Hay dos polos en lucha: la vida y la muerte. No me refiero a la inevitable, la que un día nos llegará a todos, sino a la que, agazapada en el camino, puede eludirse.
Recuerdo que cuando comenzó la pandemia, muchos escritores y filósofos publicaron raudos sus reflexiones: la Humanidad se convertía en un extraño set fílmico, donde todas las pesadillas de la ciencia ficción se hacían realidad.
Han transcurrido casi dos años, lejos de aminorar, los contagios se multiplican. Lo extraordinario se hizo ordinario. Caen seres queridos, como en cualquier guerra, en el instante menos esperado.
En Santiago de Cuba el doctor Graciliano, un hombre bueno al que todos queríamos, que estuvo antes en Bolivia –fue el primer médico cubano que prestó servicios en La Higuera, aun antes del triunfo electoral de Evo Morales–, y durante la epidemia de cólera en Haití, y en la del ébola en África y en esta terrible en Lombardía, Italia, cayó ahora, después de tantas batallas, con las botas puestas.
El enfermero Léster, de Sancti Spíritus, mi compañero de piso en la residencia estudiantil de Turín donde se hospedaba la brigada cubana –antes había estado en Jamaica y después estuvo en Venezuela–, fue alcanzado por la peste del siglo XXI, mientras reanimaba a pacientes graves a bordo de la ambulancia de la que era responsable.
Y tantos otros que no conozco, pero merecen respeto y honor. Uno conoce la tensión en la que viven esos hombres y mujeres que eligieron la profesión médica. Sabe cuánto le exige la población, y el gobierno, cuántas madrugadas, cuántas decisiones arriesgadas deben tomar, cuántos recursos que escasean por el bloqueo deben administrar.
Y pese a los peligros vigentes, la vida sigue su curso natural. Las mujeres no dejan de parir –dar a luz, dirían mis abuelos–, nuevos cubanos, que conocerán de este período por los libros, las películas (que ya no serán de ciencia ficción) y los cuentos de sus padres.
Por eso, visité el Centro de Aislamiento de Gestantes ubicado en la Escuela de Salvavidas de Matanzas –nunca antes esa palabra, fuera del contexto de la respetable profesión, adquiría un sentido tan pleno–, donde se atienden las embarazadas asintomáticas o con síntomas leves de más de 20 semanas, y las puérperas, las recién paridas aún positivas pero asintomáticas.
Una vez más, topé con la juventud.
No me refiero a las encamadas, lo que es natural (aunque había gestantes más maduras); hablo del personal médico. En la misma entrada, una muchacha llenaba la hoja clínica de las pacientes que habían arribado ese día.
La licenciada en enfermería Yaíma Coello Bella le contará a los hijos que alguna vez tendrá, cómo cedió sus vacaciones de recién graduada para apoyar la atención de otras madres que esperaban ansiosas el suyo en plena pandemia. Ya casi cumple los primeros siete días de auto encierro en el Centro, y podrá descansar otros tantos en su casa, para volver después en esa interminable sucesión de semanas de entrega y recuperación.
Ella tiene 23 años, los mismos que Yenia, que tuvo a su niño, prematuramente, hace apenas unas horas, y está en el Centro, aislada, mientras su bebé permanece en una incubadora del Hospital Materno, a pocas cuadras de distancia.
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Dos veces al día recibe un parte de su estado de salud, que es satisfactorio. A veces el bebé no resulta positivo del virus al nacer, otras sí, pero si la madre lo es, son separados hasta que esta se recupere. Es duro para ellas, pero las muchachas saben que es por el bien de sus hijos.
Los doctores y los enfermeros son quizás por eso más amables, condescendientes.
El doctor José Ignacio Fernández Jorge es delgado y de pequeña estatura, aparenta ser aún más joven de lo que es: tiene 31 años. Pero ha vencido ya dos especialidades: médico general integral y cirujano general. Como tal trabajaba en el Hospital Materno donde fue especializándose en los casos graves o críticos, y dirigía la actividad quirúrgica.
Desde hace 20 días es el director del Centro de Aislamiento. Me dice, mientras recorremos las salas: es muy importante la percepción del peligro, que las personas tomen con seriedad las medidas de seguridad, si lo logramos, unido a la vacunación, vamos a mejorar.
Hoy ha llegado un grupo de apoyo, compuesto por internacionalistas que estuvieron en Venezuela; son de diferentes provincias, y aún no abrazan a sus familiares.
Pero en esta pugna entre la vida y la muerte, entre la consagración de tantos y la dejadez de unos pocos, entre los esfuerzos del Estado cubano por amparar a todos y la estulticia de un bloqueo que intenta impedirlo, indigna que algunos apuesten por el odio, indiferentes ante la muerte.
La vida, sin embargo, vence, vencerá, aun cuando no nos curemos de la pérdida de esos hombres y mujeres queridos, admirados, que estuvieron junto a su pueblo y a otros pueblos del mundo, defendiéndonos, a todos, incluso a los que odian y se venden.
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