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Derechos, consignas y palabras mágicas

La vieja consigna «la calle es de los revolucionarios», acaso justificable décadas atrás, cuando Cuba no se regía por ninguna constitución, fue recordada por el Presidente de la república en una comparecencia televisiva. De inmediato se lanzó la campaña: Había llamado al enfrentamiento callejero entre ciudadanos.

Él matizó la consigna en las intervenciones posteriores, y ha repetido que no fue esa su intención, pero el daño estaba hecho. La frase ha sido y es usada y abusada constantemente: Ya vimos las consecuencias.

Prefiero creer que fue un exabrupto propio de la excitación del momento, pues regresaba de un encuentro, posiblemente el primero en su vida, con una manifestación de protesta contra el gobierno. Había descubierto la existencia de una realidad diferente de la registrada en los informes oficiales a que tiene acceso, y de la dibujada por la prensa autorizada.

Una realidad que, estoy convencido, no tiene oportunidad de ver en sus «encuentros con las masas».

Nuestros dirigentes políticos y estatales viven inmersos en una realidad que no es la del resto de los ciudadanos. En parte es la que desean ver, en parte es la que les permite ver su círculo inmediato de «colaboradores», entre ellos la prensa. Ese desconocimiento no es el único problema del país, pero está entre los más importantes.

Resulta que fue una de las causas que llevaron al derrumbe del llamado «campo socialista»…, pero se dice que nadie escarmienta por cabeza ajena.

Los noticieros muestran cómo, constantemente, los dirigentes se «relacionan con las masas», pero solo para prensa y dirigentes es un secreto que pocas veces esas masas actúan con espontaneidad.

Tales «encuentros», en sentido general, se producen en medio de la parafernalia de seguridad (imprescindible, pues hay que resguardar sus vidas), de «aseguramiento» (para acomodar la realidad al gusto del dirigente: calles y aceras limpias, caras sonrientes, niños con banderitas, viejita agradecida…) y de prensa acompañante, sobre todo cuando se trata de las principales figuras políticas del país.

Una cosa es pasear en medio de una «masa complacida» que corea consignas preparadas de antemano, y otra muy diferente encontrarse de sopetón, frente a frente, en plena calle y sin muchos preparativos, con gente insatisfecha que hace colas, sufre carencias y maltratos de funcionarios cuyos oídos son sordos a sus quejas, y descubrir que «la masa» reclama derechos y exige solución a sus problemas, no discursos que exhorten al sacrificio en aras de un futuro mejor que, cual línea del horizonte, nunca se alcanza.

No es lo mismo tomar un voto de pobreza que ser pobre, me comentaba hace años una amiga presbiteriana. La frase podría referirse a nuestros dirigentes. No es lo mismo «compartir los sentimientos del pueblo» que vivir la vida del pueblo. Se piensa como se vive, y no al contrario, como a veces nos han querido hacer creer.

Se puede pensar en el pueblo con sentido de solidaridad y responsabilidad hacia él, no lo niego; pero jamás se podrá sentir con la misma intensidad, desde una oficina refrigerada y con las necesidades vitales garantizadas, la frustración y el dolor del ciudadano de a pie cuando, luego de perder varias irrecuperables horas de su única vida en una cola para llevar algo de comer a su familia, llega un empleado y anuncia: «Se acabó», o «Es la hora de cerrar».

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«(…) la frustración y el dolor del ciudadano de a pie cuando, luego de perder varias irrecuperables horas de su única vida en una cola…» (Foto: Yamil Lage/AFP)

Cuando al ciudadano le ocurre eso un día sí y otro también, y no encuentra vía por dónde encauzar su frustración, por muy respetuoso de las leyes que sea, llega un momento en que en su interior despierta la fiera atávica que todos llevamos dentro. Entonces grita, en el mejor de los casos: Las condiciones para el disturbio callejero están creadas.

Con esa realidad también se encontró el Presidente aquel día.

No reclamo que él o sus ministros hagan horas de cola para comprar un medicamento necesario para el abuelo, y ni así adquirirlo, para que experimenten en carne propia el sentir del pueblo, sería populismo pueril (aunque no sería mala idea que a algunos dirigentes los «castigaran» a vivir como un ciudadano común durante un tiempo, para comprobar si su «firmeza revolucionaria» se sostiene). Pero exijo que sean más cuidadosos al hablar o decidir en nombre del pueblo, pues viven en realidades diferentes.

(Está claro que el fenómeno de las realidades paralelas gobierno/población ocurre en cualquier lugar del mundo; la diferencia radica en que en otros lugares sus figuras principales no se hacen ilusiones con el espectáculo a que asisten cuando se producen sus «encuentros» con las masas en actos públicos, pues tienen oposición legal y prensa no oficialista que se lo recuerda).

Equivocaciones, tradición y palabras mágicas

Retomo la idea: Por una parte, encuentro comprensible el exabrupto del Presidente, como reacción primaria de un ser humano ante una situación inesperada: El pueblo real y concreto es ese, capaz de una respuesta airada, hasta de actuar irracionalmente contra sí mismo, no la entelequia que mencionan discursos y prensa lisonjera.

Pero el presidente de un país no es cualquier ser humano, sino su principal figura pública. El cargo otorga poder y privilegios, pero también limitaciones. Cada palabra, silencio o gesto suyo tiene consecuencias imprevisibles.

Las equivocaciones de un presidente restan lustre a su imagen, algo inconveniente en términos generales, pues de ella depende en parte su autoridad. Pero sus equivocaciones también pueden afectar a la ciudadanía. Por tanto, si expresa/hace algo desacertado, su obligación como servidor público es enmendarlo de inmediato y sin dejar lugar a dudas.

El Presidente demoró 24 horas en matizar sus palabras. En siguientes comparecencias amplió el matiz, pero dio tiempo a que sus palabras provocaran terribles consecuencias cuyo alcance estamos lejos de imaginar. Aunque no se quiera admitir, hoy existe una fractura en la sociedad.

Sin embargo, a pesar de la demora, pudo haber salido airoso del empeño, y haber eliminado parte del daño que hizo a su figura y a su pueblo, si hubiera acompañado esa rectificación (llamémosla así) con unas pocas palabras mágicas. Esas que algunos padres intentamos inculcar en nuestros hijos cuando los preparamos para la vida.

Acaso pido demasiado. En más de sesenta años, no recuerdo una sola vez en que la dirigencia del país haya usado esas palabras mágicas. Hasta habría que reconocerle al Presidente que su intento de enmendarse la plana, aunque demorado e insuficiente, lo convierte en rara avis en el catálogo de nuestros dirigentes.

Así es: En seis décadas, los máximos dirigentes cubanos han admitido muy pocas veces (en realidad no recuerdo ninguna) que algo que dijeron/hicieron estuvo mal.

Como ciudadano, me hubiera gustado oír estas palabras mágicas:

Pido disculpas a mis compatriotas por mis palabras, espero que no se entiendan como una incitación a oponer unos cubanos contra otros o limitar los derechos de unos y privilegiar los de otros. Todos somos ciudadanos cubanos y tenemos el mismo derecho a expresar públicamente nuestro pensamiento, como establece la Constitución, siempre dentro del marco del respeto al derecho de los demás.

No soy tan ingenuo que imagine que esas palabras hubieran detenido un fenómeno ya en marcha, pero hubieran restado argumentos a sus opositores, al mostrarlo como persona capaz de reconocer sus errores y consciente de que entre sus principales obligaciones están velar por la paz ciudadana, procurar el bienestar de todos y garantizar el disfrute de los derechos sin exclusión de nadie, sean opositores o seguidores del gobierno; consciente, en fin, de que es presidente de un país, no solo de quienes lo apoyan.

La tradición de no disculparse y, en cambio, «convertir el revés en victoria» (que muchas veces ha llevado a nuestros dirigentes a lo que llamo «aplaudir el autogol») merece reflexión aparte, por eso no me extiendo ahora. De momento, quiero referirme a por qué, para mí, esa consigna ha provocado tanto rechazo incluso entre las filas de los verdaderos revolucionarios (recalco el adjetivo: verdaderos).

Ocurre que la consigna no aparece como una nube de tormenta en cielo despejado: Circunstancias muy recientes muestran un cielo cualquier cosa menos despejado. Me refiero a la campaña mediática en los principales órganos de difusión del país que intentó tergiversar hace poco la frase martiana «con todos y para el bien de todos».

Hay pues, una conexión conceptual muy evidente entre ambas frases.

A ellas se suma la impresionante «metedura de pata» pública de un ministro, la cual, en lugar de ser enmendada mediante un pedido de disculpa, se convirtió en «muestra de intransigencia revolucionaria ante las maniobras provocadoras del enemigo». Y la presencia de una funcionaria en la televisión para justificar la violación de los derechos constitucionales de una ciudadana.


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Se prefirió aplaudir el autogol y mostrarlo como expresión de buen juego, antes que admitir que era un error de palmatoria (ese por el cual en otros tiempos el maestro golpeaba con la regla en la mano al alumno poco aplicado). 

La frase «la calle es de los revolucionarios» cayó, pues, en terreno abonado donde podía crecer y fructificar cuanta interpretación negativa se produjera. Ese terreno nunca debió existir. Pero ahí estaba, listo para recibir la semilla.

Está bien la denuncia del oportunismo exógeno en la actual situación, pero solo servirá para desviar la mirada del objetivo principal, si no se acompaña de una mirada autocrítica del gobierno y un esfuerzo mayor en la erradicación de las condiciones endógenas que contribuyeron a la situación actual.

Si, como es de suponer, el Presidente desea convertir el actual reto en oportunidad para su gobierno y la nación, es su obligación cortar el paso a quienes, pretendiendo dar una imagen de unanimidad monolítica en la ciudadanía y de «fervor revolucionario», actúan de manera inconstitucional y, en esencia, contraria a los intereses de la república.

Derecho del Estado y Estado de derecho

Afirmar que la república no es de todos sus ciudadanos, o que sus calles, o sus universidades, son solo para un sector de la población es una pretensión violatoria de los preceptos de la constitución vigente en el país.

Promocionar la respuesta primaria de una figura pública como acto digno de aplauso e imitación es cerrar el paso a cualquier intento de reconciliación entre cubanos. Es ceder posiciones ante quienes desean confrontación en lugar de diálogo. Justificar públicamente la violación de un derecho ciudadano es inconcebible.

La república es de todos (sus calles, sus universidades…). La Constitución rige por igual para todos los ciudadanos (artículos 33 al 44). Es la expresión de la voluntad del verdadero soberano, el pueblo. Ninguna norma jurídica, mucho menos una consigna, puede ir contra lo dispuesto en ella.

Cualquier Estado tiene el derecho de defenderse contra quienes intenten subvertir el orden establecido. Pero un Estado de derecho, para defenderse, debe atenerse a lo establecido por la constitución y las leyes del país de que se trate.

Si el Estado cubano es de derecho (artículo 1 de la Constitución), no reprime la oposición pacífica. La violenta la reprime, pero también dentro de los límites impuestos por la Constitución.

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Manifestación pacífica frente al Capitolio de La Habana el 11 de julio (Foto: AFP)

Me gusta repetir que el Estado tiene el monopolio de la fuerza; si hace dejación de él se convierte en fallido. Entre sus obligaciones se encuentra la represión, en uso de dicho monopolio, de cuanto vaya en contra de la paz ciudadana, la constitución y los fundamentos legales de la sociedad. Pero jamás debe aplicarla contra quienes ejercen pacíficamente el derecho ciudadano a manifestarse.

Ese derecho está consignado en el artículo 56 de la Constitución cubana: «Los derechos de reunión, manifestación y asociación, con fines lícitos y pacíficos, se reconocen por el Estado siempre que se ejerzan con respeto al orden público y el acatamiento a las preceptivas establecidas en la ley». Ese artículo complementa el 54: «El Estado reconoce, respeta y garantiza a las personas la libertad de pensamiento, conciencia y expresión».

Cuba está urgida, lo demuestran los hechos recientes, de una norma jurídica que establezca cómo se garantiza a la ciudadanía el disfrute pacífico de lo establecido en esos artículos, y las reglas para una adecuada relación entre manifestantes y fuerzas represivas. Mas la carencia de esa norma no inhabilita del disfrute del derecho reconocido en la Constitución.

Si tiene interés en cumplir lo establecido en nuestra Carta Magna, el Estado cubano debe crearla cuanto antes. De momento no es posible aspirar a una ley, cuya elaboración podría llevar años. En cambio, mediante un decreto presidencial se podrían establecer los requisitos mínimos exigibles (y cumplibles, para no convertirse en un formalismo que enmascare la anulación del derecho) para organizar una manifestación legal, sea en favor del gobierno, sea en su contra.

Ese decreto debe establecer, por ejemplo, los lugares donde no se permiten manifestaciones por razones comprensibles. También los horarios y requisitos organizativos cuando una manifestación sea grande (por ejemplo, existencia de una comisión de orden que vele por la disciplina de los manifestantes).

Y no debe olvidar que el derecho a la libre expresión del pensamiento es tanto individual como colectivo; esto es, si una persona desea pararse en un lugar autorizado para ello con una pancarta o un altavoz para protestar contra algo o para reclamar un derecho que considera vulnerado, tampoco debería ser molestado por ningún agente de la autoridad, pues está ejerciendo su derecho constitucional.

Puesto que no existe una bancada opositora en el Parlamento cubano, y nunca un diputado ha levantado su voz para defender un derecho vulnerado de sus electores, o para exigir explicaciones a un ministro de desacertada actuación, la libre manifestación pública pacífica permitiría a las autoridades del país conocer las ideas diferentes, los disgustos, las expectativas de la ciudadanía.

Actuaría también como un antídoto contra el engaño de una prensa domesticada que se cuida mucho para no ser tildada de opositora, y de unos parlamentarios que no se sienten comprometidos con las necesidades de sus electores y no las expresan en las sesiones de la Asamblea Nacional.

Quizás algunos opinen que facilitar el cumplimiento de los artículos 54 y 56 de la Constitución significa una «concesión al enemigo». Se equivocan: Es cumplir una obligación del Estado de derecho. Bien vistas las cosas, resulta también una manera de «aliviar presión a la caldera» de las tensiones sociales.

Quien tenga oídos para oír, que oiga.

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