Todo verdadero aprendizaje es el aprendizaje de otro y desde el otro,
y no precisamente del otro que es como yo,
sino del que es diferente…
Joan-Carles Mèlich, La lección de Auschwitz
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Son contundentes las emociones que despiertan en estos días. Tan es así, que hay personas que comentan: Cuba fue una antes del 11 de julio y otra después, ya nada puede ser igual. A pesar de ello, no voy a referirme a lo que ocurrió ese aciago día en nuestro país, sino a dos noticias que llamaron sobremanera mi atención.
La primera es la advertencia que estudiantes de la Facultad de Biología de la Universidad de La Habana hicieron al gobierno sobre los riesgos de concentraciones multitudinarias. La segunda revela que algunos alumnos de Matemática de la mencionada institución académica, sostuvieron un intercambio con su Decano acerca de la convocatoria a la zona ubicada en los alrededores de La Piragüa, para demostrar apoyo incondicional a la Revolución. Ellos cuestionaron igualmente semejante proceder en medio de la grave situación epidemiológica que azota con fuerza a Cuba debido a la pandemia de Covid-19.
Esas actitudes de un grupo de jóvenes universitarios han resultado —desde una mirada ética—, profundamente reveladoras. Estimo que la institución a la que pertenecen debería sentirse satisfecha de contar con discípulos tremendamente humanistas.
Independientemente de las presiones que existen, de la mediocridad y el oportunismo siempre agazapados, la Academia contiene en sí cierta aura de independencia solapada, misteriosa, siempre digna. Ahí conocí a profesores que admiro, que respeto, de los cuales aprendí en cada una de nuestras conversaciones y cuyas obras ocupan un lugar fundamental en la cultura científica de la nación.
Es importante explicar que cuando me refiero a la humanidad de esos jóvenes, pienso en su abierta y decidida «preocupación por el otro», por el dolor y el sufrimiento de muchos compatriotas en la actualidad. ¿Qué es más relevante, un día de proclamación de consignas o la vida y la salud de miles de personas?
Nada es más peligroso que reducir en estos momentos un contexto de miseria generalizada y descontento popular a la indiferencia hiriente y al mantenimiento de un esquema dogmático de representación de una realidad que en verdad no es tal, donde se simplifica la vida a una especie de cumplimiento de manual del perfecto «revolucionario». La filosofía de Emmanuel Levinas no se instala en las caras, sino en los rostros que se traducen en voces, gritos, llantos, ruegos. Con esto dotó el pensador lituano de un nuevo sentido a la responsabilidad.
Esos muchachos demostraron que la relación con el otro es un acceso ético de no indiferencia, un camino responsable. En tal sentido, dieron una lección, respondieron a una demanda de cumplimiento de un protocolo sanitario, intervinieron sobre este complejo presente; por lo tanto, es nuestro deber abrir una interpretación auténtica de lo que realmente nos sucede y desechar definitivamente la vía trillada, obsoleta, de un modelo social que ha demostrado por demasiado tiempo que no funciona.
La ética de estos tiempos descansa sobre la corporeidad, las situaciones y las mediaciones, la contingencia y los acontecimientos; ella necesita del matiz, del punto de vista, de la incertidumbre y la provisionalidad. Nada tiene que ver con grandes principios ni con la obediencia incondicional y ciega a determinados imperativos categóricos, instituciones o personajes.