Escrito por César López Gil
Tokio, 1 ago(ACN) “Estoy hecho mierda. Ya no estoy para esto”, el pesista chileno de origen cubano Arley Mendez, campeón mundial en el 2018 , lo dijo, muy enfático, al anunciar su radical decisión de retirarse luego de una mala actuación en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020.
Quedó descalificado luego de un sólo intento válido en arranque y tres levantamientos nulos en envión en la división de los 81 kg, y entre lágrimas y airado refirió que se retiraba de la halterofilia y el deporte, pues ya no estaba “para eso”.
“Yo me iba a retirar hace tiempo, pero sabes lo que pasa: tengo familia y tengo que alimentarla. Este es mi trabajo. Me gusta competir, pero estoy sufriendo mucho. El deporte me está haciendo mal”, expresó a modo de disculpa, aunque admitió que su positivo a marihuana par de meses ante de los Juegos fue por haber consumido deliberadamente la droga.
Lo hice adrede para irme al carajo, se lamentó el pesista recordando su historial de lesiones, depresión y frustraciones, y sus expresiones de decepción han dejado cola entre las autoridades deportivas de su país de adopción, quienes le otorgaron un aval para que pudiera competir en Tokio.
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Este drama acerca de la derrota y sus repercusiones es mucho más habitual que lo que reflejan los medios. A fin de cuentas la experiencia de este artemiseño nacionalizado chileno es consustancial a la inmensa mayoría de los más de 11 mil atletas de 206 países participantes en estos Juegos, pues en el deporte lo más común es perder que ganar.
Solo se distribuirán unas cinco mil medallas de oro, plata y bronce en esta cita, así pues habrá más vencidos que ganadores, y los primeros puestos en los 33 deportes en disputa solo serán 333. Ser parte de esta ínfima parte de triunfadores en un universo tan amplio le está dado por lo general a quienes despliegan sus mejores cualidades, maestría, experiencia y voluntad.
Tenistas llenos de gloria y millones que rompen raquetas cuando pierden, peloteros lanzan iracundos sus bates y cascos, ciclistas que disparan sus pomos de agua, pelotas que salen despedidas por la ira, las softbolistas de una país latinoamericano que botan sus uniformes a la basura luego de perder la medalla de bronce, nadadores que lloran su caída, futbolistas con sus manos en la cabeza y cara de agobio, boxeadores que sabedores que perdieron sus peleas desfogan ante las cámaras de TV su malestar contra los árbitros…, tales son las reacciones a la derrota en las imágenes de esta Olimpiada.
Cada vez más la victoria es más deseada, apetecida, mitificada, pues es el ideal de una sociedad postmoderna donde el triunfar en la vida es la garantía simbólica de que la existencia humana tiene algún valor. Aquellas palabras del Barón Pierre de Coubertin, el creador del movimiento olímpico moderno: “Lo importante en la vida, no es el triunfo sino la lucha. Lo principal no es haber vencido, sino haber luchado”, debían entregarse junto con los documentos de participación en cada cita.
Mucho más que haya estadios llenos o la rivalidad de las competencias, de los títulos que dan fama, dinero y premios, de los millones que genera con la comercialización de su práctica, o de su trivialización en los medios de comunicación, el deporte influye en la vida social a todos los niveles, pues genera mejores personas y colectivos, impulsa con su práctica la salud y los sanos hábitos de vida, y a través del espíritu de la competición y del logro contribuye a que se desarrollen las habilidades para poder superar nuestros límites como especie.
Así que perder no es tan malo como parece, todos (o casi todos) pierden. Solo los grandes de espíritu entienden que cuando pierden o caen el levantarse es lo que los hará aprender más, practicar más, mejorar y crecer. Como decía el novelista, dramaturgo, poeta y crítico irlandés Samuel Beckett: “Inténtalo. Fracasa. No importa. Inténtalo otra vez. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”.
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