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Cuba quiso salvar a Madero (I)

Francisco Madero fue el presidente de México desde 1911 hasta 1913.

En febrero de 1913, el embajador cubano en México, Manuel Márquez Sterling, trató en vano de salvar la vida del presidente Francisco I. Madero y de su segundo, el vicepresidente José Pino Suárez, prisioneros ambos en el Palacio Nacional.

La gestión noble y humanitaria, acometida por el diplomático a título personal, contó con el respaldo del presidente José Miguel Gómez y del Gobierno de la Isla, que acogería en calidad de asilados a los familiares del mártir.

El entonces canciller, Manuel Sanguily, hizo saber a Washington de la repugnancia de Cuba ante la posibilidad de que reconociera al general Victoriano Huerta, protagonista del golpe de Estado contra Madero, y La Habana, de inmediato, sentó su estrategia: no rompería relaciones con México, pero no reconocería al nuevo Gobierno ni sancionaría la usurpación de los derechos del pueblo hermano, conducta que seguirían las cancillerías de Brasil, Chile y Argentina.

Los padres de Madero, refugiados en la legación japonesa en la ciudad de México, rogaron a Márquez Sterling que, a nombre de ambos, pidiese al cuerpo diplomático acreditado que intercediera por la vida de sus hijos Francisco y Gustavo, diputado al Congreso de la Unión; súplica que extendían a favor del vicepresidente Pino Suárez.

Márquez Sterling, sabiendo que ninguno de sus colegas podía influir más en el pedido que el embajador norteamericano, que era, además, el decano de los embajadores, ya había dirigido a este una nota privada en la que le solicitaba hiciera suya la iniciativa, y brindaba el crucero Cuba, surto en el puerto de Veracruz, para sacar del país al mandatario depuesto.

Por intermedio de Márquez Sterling, logró la esposa de Madero que el embajador norteamericano la recibiera.

–Su marido no sabía gobernar; jamás pidió ni quiso escuchar mi consejo –le dijo.

No cree que la vida del presidente corra peligro. Con internarlo en un manicomio, recalca, será suficiente. El brusco diálogo se prolonga y no tiene el diplomático una palabra suave o de consuelo para la atribulada señora. ¿Pedir él la libertad del señor Madero? ¿Interceder por Pino Suárez? ¡Nunca! Huerta hará lo que convenga.

Ripostó ella:

–Otros ministros, colegas suyos, se afanan por evitar la catástrofe. El de Chile, el de Brasil, el de Cuba…

El embajador sonrió con crueldad y amartilló cada una de sus palabras:

–Esos señores no tienen influencia.

Madero está perdido

Madero había tomado posesión de la Presidencia de México 15 meses antes, luego de encabezar el movimiento que puso fin a las tres décadas de dictadura del general Porfirio Díaz. Un sobrino de este, el general Félix Díaz, se rebeló a su vez contra Madero y, encerrado en la Ciudadela, bombardeaba la capital. Pero por el hambre o por la fuerza estaba llamado a ser cazado en su propia ratonera.

Eso pensaba el presidente, a quien sus jefes militares aseguraban que el reducto enemigo no demoraría en caer en manos gubernamentales. Desconocía que la traición anidaba en sus predios. Huerta, jefe del Ejército, negociaba con Félix Díaz, y el general Blanchet, recién llegado de Toluca al frente de 2 000 soldados y que juraba lealtad al Gobierno legítimo, esperaba el momento oportuno para dar el golpe.

El cuerpo diplomático, en su mayor parte, era hostil a Madero, y el embajador norteamericano se la tenía jurada. Mantenía el diplomático relaciones con Díaz y con Huerta y alentaba tanto a uno como a otro. Estaba al tanto del papel de Blanchet en el asunto, y sabía, por tanto, que en el momento de la verdad “el loco” solo podía contar con el apoyo de la insignificante batería del general Angeles.

Amaga el embajador con la intervención militar y lanza al presidente una amenaza siniestra: “Solo la renuncia podría salvarlo”, mensaje que el representante de España tiene la triste e indigna misión de trasmitir al mandatario.

Madero escribe al presidente Taft. Apela en su mensaje “a los sentimientos del gran pueblo americano” para impedir una “conflagración de consecuencias inconcebiblemente más vastas de las que se trata de remediar”.

En realidad, el embajador ha jugado, por su cuenta y riesgo, con el fantasma de la intervención. Taft estaba a punto de abandonar el cargo y no se metería en empresa de tanta monta. No importa. El embajador persiste en su actitud provocadora y en el artificio de sus tremendas amenazas. Tiene la embajada llena a toda hora. Se mueve entre los grupos y conversa con los visitantes en voz baja, como si tuviera para cada uno secretos y confidencias.

En uno de esos recibos lo sorprende Márquez Sterling. “Pronto se restablecerá el orden”, le advierte, pero no tiene tiempo para atender al cubano personalmente. Su secretario particular le hará saber los detalles. Pasan a una habitación vecina y en ella el secretario, a quien Márquez Sterling detesta por parlanchín y antipático, deja de ser un funcionario subalterno para ascender por un momento al rango de hombre importante. Dice con aire grave: “Madero está perdido”.

El embajador cubano comprende que Huerta y Félix Díaz habían llegado a un entendimiento. Escribe: “La lucha tornose una farsa empapada en sangre. El gato se puso de acuerdo con el ratón. Huerta reunió toda la baraja en su mano, y jugó tranquila y fríamente, sobre el tapete político, un trágico solitario de naipes”.

Jamás renunciaré

En la madrugada del 18 de febrero, las ametralladoras del general Angeles rompieron el silencio y retumbaron los cañones de la Ciudadela. El problema internacional parecía despejarse con la respuesta tranquilizadora de Taft al mensaje de Madero. Los jefes militares aseguraban que tomarían esa misma tarde el reducto enemigo.

Huerta sabía que no sería así y lo hacía saber a 11 senadores a los que había convocado: era imposible tomar la Ciudadela por asalto y el Gobierno carecía de lo indispensable para aplastar la rebelión. Apelaron los reunidos al ministro de Guerra: para evitar la intervención extranjera, lo exhortaron a que convenciera a Madero de la necesidad de su renuncia o que lo obligase a ello.

Los increpa duramente el ministro y allí, delante de Huerta y de Blanchet, los acusa de corruptores del ejército. Bajan el tono los senadores. Ahora solo quieren ver al presidente y el ministro les consigue la audiencia. Huerta se les anticipa. Madero le dice: “Acabo de saber que algunos senadores, enemigos míos, le invitan a que imponga mi renuncia”. “Sí, señor presidente responde Huerta, pero no les haga usted caso porque son unos bandidos. Las tropas acaban de ocupar el edificio que es la llave de asalto a la Ciudadela”.

Llegan los senadores y uno de ellos, en nombre del grupo, le pide que renuncie, única manera de conjurar, a su entender, todos los peligros. Madero tiene una sola respuesta:

–Jamás renunciaré. El pueblo me ha elegido y moriré, si fuere preciso, en el cumplimiento de mi deber, que está aquí.

Pero su destino estaba decidido y Huerta terminaba su lento y trágico solitario de naipes al dejar prácticamente sin resguardo al mandatario. Las tropas incondicionalmente maderistas, las que lo acompañaban desde 1910, habían mermado al ser lanzadas a pecho descubierto contra la artillería gruesa de la Ciudadela, y la guarnición de Palacio ya no estaba a cargo de los que Madero llamaba “mis bravos carabineros”, sus coterráneos, sino de soldados al mando del general Blanchet.

Calma, muchachos, no tiren

Despedidos los senadores oposicionistas, vuelve la calma a las oficinas presidenciales. Estudiaba el mandatario con sus colaboradores más cercanos los medios de proporcionar alimento a los sectores más pobres de la población en caso de que la guerra se prolongara, cuando el teniente coronel Jiménez Riveroll, un hombre de Blanchet, penetra en la estancia. Lleva, dice, un recado de Huerta. El gobernador de Oaxaca avanza sublevado contra el Gobierno y el presidente debe salir de Palacio.

Madero y el teniente coronel pasan a conversar a un corredor. Sabe Madero de la lealtad inquebrantable del gobernador y pone en duda las palabras de Riveroll. Dígale a Huerta que venga él mismo a darme el informe, dice. Pero el oficial toma al mandatario de un brazo e intenta arrastrarlo. Madero, ágil y fuerte, se deshace y logra entrar en uno de los salones seguido de ministros y ayudantes. Les sigue Riveroll y, con él, una tropa de 20 soldados rasos.

–¿A dónde va esa fuerza? –grita con energía un oficial leal al presidente y les ordena retirarse. Obedecen maquinalmente los soldados, y Riveroll, pálido, estremecido, les ordena dar media vuelta y que apresten sus armas. No concluyó de dar la voz de fuego. Lo fulmina, con su pistola, un capitán maderista. Un mayor que llega por la puerta del fondo se apresta a tomar el mando del grupo de soldados y cae también fulminado. El piquete hace entonces una descarga cerrada sobre Madero, pero uno de los presentes cubre al presidente con su cuerpo. Repiten la descarga los soldados, y Madero, con los brazos en cruz, avanza hacia ellos.

–Calma, muchachos, no tiren –les dice, y el piquete se desbanda. Corren los ministros, escaleras abajo, en busca de Huerta, a quien creen ajeno a los acontecimientos, y Madero se asoma a los balcones para escuchar voces que lo vitorean desde la calle de la Acequia y la Plaza de la Constitución y que le devuelven la confianza.

Baja al patio. Los oficiales de guardia le presentan armas, conforme al reglamento. No es una ilusión. Ha recuperado su autoridad. Y se encamina hacia la tropa. Son soldados del batallón 27, que, Madero lo ignora, solo obedecen al general Blanchet. Les dice:

–Soldados, quieren aprehender al presidente de la República, pero ustedes sabrán defenderme, porque si estoy aquí es por la voluntad del pueblo mexicano…

No pudo decir una palabra más. Blanchet le puso una pistola en el pecho y cortó el discurso.

–Señor le dijo, es usted mi prisionero. ¡Ríndase!

Comprende Madero que a esa hora toda resistencia es inútil y se deja conducir a las oficinas de la Comandancia Militar de Palacio, donde queda detenido. Sus ministros, que bajaron antes en busca de Huerta, están ya presos, apiñados en una garita, salvo el de Hacienda, que logró fugarse. Están presos también el gobernador del distrito y el general Angeles. Y el diputado Gustavo, hermano del presidente, apresado por órdenes de Huerta luego de haber almorzado con él, con buen apetito, en un restaurante cercano a Palacio.

El caudillo golpista recuenta sus prisioneros y dispone liberar a los ministros y que se interne al vicepresidente Pino Suárez en la Intendencia de Palacio, donde ya están recluidos Angeles y el presidente. ¿Y Gustavo?, pregunta Madero con insistencia. La noche antes su hermano le había hecho llegar un escueto y profético recado donde le decía: “Pereceremos todos”.

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