que “haya mayor capacidad para el parto”; y tú no tienes idea de si tenías capacidad o no, nadie te hizo un estudio, un análisis, nada. “En estos momentos te estoy suturando”, te dijo el médico cuando preguntaste, “afuera son seis puntos nada más, pero dentro son un montón”, te advirtió.

Todo eso sin haber cargado a tu bebé, que tampoco entiendes por qué no te lo dieron enseguida, y eso que él lloró perfectamente, no tuvieron que hacerle nada extraño, tuvo un buen peso, fue un parto “normal”, como tú misma me dices.

Yadira tampoco recuerda el momento exacto en que le realizaron la episiotomía. Ella solo sintió “cómo aquello se abrió por ahí para abajo” sin que nadie le preguntara antes. Su bebé estaba llorando y a ella ya no le importaba nada más. Hasta que comenzaron a suturarla. Un dolor tan grande como el del parto. Incluso peor, me dijo. Cero anestesia, cero empatía. “¡Aguanta!”, era todo lo que escuchaba, y ella respondía: “Pero no me regañen más, me está doliendo, ¿qué quieres que haga, que me muerda los labios?”. Como tú, ella no estaba preparada para un procedimiento así. “Yo no sabía que eso dolía así, yo no sabía que ustedes me iban a coser como si fuera una vaca. Me lo tienen que decir: ‘mira te vamos a meter una aguja, no hay anestesia, o eso no lleva anestesia, aguanta…’. Un poquito de conversación, de dulzura, de cariño, al menos información, pero bueno, nada. Esa fue mi primera experiencia”. Veintipico puntos le dieron, casi los mismos que a ti.

Luego tendrías que pasar cinco horas en recuperación, en las que no pudiste orinar, pero nadie se preocupó por ello, ese era un “problema que tenías que resolver” con la acompañante que te permitían, porque las enfermeras no se dieron por enteradas. No sé si serían las mismas que luego, en la sala de cesárea –horas después de que pasara el ginecólogo de guardia y no se acercara a tu cama o a la del bebé– se asombraron de que quisieras curarte. “Eres la primera persona que nos pide que la curen, porque las embarazadas no se interesan por eso”, te dijeron, como si eso dependiera del “interés”, me dices, y no fuese una obligación curar las heridas cada mañana.

A esas alturas no sabías lo que había pasado durante el parto, ni por qué tenías un suero con antibióticos aún. En la tarde una enfermera se acercó y te preguntó quién te había indicado aquello, cuando los antibióticos se suministraban “única y exclusivamente” a las cesareadas y tú habías sido parto normal. “Te voy a quitar el suero”. Tú no sabías si eso estaba bien o mal, si ella podía tomar esa decisión o debía consultarlo con algún médico, si llevabas o no ese medicamento y por cuánto tiempo más tu cuerpo lo necesitaría.

Fue la pediatra, al mediodía siguiente, quien te dijo que el niño había sido un meconio intenso: “¿Tú no sabes lo que es eso? ¿No te lo dijo el ginecólogo que te hizo el parto?”. A ti lo único que te habían dicho era que pujaras más fuerte porque el bebé no podía permanecer más de cinco minutos dentro de ti. “Eso significa que se hizo caca en el vientre”, te explicó entonces, “pudo haber estado grave mucho tiempo, y eso también te puede traer otras consecuencias, porque en el caso de que salgas embarazada otra vez, se puede repetir”. No obstante, Thiago estaba de alta, y tú, a pesar de todo, eras de algún modo feliz. Y nosotros también lo fuimos.

El repetitivo recuento a quienes llegaban a la casa a conocer al bebé no revelaba nada fuera de lo ordinario: “Me porté bien”, “Tuve que pujar muchísimo ahí sola”, “Ah, sí, mima, eso es así, pero si lloras la cogen contigo”, “Lo que importa es que ambos tienen salud”. Todo normal. Doce años he demorado en ser consciente de la violencia que sufriste, en explicártelo sin que la impotencia me nuble la vista. Cinco viviste ese “trauma” tú, como lo has llamado, y cuando Oliver iba a llegar te agenciaste una cesárea para “no tener que volver a sufrir tanto”. Hoy sabemos las dos, también, que no fue exactamente así, y que por más arreglos que intentaste hacer la violencia se había enquistado al punto de volverse rutinaria. Como si no existiera otra forma conocida de hacer las cosas.

Nada te prepara para ese momento, me repites, a pesar de todos los cuentos, de todas las historias de las mujeres de la familia y las amigas y las vecinas. Una no sabe la magnitud de lo que le espera y, si hubiese manera de saberlo, no pariríamos, no aquí.

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