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Fallas de la cultura política: ataques personales en lugar de argumentos

En las semanas que sucedieron a la explosión social del 11 de julio de 2021, entre noticias de arrestos, condenas y liberaciones de participantes en las manifestaciones reportadas en todas las regiones de Cuba; la prensa oficial transmitió diversos materiales y al menos un resumen sobre el encuentro del presidente Miguel Díaz-Canel con integrantes de sectores sociales y profesionales englobados de lo que se ha dado en llamar «sociedad civil socialista».

La misma está integrada por organizaciones sociales y de masas que históricamente se han caracterizado por actuar como ejecutoras de las políticas y decisiones del Partido-Estado-Gobierno, en lugar de funcionar como espacios para materializar el control de los gobernados sobre las actividades de los gobernantes.

Esa subordinación formal y política no solo reafirma el carácter paraestatal de organizaciones como los CDR y la UPEC, sino que obliga a que sus afiliados mantengan una disciplina discursiva en la que el respeto, lamentablemente, se confunde con la sumisión. Los periodistas, por ejemplo, parecen pedir permiso para dejar de hacer propaganda partidista y vocería, en lugar de exigir las garantías legales y materiales para hacer el periodismo.

En el último encuentro público (y publicitado) que Díaz-Canel sostuvo con la crema y nata de los medios estatales y con directivos de la UPEC, los mesurados planteamientos de algunos de los comunicadores presentes habrían irritado al presidente de la República, quien en su riposta llegó a afirmar, para variar, que allí había personas confundidas.


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Todo indica que el mandatario se refería a los periodistas que expusieron insuficiencias de los medios partidistas, el peso que las políticas informativas del Partido tienen tal sentido —aunque, como es sabido, ellas son un aspecto de los déficits que en materia de democracia exhibe el régimen político vigente—, los problemas económicos y sociales que agobian a la ciudadanía en general y a los sectores más vulnerables en particular.

Estas realidades, por cierto, solo comenzaron a presentarse en los medios estatales después de la muerte de un civil por el disparo de un policía durante la manifestación en el habanero barrio de La Güinera, el 12 de julio pasado.  Las imágenes de La Timba y El Fanguito llegaron al NTV, pero en un ejercicio que emula a la difunta prensa soviética.

La prensa cubana arribó allí junto a los dirigentes, no con el objetivo de informar sobre la complejidad de los problemas existentes en esas comunidades y dar a sus habitantes la oportunidad de visibilizar demandas e insatisfacciones, sino para hacernos creer que las dificultades se están resolviendo gracias, una vez más, a la Revolución, encarnada en sus abnegados decisores.

Al retomar el tema de las verdades e interlocutores que incomodan al presidente Díaz-Canel, el careo entre este y su homólogo de Uruguay, Luis Alberto Lacalle Pou, suscitado en la reciente cumbre de la CELAC, fue un ejemplo de algunas de las cosas que no se deben hacer en un debate; mucho menos si es entre jefes de estado. Una de ellas es el ataque personal.


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No es necesario haber leído los principales libros y artículos del filósofo alemán Jurgen Habermas, o hacer un curso de teoría y democracia deliberativas, para entender que al ataque personal develará la pobreza y/o ausencia de argumentos de quien utilice esa táctica. Los argumentos válidos se han de responder con contra-argumentos. O sea, con propuestas racionales basadas, preferiblemente, en información real y no en convicciones religiosas o ideológicas.

En ese sentido, el gusto musical o la finalidad que se le atribuya a una canción del bando opositor, no son argumentos racionales para rebatir las críticas concretas que el presidente de Uruguay hizo al régimen político cubano. Al responder a la crítica, resaltando problemas específicos de la realidad uruguaya, Díaz-Canel —o sus asesores— aplicó el tercer principio de la propaganda: «la transposición», que consiste en atribuir al adversario los males que este te imputa.

Se trata de una táctica discursiva que intenta crear una cortina de humo para desviar la atención y anular el argumento del adversario sin discutir siquiera su veracidad. Dicha táctica, eficiente en época de la Guerra Fría para captar y mantener la lealtad de seguidores acríticos, resulta precaria en tiempos de la sociedad de la información.

A los ojos de la opinión pública mundial —seguidores acríticos aparte—, Lacalle Pou emitió su opinión presidencial sobre una realidad que, obviamente, no conoce a profundidad y desde una posición política y clasista contraria al socialismo. Nada de ello es ilícito o inapropiado. Sí lo es, sin embargo que, ante algunas verdades incómodas, el presidente cubano no consiga controlar su irritación y, en lugar de más argumentos, acuda al ataque ad hominen para defender su trinchera ideológica. Un parapeto desde el cual se intenta imponer una versión idealizada, a la medida del Partido, sobre la realidad social cubana.

Antes de juzgar los exabruptos de Díaz-Canel —entre los que se encuentra el llamado al enfrentamiento violento de las protestas del 11 de julio—, debemos entender que el presidente no es solo un cuadro destacado del PCC, sino también hijo natural de una cultura política que —aquí y acullá, antes y después de la Revolución—, ha visto en la intransigencia, la intolerancia, el irrespeto a la legalidad, la falta de empatía y la legitimación de la violencia; valores incorporados al quehacer político.

Esa cultura política, la conocida susceptibilidad de los altos dirigentes cubanos a las críticas de su gestión, y la inexperiencia o incapacidad de debatir con el adversario, pueden conducir a escenas como las referidas, o a otras tan vergonzosas y risibles como la protagonizada por la ex secretaria general de la UJC, Sucely Morfa, en 2015, durante la Cumbre de las Américas en Panamá.


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De la misma forma que la canción Patria y Vida pudo haber musicalizado el descontento social y político, y quién sabe si contribuido a movilizar a los más jóvenes, que ocuparon las calles para expresar su malestar, demandas, necesidades y esperanzas; la jugada de Lacalle Pou consiguió demostrar que lo políticamente incorrecto (irrespeto, intolerancia, ninguneo, ataques personales) puede ser un trofeo que se disputan tanto la extrema derecha de Trump, Bolsonaro y Orbán, como la izquierda autoritaria (real o disfrazada).

Mientras recibía las imágenes del careo entre presidentes y muchos cuestionaban el magro desempeño discursivo del máximo dirigente cubano; funcionarios del MINREX y de otras instituciones se fueron a las redes sociales a denominar a Lacalle de lacayo y repartir descalificaciones y ofensas que dicen más de quien las emite y menos del aludido.

Fue, permítaseme la metáfora, como una pandilla de barrio corriendo para auxiliar a su líder. Una actitud que evidencia la institucionalización de los asesinatos de reputación y lo que el politólogo Rafael Hernández solía llamar ciberchancleteo.

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