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Humor y cultura en el socialismo

Entre los rasgos más comunes de la cultura del socialismo han estado sus innumerables chistes políticos.

Uno de los años 80 decía: 

Erick, un perro que vive en Leipzig, visita a Gunther, su primo de Frankfurt. Este lo lleva a pasear, y comer salchichas. Pero a Erick le gustan más las de la RDA, que son más baratas. Pasan por delante del Instituto Tecnológico, y Erick comenta que la Universidad de Leipzig es más hermosa, y además, gratuita. Ven pasar a unos turcos y unos africanos que se quejan del precio de la renta; y Gunther dice que en la RDA todos son propietarios de sus casas. Gunther lo invita a oír un concierto de Bach, y Erick le responde que está cansado de oír a Johan Sebastian en la misma iglesia de Leipzig donde está enterrado. Al fin del día, Gunther le dice: «Pero primo Erick, ¿y qué te dio por venir a Frankfurt, aparte de verme a mí? El otro responde: «Que tenía muchas ganas de ladrar.»  

En su ensayo sobre el chiste en Europa del Este y la URSS, Abel Prieto analiza algunos de sus tópicos y motivos. Al tomarlo como espejo de las contradicciones culturales de aquel socialismo, pone como ejemplo al osito Misha, símbolo de las Olimpiadas de Moscú en 1980, que califica como imitación vergonzante de un personaje de Disney, aspirante a representar la modernidad. Tanto era el culto que se rendía a la modernidad occidental en esos países, que casi el principal tema de aquellos chistes era “el atraso“ prevaleciente en el modo de vida socialista. El autor señala, no obstante, que una parte de esos cuentos populares también criticaba aquel socialismo desde la izquierda, y le imputaba el desgaste de los ideales y legados históricos.      

En Cuba, como se sabe, el humor popular no solo ha tomado como objeto a burócratas o funcionarios del Partido (PCC), sino a intelectuales, guajiros, ancianos, inmigrantes canarios o gallegos, chinos, negros, gays, mujeres, pinareños, rusos, turistas, guantanameros, guapos, militares, artistas, curas, e incluso a Jesús, la Virgen María y al propio Dios.

Ha sido posible escuchar esos cuentos populares, por cierto, en boca de algunos hijos de canarios, gallegos, rusos, así como de negros, gays, católicos, intelectuales y militantes de ese mismo Partido. Discutir en qué medida esos chistes nuestros proyectan prejuicios y estereotipos, diferenciar en ellos la irreverencia y el rechazo, atribuirles un efecto sacrílego o, por el contrario, verlos como un modo de exorcizar nuestras insuficiencias, daría pie a un debate. Este podría partir de impresiones y reacciones, como hace la crítica de costumbres, y del activismo antirracista y de género, pero también de los recursos de la investigación literaria, la antropología, la semiología, los estudios subalternos y la sociología del humor, que lo entiende como fenómeno cultural.

Según ocurre con otras manifestaciones de la cultura, los chistes no equivalen a crónicas de la opinión pública ni a espejos de la sociedad en su conjunto. Podrían tomarse como representaciones que habitan en la psicología social de diversos grupos, y que sacan a flote todo tipo de valores, algunos considerados negativos. Puesto que la cultura no es un paradigma de civismo y justicia, los chistes contienen síntomas de actitudes sociales que de otra manera pensaríamos inexistentes o «superadas.» Naturalmente, limitarse a verlos así no agota su significado ni su funcionamiento en el proceso de una cultura política viva mucho más compleja.  

Claro que en esa cultura política también es posible distinguir elementos asociados a prejuicios y posiciones ideológicas. De hecho, cuando el oído de cualquier cubano recoge un chiste, siempre ha podido distinguir entre los que les sacan la lengua a sus defectos para caricaturizarlos; y los que le enseñan los colmillos, con la marca de origen del anticomunismo. En estas notas solo me ocuparé de los primeros.

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Un tópico de los chistes políticos cubanos ha sido, por ejemplo, la retórica de nuestras relaciones con el campo socialista:

Un cura y un coronel del MININT, amigos de la infancia, se saludan en la Plaza de la Catedral. Enseguida se preguntan por qué el otro cogió ese camino, y terminan en una discusión filosófica sobre la materia y el espíritu. Deciden tomar de árbitro a un cubano que pasaba por allí, con algunos tragos. El cura le pregunta quién creó el mundo, y este le responde que ha sido el Señor. Pero en medio de la neblina del ron, descubre que el oficial del MININT escucha detrás del cura, y añade: «Pero lo hizo con la ayuda desinteresada y solidaria de la Unión Soviética».  

Hace unos años, un cortometraje cubano se valía del absurdo como recurso artístico para contar cómo unos oficiales de la Seguridad del Estado pedían permiso a un ciudadano para instalarle micrófonos en su casa. Argumentaban que respondían al reclamo de transparencia, y además habían descubierto que las opiniones del ciudadano estaban siendo útiles al Partido. Sin abandonar el absurdo y la ironía, los personajes mostraban un tono de diálogo y entendimiento. Estigmatizar este humor político como subversivo porque coge de material a la Seguridad sería lo mismo que censurar, antes de detenerse a analizar la visión que propone, una instalación artística como las que he visto en la Bienal de La Habana, donde, por ejemplo, una réplica en miniatura de Villa Marista (sede de la Seguridad del Estado) aparece junto a las de Langley, Quantico, la KGB, el Mi5. 

https://youtube.com/watch?v=R1uqo2H2OmA&feature=oembed

Como se sabe, el arte del socialismo, desde Vladimir Maiakovski hasta Tomás G. Alea, ha puesto en solfa a la burocracia, ridiculizando sus mecanismos y burlándose de su estilo triunfalista. Los chistes políticos cubanos han hecho lo mismo: 

En un congreso mundial sobre los elefantes, se presentan ponencias. Los americanos exponen sobre los negocios y el mercado de los elefantes; los franceses, sobre su vida sexual; los alemanes, sobre prolegómenos a una fenomenología paquidérmica; los soviéticos sobre su lugar en la lucha por la paz. Cuando le toca al cubano, este explica que no ha tenido tiempo de escribir nada, pero quiere hacer una declaración: «¡En el año 1999, Cuba será el primer exportador mundial de elefantes!».

Probablemente nada en la cultura política cubana ostenta un sello del socialismo real comparable a los medios de comunicación. Criticados en todas partes, congresos de los periodistas y del PCC incluidos, los medios se mantienen con esa marca de origen, y han sido un blanco de chistes políticos desde siempre:

Reagan, Gorbachov y Fidel llegan al más allá, donde se encuentran con Napoleón. Este les habla de la batalla de Waterloo. Le dice a Reagan que si hubiera tenido su fuerza aérea, no la habría perdido (la batalla); y tampoco le dice a Gorbachov si hubiera dispuesto de la flota naval de la URSS. Entonces le dice a Fidel: «Si hubiera tenido el periódico Granma, habría perdido la batalla de Waterloo. Pero nadie se habría enterado».  

En su esquema clásico, la dramaturgia de muchos cuentos cubanos incorpora a los presidentes de EEUU, la URSS y Cuba. Los primeros se revelan arrogantes, ineptos para descifrar los acertijos conservadores, lentos; mientras el cubano exhibe ingenio y sentido común, para terminar “llevándose el gato al agua”. En buena medida, el personaje de Fidel en esos chistes retrata las cualidades con las cuales los cubanos se autoidentifican.

Los cuentos donde aparece como personaje el comandante Fidel se remontan al inicio mismo de la Revolución:

Fidel muere, pero no se sabe si está en el purgatorio o el infierno. Preocupado, Raúl llama a los dos lugares y nadie sabe de él. Al cabo de un mes, se decide a llamar al cielo. Al contestar el teléfono, San Pedro dice: «Cooperativa celestial, Patria o Muerte, Venceremos, dígame».

El Fidel de esos chistes alterna con personajes vivos y muertos, reales y legendarios, en un mismo nivel.  Los cubanos de visita en la URSS y Europa del Este se sorprendían al contrastar esta imagen con las de los líderes que poblaban los cuentos escuchados en Varsovia, Praga o Moscú. Aunque la agilidad mental e imaginación de que hace gala el personaje podrían catalogarse como rasgos cubanos; su voluntad, persistencia y poder de persuasión alcanzan dimensiones míticas.

Un chiste de los años 80 narraba:

Fidel muere y se aparece en la puerta del cielo, donde pide hablar con Jesucristo. San Pedro no lo deja, pero Fidel insiste, hasta que Jesús, curioso, accede. Aunque San Pedro le advierte que no puede hablar por más de 15 minutos, pasa el tiempo y, dos horas después, se decide a irrumpir, en el momento que Jesús se encuentra diciéndole a Fidel: «Estoy de acuerdo con todo. Lo que no entiendo es por qué yo tengo que ser el Segundo secretario».

Aunque interpretar los chistes como una crónica social resulta excesivo, no cabe duda de que, como las obras de arte, estos recursos de humor hacen destellar ciertas aristas del mundo que nos rodea. 

Tomando en cuenta las imágenes sobre la Isla que circulan en estas últimas semanas, se puede apreciar que hay muchas Cubas —no solo dentro sino fuera—, que aparecen retratadas en los chistes políticos. Difícilmente esta idea se pueda ilustrar mejor que en un cuento de fines de los 90:

La caravana de Fidel y el Papa recorre el Malecón, cuando un golpe de viento lanza al mar el gorrito del Pontífice. Fidel se baja, camina sobre las aguas, lo recoge y siguen su camino. Al día siguiente, L’Osservatore Romano reporta: «Miracolo all’Avana! Il Papa fa camminare sull’acqua Castro.» El Granma pone: «Fidel rescata el gorro del Papa. ¡Otra victoria del socialismo!» El Nuevo Herald proclama: «Ya Castro está en las últimas. ¡Ni siquiera puede nadar!».

Referirse al humor en la cultura del socialismo cubano requiere, como todo lo demás, marcar tiempos. Hace 35 años, en medio de los 80, empezaron a crecer y multiplicarse los grupos humorísticos. De su trabajo y perseverancia se derivó un nuevo arte de la comedia, con personajes, talleres, grupos promotores y diálogos con la política sin los que serían inconcebibles programas cómicos que pudieron reírse luego de la libreta de abastecimiento, los jefes de empresas o los vigilantes de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR). Dilatar esas fronteras del humor podría fomentar una cultura política capaz de reírse de sus excesos, desencartonar la solemnidad, acercar no solo el oído, sino también la voz a la tierra.

Si entre tantos sueños en competencia me pusieran a elegir uno, invitaría a algunos amigos humoristas para que contribuyeran a la formación de comunicadores, cuadros políticos, maestros y todo al que le tocara dirigir o interactuar con gente diferente. Que les enseñaran el arte y la técnica de encantar al auditorio, ejercer una conversación motivadora, encender la imaginación, provocar la inteligencia, hacer pensar con gracia, desde la cultura del buen reír que impregna la mejor literatura, el teatro, el cine, la música, y otras artes cubanas.

Recuperar la herencia cultural del humor político cubano, e integrarlo a la vida, en oposición a la ciberchancleta y el vitriolo que hoy pasan por diálogo y reconciliación, sería una manera de pensarlo. 

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