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El eslabón perdido de la crisis en Cuba

El estallido social del 11 de julio ha tenido entre sus muchas consecuencias que el Partido/Estado emprendiera un grupo de medidas económicas de alguna trascendencia, pero conservando intacto en lo esencial el modelo estatista-absolutista. No es ocioso recordar que de este modelo afirmó Fidel Castro en famosa entrevista con uno de los editores de la reputada revista norteamericana The Atlantic: «El modelo cubano ya no funciona más ni siquiera para nosotros». Ciertamente, fue una reflexión bien crítica que lamentablemente no se tradujo en cambios.

Un componente no menos importante de las acciones emprendidas, ha sido el maratón de reuniones y debates encabezados por el presidente Díaz-Canel con numerosos sectores (religiosos, juveniles, vecinales, estudiantiles, campesinos, obreros, economistas y periodistas). Ha sido una suerte de catarsis colectiva en que los tonos críticos se han expresado en mayor o menor medida. Es como si, de repente, la dirigencia cubana descubriera una abultada agenda de problemas no resueltos e ignorados durante décadas (como el caso de los barrios marginales). Cabe preguntarse, ¿hará falta otro 11 de julio para profundizar el ritmo y alcance de las reformas?

No obstante, más allá de ahondar en esto último, es imprescindible abordar la dimensión política de la actual situación, ella representa el eslabón perdido para una efectiva superación del estado de crisis acumulada.

En la neo-lengua oficial prevaleciente, el término Revolución es abusado hasta la saciedad, lo que ignora que desde los años setenta una dinámica de revolución se agota (las grandes transformaciones se completan hacia fines de los sesenta) y sobreviene entonces lo que comenzó a denominarse como institucionalización. Esa última, mal que bien, identifica hasta hoy el funcionamiento institucional del país (Partido, Constitución, Poder Popular y su Asamblea Nacional, planes económicos, congresos, presupuesto y otros; en medida considerable copiando del modelo soviético).

Desde entonces se perfila la actual estructura de Partido/Estado; el estatismo-absolutista que culmina proclamando al Partido como fuerza superior de la sociedad y Partido de la Nación, como si este partido político —más allá de sus méritos y respaldo popular— fuera capaz de encarnar una rectoría por encima de la Nación, el Estado y el Gobierno, con un ejercicio verticalista e inapelable del poder hasta sus más mínimos detalles. La máxima del rey francés Luis XIV: «El Estado soy yo», empequeñece ante el enunciado de «Partido de la Nación».

Eslabón perdido (1)

«El Estado soy yo» es una máxima atribuida al rey Luis XIV de Francia. Luis XVI, su sucesor no inmediato en el trono, fue guillotinado por los revolucionarios franceses.

Por otra parte, el grado de homogenización económico-social de inicios de los setenta —donde casi todo el mundo era empleado del Estado—, podía tal vez permitirse enunciados tan absolutistas y que nada tenían que ver ya con la noción de «Partido de vanguardia». Aclaro: el enunciado de vanguardia entraña un nivel de competencia respecto a otros contendientes y actores; sin esto, la referida condición se suplanta por la percepción de poder absoluto. Pero aún esa homogenización no era capaz de conciliar desencantos, creciente hostilidad y oposición al modelo dominante.

Desde las primeras emigraciones masivas (Boca de Camarioca – Vuelos de La Libertad), se comenzaba a advertir en el deseo masivo de ir al exilio o emigrar una importante modificación relacionada con la composición social de los que se marchaban.

En 1969, el entonces ministro del Interior, comandante Sergio Del Valle, apuntaba a semejante modificación al alertar —en una reunión a puertas cerradas— que la mayoría de los que marchaban no eran ya burgueses o sus servidores, sino mucha gente trabajadora. Tal planteamiento preocupó momentáneamente pero fue ignorado. Luego vendrían el éxodo del Mariel (1980) y el llamado Maleconazo (1994), con sus secuelas migratorias de decenas de miles de cubanos.

Esa homogenización o uniformidad económico-social quedó atrás hace décadas. Comenzó con la entrada de los dólares de exiliados y emigrados —además de sus múltiples influencias en términos culturales y políticos— y ha continuado hasta nuestros días, cuando cerca de un millón de cubanos se vinculan al emergente sector privado y donde la población rural se libera paulatinamente de mecanismos estatales. Más aún, con la aparición de la industria turística y la todavía muy modesta e incompleta inversión extranjera (IE). Es elemental concluir que, en estas circunstancias, la sociedad cubana está muy distante de aquella de comienzos de los setenta.

Es válido recordar que en las primeras elecciones de los setenta se registró un 98% de participación y aprobación. Las elecciones del 2018, por su parte, aportarían cifras elocuentes:

– De 8 millones 926 mil 575, votaron 7 millones 399 881 para un 82.90%.

– Por el listado oficial —orientado en la consigna «Votar por todos los candidatos»—, votó el 60.44%.

– Votó selectivamente —contrariando la consigna oficial—, el 19.56%.

– No votó —ignorando los repetidos llamados—, el 18.10%.

Eslabón perdido (2)

Esas tendencias estadísticas mostraban importantes variaciones en el comportamiento del electorado, tanto entre los que votaron como en la creciente abstención y votos negativos. Tales cifras aconsejaban algunas importantes e imperiosas modificaciones al sistema electoral, pero, una vez más, fueron desestimadas.

Cualquiera puede especular acerca de los resultados a esperar para el 2023, pero no resulta disparatado imaginar que los mismos serán mucho menos favorables. ¿Se llegará a una coyuntura —como predijera a comienzo de los noventa el entonces miembro del Buró Político, Jorge Lezcano— de «gobernar en minoría»?

Si aquello que aprendimos los más mayorcitos sobre «base y superestructura» le asiste no poca razón, no es posible continuar aferrados a un modelo económico probadamente inoperante y mucho menos a una superestructura política, instituciones y legislación que en muy poco se corresponden con semejante base.

A esa diversidad económico-social tiene necesariamente que corresponder una diversidad política, que debe expresarse en una pluralidad política, institucional y legislativa. Dicha realidad fue ignorada y sofocada en el momento de proceder a adoptar una nueva constitución, que de nueva tiene poco.

Se rechazaron todas las propuestas realizadas por muchos ciudadanos en el proceso de consulta popular, por ejemplo, sobre la necesidad de un reordenamiento integral de los mecanismos electorales de elección indirecta, —dedazos en buen cubano— y la ausencia de diversidad entre los candidatos. Fue olvidado algo que razonara el propio Fidel Castro en los preparativos de la primera Constitución, cuando afirmó que sería muy aburrido votar por candidatos únicos.

Eslabón perdido (3)

Promulgación de la Constitución Socialista el 24 de febrero de 1976. (Foto: Liborio Noval/Granma)

Hoy se impone la necesidad de expresar esa diversidad en instituciones, asociaciones, medios de información y sus expresiones políticas; capaces de ventilar sus consensos, inquietudes, desacuerdos y oposición a todos los niveles, desde la Asamblea Nacional hasta la presidencia, desde la formación del gobierno hasta ejercicios legislativos con derecho al veto de las mayorías.

No propongo —entiéndase bien— una vuelta al relajo de las instituciones hasta 1952, ni tampoco que se me tilde de abogar por la democracia burguesa. Los campesinos y cooperativistas, los pequeños y medianos propietarios, empresarios y profesionales, creyentes y no creyentes, podrán tener sus espacios políticos, parlamentarios y de asociación (no aquella ficción de inicios de los noventa). Todo ello se podrá expresar y discutir en la Asamblea Nacional, donde las votaciones serán secretas y no a mano alzada.

La gente revolucionaria y los propios militantes del Partido podrán expresarse sin temor a sanciones o represalias. Será muy saludable tener un «partido de herejes» (en el buen sentido del término) dentro de las filas del Partido Comunista, o de cualquier partido, y no miembros obedientes y silentes.

Granma puede continuar siendo un órgano oficial, la TV o Cubadebate (que nada debate) y otros órganos oficiales —todo lo aburrido y monótonos que quieran—, pero los «herejes» tendrían todo el derecho a sus espacios dentro de esos órganos, o a medios informativos propios, y no limitados únicamente a blogs y redes sociales en los cuáles escuchar informaciones y criterios alternativos. Y que prevalezca el mejor, el más eficiente, el más persuasivo, con los mejores argumentos.

Es este el eslabón perdido que esencialmente falta en la experiencia de Cuba, que salve las realizaciones esenciales, so pena de perderlo todo a corto o mediano plazo.

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