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Boris Kagarlitsky, coherencia frente al despotismo

Un tribunal acaba de condenar al sociólogo marxista Boris Kagarlitsky a diez días de cárcel. La policía lo arrestó el miércoles pasado, cuando se dirigía a su cátedra en la Escuela de Ciencias Sociales y Económicas de Moscú. El delito fue compartir en redes sociales contenido ilegal; nada más y nada menos que información sobre la convocatoria del Partido Comunista (KPRF) a protestas —no permitidas— contra los resultados de las recientes elecciones parlamentarias.

Recordemos que durante una atípica jornada de tres días (del 17 al 21 de septiembre), los electores rusos acudieron a elecciones legislativas. Desde entonces, el KPRF se ha negado a reconocer los resultados oficiales de la votación electrónica en Moscú, donde las boletas en línea impulsaron a varios candidatos oficiales sobre los opositores.

En respuesta al fraude —demostrado por expertos rusos— los candidatos, militantes y simpatizantes del Partido Comunista organizaron pequeñas protestas el 20 y 25 de septiembre. Ello provocó una amplia represión policial, que incluyó intimidaciones contra los abogados del partido e intentos de allanamiento de sus oficinas.

Conozco a Kagarlitsky —y su obra— desde hace bastante tiempo. Su trayectoria es un digno ejemplo de activismo cívico, pensamiento crítico y compromiso progresista con los derechos de los trabajadores, la justicia social y la democracia política. En los años setenta, Boris estudió crítica teatral en el Instituto Estatal de Artes Escénicas, hasta que fue expulsado por «actividades de disidencia» en 1980. Su trabajo como editor y colaborador de publicaciones del samizdat, entre 1978 y 1982, le valieron dos años de prisión por actividades «antisoviéticas».

Boris Kagarlitsky (2)

Conteo de votos en la ciudad de Moscú como parte de las elecciones legislativas (Foto: Artyom Geodakyan / TASS ).

Tras su liberación, publicó en Occidente su primer libro: The Thinking Reed: Intellectuals and the Soviet State From 1917 to the Present, merecedor del Deutscher Memorial Prize en 1988. Esa obra, enriquecida y ampliada, con el nombre Los intelectuales y el estado soviético, apareció en 2006 bajo el sello argentino Prometeo. Fue precisamente al leerlo, en la feria del libro de Buenos Aires, que entré en contacto con la vida y obra del intelectual y activista ruso. Iniciamos entonces una relación profesional que perdura, con colaboraciones suyas para publicaciones que he coordinado.[1]

Al iniciar la Perestroika, Boris pudo culminar sus estudios de Artes Escénicas, en 1988; año en que se convirtió en coordinador del Frente Popular de Moscú. Esta organización aprovechó la apertura de la glasnost para auto-organizar fuerzas de izquierda ajenas a la oposición nacionalista, a la disidencia liberal y a la nomenklatura comunista. En 1990 fue elegido diputado al Consejo Municipal de Moscú y miembro de la comisión ejecutiva del Partido Socialista de Rusia.

Cuando ocurrió la disolución de la Unión Soviética, Kagarlitsky fundó, con otros colegas, el Partido del Trabajo. En octubre de 1993, durante la crisis constitucional de septiembre-octubre —que culminara con el bombardeo sangriento al parlamento ruso— fue arrestado por su oposición al presidente Borís Yeltsin. Posteriormente, el Consejo Municipal de Moscú desapareció bajo la nueva constitución de Yeltsin.[2]

Además de por su sostenido activismo, la vida de Borís Kagarlitski es la de un prolijo y riguroso académico, gestor institucional e intelectual público. Entre 1994 y 2002, fue investigador asociado del Instituto de Estudios Políticos Comparativos de la Academia de Ciencias de Rusia. Obtuvo el doctorado en 1995 con una tesis titulada Acciones colectivas y políticas laborales en la Rusia de los años noventa. Ha trabajado como profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Estatal de Moscú, la Escuela de Ciencias Económicas y Sociales de la referida ciudad y el Instituto de Sociología de la Academia de Ciencias de Rusia.

Actualmente dirige el Instituto de Globalización y Movimientos Sociales, institución académica que el Ministerio de Justicia de Rusia, en su creciente razzia contra toda forma de autonomía social, intelectual y mediática, designó como «agente extranjero» en 2018.

Boris Kagarlitsky

Kagarlitski fue arrestado por su oposición al presidente Borís Yeltsin.

Kagarlitski escribe sólidos análisis sobre la vida política y socioeconómica de Rusia, especialmente sobre la situación de la izquierda y los movimientos sociales en el país. Además de en reconocidos medios de la izquierda internacional (Weekly Worker, Znet, International Socialism y Green Left Weekly), sus ideas han aparecido en publicaciones progresistas de habla hispana, como Nueva Sociedad y Sin Permiso. Se ha convertido en un referente para comprender, al margen de lugares comunes, la realidad de la Rusia postsoviética.

Estos eventos nos recuerdan algunas cosas que a menudo —metidos en nuestras parroquias y dogmas—, olvidamos. La primera es que la naturaleza política (y la composición de clase de sus élites) de los regímenes autocráticos actuales es adversa a cualquier forma de organización, acción y pensamiento autónomo de los sectores populares.

A despecho de las propagandas nacionalistas, que identifican un Estado fuerte y antiliberal con la defensa del socialismo, en realidad asistimos a proyectos políticos en que la inserción en el capitalismo global se produce de la mano de grupos de poder oligárquicos. Mucho mercado con poca república; bastante Estado pero poca ciudadanía. Tal parece ser la fórmula hoy en Rusia, China, Turquía o Egipto. Y, por supuesto, en Cuba.

En el plano analítico, las lógicas estratégicas (medios/fin) del capitalismo y la democracia divergen. El capitalismo expande sus medios (creación y captura de mercados) para conseguir, de modo concentrado, su objetivo económico (acumulación de ganancia). La democracia expande, simultáneamente, medios (sujetos, instituciones y derechos) y fines (participación individual, autogobierno colectivo) en la regulación de la convivencia política. En esto, es claro, difieren.

Pero si concebimos al Estado como el terreno donde se cristalizan las constelaciones de poder político  —y económico—, entonces la posibilidad de sustituir o contener a quienes nos desgobiernan resulta clave para acotar la explotación capitalista. Y eso solo es posible, de modo estable y protegido, en democracias.

Claro que esas democracias existen desde la asimetría —de recursos varios—  de sujetos que ejercen sus derechos sociales, civiles y políticos. Su ejercicio está variablemente habilitado en dependencia de las capacidades estatales y las orientaciones ideológicas de cada gobierno. No hay casos perfectos, ni rutas únicas. Sin embargo, en los regímenes autocráticos todos los derechos están severamente restringidos y, en casos límite, suprimidos. Prevalece allí una lógica oficial que quiere imponer una categoría de «semiciudadanos» —consumidores, peticionarios— y, a veces, de simples súbditos.

Boris Kagarlitsky (3)

Oscar Figuera, Secretario General del Comité Central del Partido Comunista de Venezuela (PCV), ha denunciado los intentos de criminalización que sufre el PCV por parte del Gobierno.

En las contiendas políticas de esos regímenes, socialmente conservadores y políticamente reaccionarios, la suerte de los marxistas y socialistas críticos es tan comprometida como la de los intelectuales y opositores liberales. Lo que el Kremlin hace hoy con los comunistas rusos, lo hizo hace unos meses Miraflores con sus pares venezolanos. No pocos sindicalistas, activistas comunitarios y profesores de clara raigambre izquierdista han sido criminalizados en ambos países.

También ocurre en Nicaragua, donde la razzia contra movimientos campesinos, organizaciones de mujeres y grupos ambientalistas ha sido noticia; generando denuncias desde la izquierda democrática internacional. Para no hablar de China, donde el gobierno acaba de disolver al mayor sindicato de profesores de Hong Kong y persigue a agrupaciones políticas socialdemócratas, trostkistas y diversos círculos de marxismo crítico locales.

Cuando estudiaba en la universidad, una de mis mejores profesoras iniciaba su curso de Historia Contemporánea de Europa con la siguiente frase: «la lucha por la democracia es parte integral de la lucha por el socialismo». Convertida en objetivo general, tal sentencia guió nuestras discusiones a lo largo del semestre. Allí descubrimos cómo, sin libertad política, la justicia social se reduce a una caricatura de dádiva que perpetua la postración de los subalternos.

El modelo soviético es ejemplo de ello. Pero también aprendimos que sin justicia social, la democracia degenera —como demostró la Rusia postcomunista— en oligarquización espuria, con los poderosos de siempre reproduciendo su dominio, ahora bajo el mantra neoliberal. Y es que así como la condición humana es un ente complejo —con demandas y necesidades varias, de sustento, cobijo y dignidad— también lo son esa suerte de constelaciones de organización y acción que llamamos sociedad y Estado. Atravesados por relaciones varias de dominación y emancipación.

Termino por donde empecé, con palabras del propio Boris Kagarlitsky. En una entrevista reciente, el pensador ruso realizó un diagnóstico realista sobre el ambiente de estancamiento y represión en su país. Reconoció la fuerza de la represión de estado y su efecto en amplios segmentos de la ciudadanía. Pero acabó señalando «tenemos todas las razones para esperar que la gente se rebele contra el orden existente».

Su propia suerte, forjada en sucesivas resistencias al socialismo real, el neoliberalismo y el putinismo, es el mejor ejemplo de lo que significan el pensamiento crítico y la coherencia intelectual y moral ante el poder autocrático.

¡Libertad para Boris Kagarlitsky¡

***

[1] Ver dossier «La Rusia de Putin», revista ISTOR, Año XV, No 63, 2015, Centro de Investigación y Docencia Económicas

[2] Kagarlitski relató aquellos eventos en el libro Ruedas cuadradas: cómo se descarriló la democracia rusa.

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