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El poder del voto popular

Cinco años hace que el sociólogo Juan Valdés postulara: «El socialismo no puede posponer indefinidamente la democracia que ha prometido». Si bien en Cuba sus palabras son un reclamo vigente, la cuestión se remonta a los albores del ideal socialista, cuando el pueblo se lanzó a destruir el viejo régimen feudal en pos del reino de libertad y justicia para todos. Hagamos un poco de historia de la tradición democrática socialista y analicemos el papel que puede (re)asumir el voto popular en la superación pacífica de la crisis cubana actual.

-I-

Si a los creadores de las primeras corrientes socialistas (cristianos, utopistas, anarquistas, lassalleanos, marxistas) les hubieran dicho que sus ideas terminarían fructificando en regímenes opresores y burocráticos, reirían a carcajadas. Los fines a los que se consagraban eran hacer realidad los ideales democráticos de Libertad, Igualdad y Fraternidad, tergiversados por los regímenes dictatoriales y oligárquicos establecidos tras los procesos de restauración conservadora que sucedieron a las revoluciones europeas y americanas.

En Marx, el famoso término «dictadura del proletariado» hacía referencia al carácter clasista del Estado, que los individuos percibirían como dictadura o democracia según el lugar que ocupara su clase social en la respectiva formación económico-social. Tal enunciado no implicaba preferencia alguna por formas de gobierno tiránicas y antidemocráticas, como usualmente se plantea.

Por el contrario, el Estado socialista sería un organismo social en extinción, en el que las estructuras de democracia participativa adquirirían cada vez más peso y donde las funciones gubernamentales irían pasando a los colectivos laborales, instituciones y organizaciones de la sociedad civil. De hecho, el término más empleado por Marx, Engels y los movimientos socialistas y anarquistas para referirse a los futuros sujetos de la producción en el socialismo era el de «productores libres».

La Revolución de Octubre en Rusia (1917) se hizo bajo el lema de «¡Todo el poder a los soviets!», consejos populares de soldados, obreros y campesinos pobres que se formaron durante la crisis de gobernabilidad del Imperio Ruso tras los desastres militares y económicos sufridos en la Primera Guerra Mundial.

El partido de los socialdemócratas rusos defendía estos principios libertarios y una mayor transparencia y participación en la toma de decisiones gubernamentales. Así fue hasta que los bolcheviques tomaron el poder a nombre del pueblo y se aplicaron a defenderlo, no solo contra la reacción interna y externa (1918-1921), sino también de las restantes fuerzas de izquierda.

En ese contexto de guerra a muerte se inició el proceso gradual, y no exento de resistencia popular, de sustitución del poder de los soviets de obreros, campesinos y soldados por los burócratas del PCUS y el Estado soviético.

Paso a paso, lograron neutralizar y/o aplastar los mecanismos del poder popular y sustituirlos por sus propios instrumentos amañados para eternizarse en el poder. Con cada limitación sobre el control obrero y la crítica revolucionaria, la revolución obrero/campesina fue cediendo paso a la contrarrevolución burocrática.  

En este sentido, es imprescindible conmemorar reflexivamente un centenario olvidado: el de lo ocurrido en torno al disenso/consenso dentro de las filas del propio Partido Comunista Ruso (bolchevique) en marzo de 1921. No solo por su valor para la historia del movimiento socialista, sino por la significación que reviste para lo que acontece hoy en Cuba y entre la deteriorada izquierda internacional.

Hasta entonces, en los partidos comunistas se admitía la existencia de grupos (facciones) para defender una posición determinada. Mas, durante el X Congreso bolchevique, la máxima dirección cerró filas contra la llamada «Oposición Obrera», dirigida por A. Shliápnikov. Esta corriente postulaba que los sindicatos debían controlar la gestión económica del país a través de un «congreso de productores», mientras el partido sería el guía político e ideológico de la nueva sociedad. Su mensaje cargó contra la burocracia naciente y prometió una gestión económica más eficiente a partir de la iniciativa de los trabajadores.

Voto (2)

Alexander Shlyapnikov (1885-1937)

El grupo rechazaba rotundamente las propuestas de Lenin y Trotsky de gestión cuasi militar de los sindicatos, unidos a la administración y dependientes del partido. Además, exigían que las responsabilidades en economía contaran con su beneplácito y que las fábricas quedaran en manos de comités elegidos por el voto directo de los trabajadores.

Ante el peligro de debilitamiento interno frente a la agresión extranjera por estas desavenencias, el X Congreso aprobó una resolución que prohibió la actividad de grupos disidentes en su seno y otra que condenaba las acciones de la «Oposición Obrera» a la que consideraban una «desviación sindicalista y anarquista». Los sindicatos se convertirían en escuelas de comunismo, encargados no de representar los intereses obreros ante el Estado socialista, sino de ser correas de trasmisión que harían llegar las orientaciones de los jefes a los trabajadores. Desde entonces, la prohibición de las disidencias se estableció como principio de organización de los partidos comunistas.

Acorde con ello, se limitó más la participación/disenso con el predominio del voto público, convertido en instrumento de la burocracia para imponer sus decisiones. De ahí que Trotsky, quien inicialmente impulsara esta idea, considerara después el retorno al voto secreto como uno de los pilares de la lucha antiburocrática.

El mismo Lenin advertía en sus textos finales sobre la necesidad de garantizar la participación activa del pueblo ruso en los soviets hasta convertirlos en «órganos de gobierno para los trabajadores», en lugar de «órganos de gobierno de los trabajadores».[1] Al unísono, mostraba creciente preocupación por la «úlcera burocrática» que empezaba a minar al joven Estado, por lo que advertía que no se podría «renunciar de ningún modo a la lucha huelguística» siempre que estuviera dirigida contra las desviaciones burocráticas del Estado proletario, que se manifestaban no solo en los soviets, sino también en «el aparato partidario», ya que «la dirección del partido lo es también del aparato soviético».[2]

Un siglo después, el modelo estatizado y burocrático de socialismo cubano padece aún de esa atrofia democrática, solidificada por años de prácticas verticalistas y acentuada por el militarismo, que se nutre del enfrentamiento permanente de la Isla a la agresividad de los gobiernos estadounidenses.

-II-

Los sucesos del 11-J en Cuba han cuestionado públicamente, como nunca antes, las condiciones de hegemonismo burocrático, y demuestran la necesidad de transformaciones de las formas de gobernanza tradicionales. Es un imperativo empoderar a los sectores populares y desbancar de sus posiciones de privilegio a los burócratas soberbios que hoy se alzan sobre los hombres y mujeres de a pie.  

Para encauzar la energía de los protestantes de manera cívica, es hora de rescatar la idea original de los Consejos Populares como órganos de base del poder de los trabajadores a todos los niveles, y garantes del sometimiento de la burocracia a los verdaderos fines populares.

El modelo del actual Poder Popular —establecido en 1976, en pleno apogeo del sistema socialista mundial— permanece casi idéntico al original cuarenta y cinco años después, a pesar de que el mundo y Cuba han cambiado mucho y que el campo socialista desapareció hace tres decenios.

Voto (3)

Fidel Castro ejerce su derecho al voto en las elecciones de delegados del Poder Popular, en el municipio Plaza, 11 de octubre de 1981. (Foto: Prensa Latina / Sitio Fidel Soldado de las Ideas)

No obstante, hay que tener en cuenta que su persistencia fue aprobada por la mayoría de los electores en el referéndum que aprobó la Constitución de 2019. De ahí que los que aspiramos a reformar pacíficamente la sociedad cubana debamos analizar cómo aplicar el potencial democrático que late aún en su diseño a partir de sus peculiaridades.

La más importante de ellas es que, a diferencia del esquema soviético original, el PCC no propondría los candidatos directamente, sino que estos saldrían de las asambleas de vecinos y las propuestas de las organizaciones de masas. En casi medio siglo, la inmensa mayoría de los delegados y diputados han sido militantes del PCC y ni uno solo ha cuestionado o criticado al Gobierno por sus decisiones en los diferentes niveles.

Dicha situación pone de manifiesto, más que la simpatía y/o apatía de los electores por los candidatos, la confianza mayoritaria que se tuvo en el liderazgo carismático de Fidel, y el sólido blindaje que brindan siempre al Estado/Gobierno/Partido las Comisiones de Candidatura, encargadas de filtrar políticamente —a niveles de municipio, provincia y nación— a todos los candidatos.

Con el tiempo, las cada vez más vacías Asambleas de Circunscripciones del Poder Popular, muestran el desgaste y pérdida de credibilidad del sistema en sus bases, expresión de la enajenación de los electores ante los ineficaces mecanismos de gestión de sus representantes, incapaces de hacer frente al poder hegemónico de los burócratas de nivel medio y superior. Sin embargo, con el fin de empoderar a los habitantes de los barrios y sus representantes, el hecho de descansar en el poder del voto popular brinda amplias posibilidades de revalorización democrática de estas asambleas ciudadanas en la actual coyuntura nacional. 

¿Qué sucedería si candidatos a delegados y diputados de otros perfiles ideo-políticos fueran propuestos y avalados por la mayoría a nivel de circunscripciones? ¿Aceptarían los electores que las Comisiones de Candidatura negaran a estos candidatos independientes la posibilidad de disputar el voto popular a los representantes tradicionales del Partido/Estado/Gobierno mediante criterios amañados y falaces? ¿Tras tantos años de alienación política, acudirían los electores a votar por los candidatos de su preferencia en contra de las orientaciones de los organismos superiores?

Esta situación hipotética de enfrentamiento en las urnas podría presentarse también en las asambleas sindicales, elección de los ejecutivos de las empresas e instituciones, asambleas de las organizaciones sociales y de masas y en cuanta reunión sea preciso decidir y elegir mediante el mecanismo del voto. Para que funcione esta propuesta sería preciso garantizar el voto secreto y directo y que las comisiones de escrutinio se formaran con representantes de los diferentes candidatos en disputa.

Si en la hora actual de Cuba queremos superar el influjo de los extremistas y violentos de cualquier signo político-ideológico —quienes solo se someten al predominio de la fuerza bruta—, en los marcos del Estado Socialista de Derecho, solo hay un camino: revalorar y empoderar en todos los niveles de la gobernabilidad el sagrado y casi olvidado poder del voto popular, piedra de toque de cualquier ejercicio genuinamente democrático  y expresión fundamental de la voluntad  de la ciudadanía en contextos de paz, libertad y soberanía popular.

***

[1] «Informe sobre el programa del partido», p. 51, citado por M. Harnecker en: «Cómo vio Lenin el socialismo en la Unión Soviética», en América Libre, Buenos Aires, diciembre de 2000.

[2] Respectivamente en: «Informe al X Congreso del PCR (b)», 16-3-1921, O.C., t. 35, pp. 35-74; «Sobre el papel y las funciones de los sindicatos», 30-12-1921 al 4-1-1921, O.C., t. 36, pp. 109-110; «Informe en la Asamblea General de los comunistas de Zamoskvorechie», 29-11-1920, O.C., t. 34, p. 143; «Conferencia del PC(b)R. de la Provincia de Moscú», 20 al 22-11-1920, O.C., t. 34, p. 126, en M. Harnecker: ob. cit., pp. 3-4.

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