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“Pensaba que desde aquella celda le era más útil a mi país”: Rolando Remedios, manifestante del 11J

LA HABANA, Cuba.- Rolando Remedios estuvo veintisiete días encarcelado; fue violentamente detenido el 11 de julio (11J) de 2021 en La Habana mientras participaba de las masivas y pacíficas manifestaciones contra la dictadura. El caso de este joven de 25 años se hizo visible por una icónica foto que le hiciera el fotorreportero de AP, Yamil Lage, durante su arresto, y que luego también el abogado utilizara en su defensa.

Remedios fue liberado el 6 de agosto y actualmente se encuentra cumpliendo una medida cautelar que estipula la “obligación contraída en acta de presentarse periódicamente ante la autoridad que se señale” (Artículo 255, inciso 4, Ley de Procedimiento Penal), lo cual significa que debe ir semanalmente a firmar y reportarse con el oficial encargado de su caso en la estación policial de Acosta y Diez de Octubre, en La Habana.

Durante su encierro, Rolando fue golpeado en varias ocasiones, sufrió torturas también sicológicas, permaneció incomunicado por casi una semana, y conoció además las vivencias de varios de los miles de detenidos que resultaron del 11J y de las jornadas siguientes. Este es su testimonio.

El 11J: la protesta, el arresto y el encarcelamiento

El día 11 de julio salí a protestar por los mártires de la lucha por la libertad en mi país, incluyendo aquellos que lucharon contra esta dictadura, por los que han muerto en el mar o en tierra tratando de huir de esta pesadilla, por los fallecidos a causa de la falta de medicamentos y una pobre alimentación o una deficiente atención médica, por los activistas políticos que tanto han sufrido y sufren, por los presos políticos y demás presos injustamente, por las pésimas condiciones que hay en las prisiones, por la pésima gestión de la pandemia por parte del régimen y por tantas otras razones.

Fui documentando el trayecto que realicé pues sabía que podía ser clave para evitar ser condenado por cualquier cargo que la policía política pudiera inventar en mi contra. Salí alrededor de las tres de la tarde rumbo a La Habana Vieja. Al llegar, me emocioné mucho al ver la gran cantidad de personas congregadas alrededor del Capitolio. Me uní a ellas con la intención de llegar al Malecón. Sin embargo, me dolió ver la apatía con que muchos observaban como golpeaban o detenían a otros manifestantes, a causa del terror que infunden las autoridades cubanas. Frente al Capitolio, presencié a un hombre que se encontraba en el suelo, había sangre en su cara y se veía en muy mal estado, al parecer se había desmayado; traté de ayudarlo, me acerqué a él y le bajé la mascarilla para que pudiera respirar sin problemas. Las autoridades trataron de arrestarlo con violencia, tomándolo fuertemente por el cuello, para que no pudiera gritar, e inmovilizarlo. La cara de ese señor, de unos sesenta años, daba miedo. Temía que infartara o que tuviera algún otro problema de salud durante el forcejeo.

Poco después, varios represores, con mucho trabajo, logran meterme en una patrulla mientras gritaba cosas como “Abajo la dictadura”, “Díaz-Canel singa’o” y “Libertad”. Luego alguien me asiste para que no me cierren la puerta de la patrulla. El auto patrullero arranca mientras sigo adentro y, rápidamente, me lanzo al suelo y corro para despistar a los represores.

Sigo mi rumbo hacia el Malecón; en el Paseo del Prado noto que están golpeando a un joven en el suelo; señalando a los esbirros, les grito que no lo hagan, y los que tenía a mi espalda, vestidos de civil, se abalanzan sobre mí y me arrestan; eran demasiados y era poco lo que podía hacer para evitarlo. Me arrestaron violentamente, mientras repetía “No me estoy resistiendo”. Me apretaron las esposas mucho, muchísimo, dejándome marcas y una hinchazón en mis muñecas que duraron varios días.

Me dirigieron hacia la Estación de Aguilera, en el municipio Diez de Octubre, y me dejaron en el depósito junto a otros detenidos: dos muchachas y un menor de edad, varias personas mayores (de la tercera edad), incluyendo un enfermo de cáncer, que sería golpeado en la prisión, según me contaron después. Nos retiran nuestros teléfonos. No se nos brindó alimento durante nuestra estancia en esa unidad. Las muchachas fueron sacadas del depósito después de que una de ellas sufriera un ataque de pánico o algo parecido. Había demasiadas personas, el ambiente era propicio para la propagación del maldito virus (COVID-19).

Por la madrugada empezaron los interrogatorios. Me negué a prestar declaración. El oficial que me atendía me intimidaba preguntándome si sabía que me iban a fichar como CR (contrarrevolucionario) y a mandar para Villa Marista (sede del Departamento de la Seguridad del Estado), el conocido centro de investigación y torturas. Asentí. Finalmente, me toman las huellas y fotografías y paso a integrar con orgullo la distinguida y mal nombrada lista.

Alrededor de las cinco de la mañana nos sacan de la Estación de Aguilera y nos llevan a un camión, mientras empujan nuestras cabezas hacia abajo para que no podamos ver más que el suelo. El camión también era un lugar ideal para el esparcimiento de la COVID-19, ya que estábamos apretados unos con otros; era muy estrecho y no encendieron el aire acondicionado; nos bañamos en sudor esperando a que arrancara. Le dije a un joven que se quejaba: “Bienvenido a la vida de Maykel Osorbo”. Intentaba calmar a los demás detenidos, algunos de ellos muy jóvenes, mientras la ansiedad aumentaba más y más entre nosotros. Finalmente, el camión arranca, y la temperatura baja un poco.

Nos llevaron para la prisión “Jóvenes del Cotorro” (La Habana). Allí el recibimiento fue brutal: al bajar del camión, teníamos que pasar por entre dos (perros) pastores alemanes, que ladraban y amenazaban con mordernos. Luego, entre empujones, entramos a uno de los cubículos, nuestras cabezas mirando al suelo, las manos atrás. Fuimos conducidos al solario del cubículo, pero estaba tan oscuro que no teníamos idea de donde estábamos. A empujones, con las manos a la espalda e inclinando hacia abajo la cabeza, nos ubican de frente a uno de los muros del solario. En ese instante, pensé que podíamos ser fusilados. Después imaginé que nos podían golpear, como terminó sucediendo.

Las golpizas

No pasé mucho tiempo en el solario, pero me bastó para escuchar los golpes que propinaban los militares a algunos de los que allí estábamos y sus amenazantes gritos. Después de ser sacado del solario bruscamente, me pongo el uniforme de preso, no sin antes hacer cuatro cuclillas; también me retiran los cordones de los zapatos.

Uno de los dos militares que me conducían me dice con agresividad: “Así que tú eres gusano”. Luego me llevan a la posta médica, ya que una doctora teme que tenga falta de aire. El doctor tarda un rato, en ese tiempo de espera, el mismo militar aprovecha y me da un fuerte golpe en la cara, con la mano abierta. El doctor comprueba que no tengo falta de aire y que mi presión arterial es adecuada; me llevan entonces a una celda de castigo, no sin antes repetir el protocolo de desnudarme y hacer las cuclillas. Allí estuve poco tiempo, me trasladan de celda. Durante el resto del recorrido fuera del cubículo, el militar que me golpeó me aplicaba “la bicicleta”: me agarraba por las manos, que estaban atadas sobre mi espalda, y me forzaba a inclinarme hacia abajo. Una vez que entré en el cubículo, nuevamente el mismo protocolo: desnudarme y hacer cuclillas, mientras algún militar repetía que iba a llamar al proctólogo. La pesadilla estaba lejos de terminar.

Condiciones de la reclusión

Como muchos, no había dormido desde mi detención, pero me fue imposible hacerlo por varias dolorosas horas. Mi cuerpo no fue nuevamente golpeado, sí el de muchos otros que entraban al cubículo o salían del solario camino a sus celdas a empujones. Los gritos de dolor o aquellos de los militares para sembrar terror eran punzantes. El sonido de los bastones y otros objetos sobre los cuerpos era horrible. ¡La impotencia era mucha! Finalmente llegó la calma y pude dormir a pesar de que las luces no fueron apagadas. En los días siguientes llegaron otros grupos de detenidos, que pasaron por lo mismo que habíamos pasado y fueron tratados con aún más crueldad.

Estábamos incomunicados. El calor era abrasador y había muchos mosquitos. El techo era bajito, y despertábamos cubiertos en sudor. Había jabón en las esquinas de varias literas, lo que indicaba la presencia de chinches.

Comimos por primera vez desde nuestra detención en la noche del 12 de julio y estuvimos más de dos días sin papel sanitario, jabón, pasta o cepillo dental. La entrega de estos fue acompañada por la cámara que llevaba un oficial -como para que no hubiese dudas del “excelente trato” que nos daban- y la presencia de otros que no se molestaron en pedirnos permiso para grabarnos. Oculté mi cara para no ayudarlos en su sucio empeño. La entrega de cuatro rollos de papel sanitario y un cepillo de dientes a cada uno de nosotros parecía una señal de que el régimen estaba un tanto preocupado, ya que son productos muy difíciles de encontrar en nuestros mercados.

Finalmente, pudimos bañarnos, aunque rápidamente, pues el agua no duraba mucho tiempo. Creo que fue ese día cuando salimos de la celda para que el doctor chequeara nuestras heridas y moretones. Todos fuimos observados, lo que nos hizo pensar que la razón detrás de todo esto era evitar soltar presos visiblemente golpeados. Un notable moretón en mi brazo izquierdo a causa de mi violenta detención me hizo temer que no saldría de allí en varios días.

Los compañeros de celda

Éramos doce en esa celda. El conocernos y hablarnos fue lo que hizo que nuestro encierro fuese más llevadero. Para los más jóvenes y los que tienen hijos fue especialmente duro. No había un televisor que ver, un radio que oír, ni libros o periódicos a nuestro alcance. Uno de los compañeros, de unos sesenta años, apoyaba al régimen cubano hasta que presenció la violencia hacia los manifestantes; su sorpresa fue mayor al vivir nuestra terrible bienvenida a la prisión. Lo mismo escuché de un joven de San Miguel del Padrón.

Como al cuarto día, el primer compañero de celda es liberado. Nos pusimos muy contentos, por él y por nosotros. Sabíamos que podíamos ser los próximos. Yo pensaba que probablemente tardaría más que el resto en ser liberado. Creo que fue ese mismo día cuando, finalmente y bajo presión, decidí hacer declaraciones y tomar el test de orina. Supuse que había videos y fotos circulando por Internet, que me mostraban gritando en la protesta. Aunque podía haber dicho otra cosa para evitar un castigo más fuerte, no mentí sobre mi oposición al sistema político imperante y no expresé arrepentimiento por mis acciones.

Los compañeros de celda seguían siendo liberados y mi turno no llegaba. Estos eran reemplazados por otros, incluyendo un menor de edad que fue liberado poco después. Él dijo haber sido violentamente agarrado por los pelos en la madrugada del 12 de julio, como pasó con varios que portaban larga cabellera. Más historias dolorosas seguían acumulándose en mi cabeza. Algunos fueron golpeados durante su detención, en la estación de policía y una vez más en la prisión.

En los dos cubículos en los que estuve compartí con presos de La Güinera. Lamenté muchísimo escuchar que un manifestante había muerto y que otros habían sido disparados por las autoridades. La bienvenida que les dieron fue horripilante. Fueron brutalmente golpeados. Un grupo nos dijo que fueron enviados a celdas de castigo por unos cinco días, donde la única agua disponible fue la que llevaban los frijoles o las sopas que tomaron.

Acceso a abogado defensor, acusaciones y proceso de instrucción penal

En esos primeros días no pudimos hablar con abogado alguno. Alrededor del sexto día pudimos hablar con nuestros familiares por vía telefónica y ellos pudieron llevarnos artículos de aseo y cigarros. Para los fumadores los días pasados habían sido muy duros. Tenían que pedirles cigarros y con qué encenderlos a los militares, o recoger algún cabo que encontraran en el piso.

Al cabo de diez u once días, soy llamado junto a un grupo de unos quince prisioneros a una sala donde se nos pide que nos bajemos las mascarillas. Frente a nosotros había varios policías que señalan a varios de nosotros como culpables de haberles lanzado piedras durante las protestas en el municipio Diez de Octubre. Uno de mis compañeros de celda había sido acusado de portar un cartel en una calle de Centro Habana. Sin embargo, él había sido detenido junto a otros dos compañeros de celda lejos de ese lugar y negaba la acusación. Ya yo había sido informado días antes de que estaba bajo “prisión preventiva”, y siendo investigado por “desorden público”, “propagación de epidemias” y “atentado”. Entonces, temía lo peor: que los militares estuviesen en contubernio con los policías para acusarnos a la ligera.  Luego, un policía me señala y dice que yo estaba lanzando piedras en Diez de Octubre y que le dije: “Muerto de hambre”. Puras mentiras, aunque vivo en ese municipio, nunca participé en las acciones que se desarrollaron en el mismo. Más tarde, me vuelven a llamar y nos observa otra ronda de policías. Afortunadamente, no soy señalado otra vez.

Como a los doce o trece días de detención es que veo a mi abogado. Me acuerdo porque ese día nos había despertado el derrumbe del repello de una gran parte del techo de nuestra celda. Yo estaba durmiendo en el piso a causa del calor. Rápidamente, me muevo para una esquina, me dolía mucho la cabeza. La cara de uno de los compañeros estaba sangrando. ¡Menudo susto! Luego, nos llevan a la posta médica y somos examinados por el personal allí presente. Tenía una herida en la cabeza, pero no necesité puntos. Por el contrario, mi compañero recibió unos cuatro después de haber sido llevado un hospital.

Los militares estaban muy, muy preocupados por lo que se podía generar a partir de lo ocurrido. Nos tiraron muchas fotos y nos interrogaron para confirmar que el colapso no había sido provocado por alguno de nosotros. También nos graban prestando declaraciones de lo ocurrido. Michel, el de los puntos, es liberado el mismo día, justo después de recibir la visita de su pareja, supongo que para que el hecho no tuviese mayor repercusión.

También, ese mismo día y por vez primera, permiten que seamos visitados por nuestros familiares. Sufrí mucho al ver a mi padre, aunque me alegré de ver finalmente a un ser querido.

Nos cambiaron de cubículo por temor a futuros derrumbes. El nuevo cubículo estaba mucho mejor ventilado y en el cabían unos cincuenta presos. Las condiciones eran un poco mejores y había algunos juegos de mesas hechos con papel o jabón. A mi padre no le permitieron pasarme libros, lo que causaba malestar. Pasaban días y horas, y yo quería al menos agarrar un libro para aprovechar todo ese tiempo.

Últimos días de encierro

Muchos presos habían sido liberados cuando se cumplieron dos semanas. A los quince días, la mayoría fuimos trasladados en uno de esos incómodos camiones a la prisión “Jóvenes de Occidente”. Allí nos raparon las cabezas. Las celdas tenían cuatro camillas, los colchones de la mía tenían chinches, esta vez visibles. No pudimos bañarnos por varios días. Estábamos en cuarentena nuevamente. Más presos son aislados o llevados a hospitales después de que nos realizan pruebas de PCR.

Pasan unos cuatro días y nuestros familiares nos llevan cubetas, artículos de aseo, libros y comida. Al fin mejora nuestra pobre alimentación por unos días, lo que duran los alimentos. ¡Finalmente tengo un libro en mis manos y es una biografía del mismísimo José Martí, fuente inagotable de inspiración para los que luchan por ser libres!

De pronto, recibo la llamada: “Rolando Remedios, recoge tus cosas”. No sonrío, cargo con la culpa del sobreviviente y pensaba que desde aquella celda le era más útil a mi país.

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