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La izquierda estadounidense ante los recientes sucesos en Cuba

En un reciente ensayo bello y conmovedor, la profesora cubana Odette Casamayor-Cisneros pide más solidaridad de la izquierda global con los cubanos que este mes de julio han salido a las calles a protestar en medio de una crisis humanitaria. Con razón pide más solidaridad con un pueblo diverso en todos los sentidos—etnias, edades, sexualidades, religiones, ideologías— un pueblo que reclama por la escasez de comida e insumos médicos, por los fundamentales derechos civiles y en contra de la represión, las detenciones arbitrarias, y la violencia policial, en medio de una pandemia devastadora en su peor momento. Escribo desde Estados Unidos y “desde la izquierda” (término impreciso y torpe, lo sé) para responder a tan justo llamado, expresando mi solidaridad con ese pueblo complejo, diverso y doliente, que no pretendo comprender. No pretendo saber, desde lejos, «lo que quiere el pueblo», si a fin de cuentas diferentes amigos en la Isla y en la diáspora me comunican visiones irreconciliables. No nos corresponde elegir entre estas visiones irreconciliables, sino denunciar simple y claramente cualquier tipo de violencia injustificada.

Si bien el primer propósito de esta reflexión es responder al justo llamado de la profesora y a los que han hecho peticiones similares, el segundo es decir unas palabras sobre los peculiares deberes de la porción de la izquierda global que reside en Estados Unidos. Pertenecemos desde luego a esa nebulosa y contradictoria constelación que denominamos la izquierda global, pero la política del gobierno nacional que nos representa o malrepresenta nos impone obligaciones adicionales. Al solidarizamos con los cubanos que se manifiestan, surge de inmediato una pregunta. Más allá de las palabras, las declaraciones, las cartas abiertas, ¿Qué política de Estados Unidos hacia Cuba pone en práctica tal solidaridad? ¿Pueden ser una misma cosa la solidaridad que concibe la derecha y la que concibe la izquierda, la del exilio histórico en Estados Unidos, por un lado, y por otro la de los que hemos denunciado esa política que emplea el hambre y la desesperación como herramientas en una cruel ingeniería geopolítica?

Si la política exterior de Estados Unidos durante sesenta años se ha diseñado precisamente para provocar la sublevación y el derrocamiento del gobierno en la Isla empleando lo que las Naciones Unidas denomina «medidas coercitivas unilaterales», ¿se debe en este momento dejar a un lado las denuncias que hemos sostenido durante tantos años para dedicar toda nuestra atención a las acciones del gobierno cubano y para alzar nuestras voces solidarias con los que tienen el valor de asumir graves riesgos al salir a la calle a manifestarse? Con estas líneas propongo explicar por qué la respuesta a esta pregunta debe ser negativa. No debemos aplicarnos voluntariamente una especie de ley mordaza, callando durante estos momentos claves las críticas que hemos sostenido durante sesenta años.

Los estadounidenses ¨de izquierda¨ tenemos una responsabilidad doble, porque ocupamos una posición geográfica y política desde la cual se puede exigir una respuesta adecuada, humanitaria, a la administración de Biden ante los dignos reclamos de los manifestantes cubanos, una respuesta que reconoce, para empezar, que la mayoría de los reclamos son legítimos (aunque también existen, desde luego, las delirantes peticiones de una invasión militar), y que reconoce, a diferencia de lo que afirman los hardliners cubanos, que la respuesta no puede consistir en recetar más penurias ni más campañas de propaganda y desestabilización desde la relativa comodidad de Estados Unidos.

Por nuestro peso geográfico y político, nuestros deberes son dos, y en el siguiente orden: 1.) solidarizarnos con los que salen a las calles para protestar las injusticias de su propio gobierno, ampliando sus voces, compartiendo sus videos y sus declaraciones, y 2.) apelar a nuestro propio gobierno a que respete la voluntad política del pueblo cubano, que reconozca la diversidad ideológica del mismo pueblo, el destructivo e injustificable papel de la política estadounidense en la crisis humanitaria, y que desmantele una política que lejos de liberar hostiga, que lejos de defender los derechos humanos de los cubanos los viola de manera despiadada y criminal, como reconoce el mundo entero año tras año en un voto en las Naciones Unidas.

De Alamar a la embajada

¿Por qué solidarizarnos?

Escribo desde Estados Unidos, donde la izquierda atraviesa un momento histórico que debe propiciar comprensión y solidaridad entre movimientos sociales en la Isla y en Tierra Firme. El verano pasado salimos miles de estadounidenses a las calles de nuestro país en medio de una pandemia, las mascarillas puestas a pesar del calor, para protestar la violencia policial contra los estadounidenses negros, para denunciar un sistema que históricamente ha amparado a los policías violentos e incluso asesinos. Vivo en Indiana, al otro lado del Río Ohio de la ciudad de Louisville, Kentucky, donde la policía había irrumpido de noche en el apartamento de Breonna Taylor mientras dormía la joven mujer, matándola a tiros, sin recibir castigo alguno —ciudad también, por cierto, en la que miles de cubanos asumieron una postura más bien hostil hacia Black Lives Matter como evidencian los comentarios en los medios sociales. Vivo en un pueblo pequeño en el que diferentes grupos del Ku Klux Klan se habían manifestado cuatro años seguidos, y en un país en el que surge de nuevo la supremacía blanca, inspirada por las señales racistas del presidente Trump que había perdido el voto popular, señales claras para todos que hemos intentado comprender el discurso sobre la raza en Estados Unidos.

Salimos a las calles en un momento en que en medio de la pandemia las desigualdades estructurales de raza y clase se volvían más evidentes, como si la pandemia hubiera rasgado el velo del American Dream para revelar un país profundamente dividido en el que ya no era absurdo preocuparse por la posibilidad de violencia política, un país en el que algunos historiadores hablaban seriamente de la posibilidad de una guerra civil. Se había publicado el libro How Democracies Die en el 2018, sentíamos muchos que ya no era exagerado preocuparse por la sobrevivencia de la república democrática, y salimos a las calles meses antes de la insurrección en el Capitolio, en Washington, DC, el 6 de enero de este año. Es decir, salimos a las calles, meses antes que Trump y sus tropas cruzaran metafóricamente el Río Rubicón. Salimos a las calles plenamente conscientes de que la extrema derecha era capaz de este tipo de violencia. Meses después, incitada la multitud por un presidente que abusaba de su poder político para difundir una mentira, the Big Lie sobre los resultados de las elecciones de noviembre, los participantes en el ataque al Capitolio pretendían nada menos que impedir el conteo de los votos del Electoral College.

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La posición de los que salimos a las calles el verano pasado en Estados Unidos no puede ser, desde luego, equiparada a la de los cubanos que han salido a las calles en Cuba este mes. Sería insuficiente señalar la violencia policial contra manifestantes pacíficos en Cuba y Estados Unidos, insuficiente reconocer que Black Lives Matter y el Movimiento San Isidro comparten la denuncia al racismo y su marginación en los centros de poder gubernamental, insuficiente reconocer que de ambos lados algunos dirigentes incitaban más violencia entre civiles, justificaban la violencia policial, y denigraban a los manifestantes. Sería inútil insistir que lo que está en juego en ambos países es la sobrevivencia de un proyecto político en el que muchos todavía creen y que otros quieren destruir. Sería inútil porque no son equiparables ni los proyectos políticos ni los intentos de desmantelarlos. No hay analogía posible.

Pero las semejanzas tal vez superficiales entre los manifestantes de ambos lados del Estrecho de Florida son lo suficientemente evidentes como para obligarnos a comprender que nuestro deber es solidarizarnos con quienes se manifiestan contra un estado de cosas injusto. No hay manera de volver a los dogmas de la izquierda de ayer, insistiendo que nuestras manifestaciones contra el Estado neoliberal y las tendencias protofascistas son válidas mientras que las de los cubanos no lo son, que nosotros protestamos contra la violencia policial, la desigualdad estructural, un protofascismo anclado en la supremacía blanca, mientras los cubanos que asumen riesgos en las calles de la Isla son todos manipulados por las campañas mediáticas de Estados Unidos, víctimas únicamente de las privaciones impuestas desde lejos, que ellos no comprenden su propia situación mientras que nosotros comprendemos cabalmente la nuestra. 

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¿Qué exigirle al único gobierno que nos representa?

Si bien la izquierda estadounidense tiene el deber de solidarizarse con los cubanos que han salido a las calles a exigir cambios radicales, también debemos reconocer—como no pueden hacerlo los hardliners o los que suscriben la ortodoxia del así llamado exilio histórico—que la injerencia de potencias extranjeras, lejos de promover el derecho de los ciudadanos a la autodeterminación política, interfiere necesariamente con este derecho. De nuevo, por otra casualidad histórica, tenemos en este país evidencia reciente de lo que significa que una potencia intente orquestar determinados resultados políticos que favorecen sus propios intereses nacionales. Todos los estadounidenses que nos identificamos con esa postura imprecisa que llamamos la “izquierda global” guardamos recuerdos recientes y fuertes de lo que se perfilaba como crisis constitucional, y que llevó al impeachment de un presidente cuya campaña se había mostrado muy dispuesta a aceptar inteligencia y consejos y colaboración de oficiales rusos, como luego pudo comprobar una investigación bipartidista del Senado.

El deber de la izquierda estadounidense, entonces, comienza por reconocer las legítimas demandas de los cubanos y su derecho al disenso. Es el derecho que nosotros ejercemos cuando salimos a las calles, ¨[the right to] petition the government for the redress of grievances¨ (solicitar al gobierno una compensación de agravios). Ni las sanciones ilegales y crueles que impone Estados Unidos, ni las bien financiadas campañas de propaganda y desestabilización —por destructivas que sean— sirven como pretextos para negarle el mismo derecho a los cubanos en la Isla. Tras cumplir con este primer deber de solidarizarnos y de ampliar las diversas voces y perspectivas de la sociedad cubana, el segundo es articular clara y enérgicamente al gobierno que nos representa los principios fundamentales de una política solidaria y humanitaria hacia Cuba.

Articular tales principios comienza con reconocer la diversidad ideológica que la profesora Casamayor-Cisneros describe muy claramente. No es verdad que las únicas críticas posibles al gobierno en la Isla parten de premisas neoliberales y neocolonialistas. Nos corresponde ampliar las voces, compartiendo videos y escritos de cubanos de diferentes perspectivas, incluyendo los que critican el gobierno ¨desde la izquierda¨. Si la izquierda estadounidense reproduce mecánicamente la dicotomía guerrafriísta, según la cual solo existen ¨verdaderos revolucionarios¨ por un lado y por otro lado ¨opositores¨ o ¨contrarrevolucionarios¨ que colaboran con los designios neoimperiales de Estados Unidos, lejos de promover la soberanía cubana y el derecho del pueblo a la autodeterminación política, ignoramos las voces de nuestros homólogos imponiendo nuestra idiosincrásica iteración del neocolonialismo.

El deber de la izquierda estadounidense ante su propio gobierno, entonces, consiste en establecer clara y contundentemente que nuestra solidaridad con el pueblo cubano no puede de ninguna manera confundirse con una política que pretende imponer ¨hambre y desesperación y el derrocamiento del gobierno¨ (como recetó Lester Mallory en 1960), ni con las campañas multimillonarias de propaganda y desestabilización, ni absurdas aventuras injerencistas como la del Zunzuneo que la administración Obama-Biden auspició en el 2014, ni con una visión estadounidense y neoliberal del futuro político de Cuba. Los ¨democracy-building efforts¨ referidos en la ley Helms Burton no pueden ser tal cosa, pues lejos de promover la sociedad plural y diversa que describe la profesora Casamayor-Cisneros, solo financian esos sectores de la sociedad cubana cuyos objetivos coinciden con los del Departamento de Estado. Las demandas de los manifestantes no se pueden reducir, desde luego, a estos objetivos, y a la izquierda estadounidense nos corresponde difundir las perspectivas diversas ante los últimos sucesos.

Solo la izquierda en Estados Unidos se encuentra en una posición, en este clave momento histórico, de comunicar claramente al gobierno de los Estados Unidos las maneras en que nuestro apoyo a los manifestantes cubanos se distancia de la ¨solidaridad¨ del así llamado exilio histórico, cuya mayoría echó su suerte con Donald Trump. Nuestra solidaridad no puede ser idéntica a la del exilio histórico. Lejos de echar su suerte con un pueblo complejo y diverso, los que hoy piden intervención, o que justifican el embargo, o apoyan los ¨democracy-building efforts¨ multimillonarios decidieron hace décadas que los intereses del pueblo cubano y los objetivos del Departamento de Estado son idénticos. A la izquierda estadounidense le corresponde articular una solidaridad con el pueblo cubano muy diferente a la del exilio histórico, una solidaridad que se compromete con un pueblo complejo y diverso que no reproduce unánimemente una perspectiva aliada a la del Departamento de Estado. La solidaridad nuestra rechaza la autoridad del gobierno de Estados Unidos para ¨interpretar¨ lo que quiere un pueblo que nunca le ha interesado, realmente, o que pretende que la autodeterminación plena de ese pueblo coincide con los intereses de los Estados Unidos.

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