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11 de julio: se acabó la pausa

En 2014, cuando aún vivía en mi vieja casa de Lawton, en La Habana profunda, escribí estos versos espantosos, que titulé “La pausa”. Decía yo entonces:

Es julio.
Y es verano.
Un verano caliente y monótono
como si estuvieras metido en una novela de William Faulkner,
en la que te sientes como el cadáver de la señora Addie Bundren,
penando bajo el sol de la América profunda,
entre las plantaciones de algodón y los salmos,
entre los baches de las calles y la basura sin recoger,
entre la ruina y la decadencia.

Pero todo está bien.
Jodido, pero bien.
Todo es igual que ayer,
e igual que mañana.
El destino se pierde en el largo sendero
que tenemos aún por delante.
“¿Dónde están esas banderas?”, nos preguntan en las jornadas combatientes del pueblo.
Gritemos bien fuerte: “¡No pasarán! ¡Imperialistas de mierda!”.

Pero todo será para mejor.
Se han tomado acuerdos.
Se está trabajando fuerte.
Se han identificado las causas
objetivas y subjetivas de los problemas.
Y todo quedó consignado en acta.
“Comandante en Jefe ¡Ordene!”
¡Ordene, mi general de ejército!

Pero con calma. Con mucha calma.
Sin prisas.
Por eso es la pausa.

Para ese entonces estaban de moda los llamados “Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución”, e incluso se trabajaba en un diseño estratégico de la economía para los próximos treinta años. Recuerdo a una compañera del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido, una especie de Lady Gaga de la Comintern, golpearse en la frente y decir:

―Todo está ahí. Todo está en los Lineamientos.

Faltó poco para que levantara con solemnidad aquel cuadernillo impreso en papel gaceta y besara la portada. Extra Ecclesiam nulla salus, fuera de la Iglesia no hay salvación. ¡Alaba’o-si-mi-dió! Ahora sí que íbamos a construir el socialismo, a construir algo, a responder a la pregunta que quedó dibujada en el cielo patrio cuando cayó el Muro de Berlín y once millones de cubanos nos preguntamos cuál iba a ser el rumbo de la nación. El general-presidente repitió, año tras año, en aquellos discursos que leía en las sesiones de nuestro parlamento amodorrado, que avanzaríamos sin prisas, pero sin pausas, en la construcción de un socialismo próspero y sostenible. Para eso había que ahorrar, sustituir importaciones, ser muy pacientes, y también orar por un milagro.

Contra todo pronóstico, Dios mandó un botecito salvavidas, quizás el mismo que aparece en la imagen de la Virgen de la Caridad. Justamente el día de San Lázaro, nos enteramos de que Barack Obama y el general-presidente abrían embajadas: a la retórica del “no pasarán” se le añadía un componte. Ya no eran “yanquis de mierda” los compañeros yanquis. No sé los demás, pero yo respiré con alivio. Celebré el arribo de los cruceros, de la esperanza, a una Habana que hacía siglos no escuchaba buenas noticias y que no acababa de empatarse con el vaso de leche fresca que había prometido el general-presidente en un discurso por el 26 de julio en la ciudad de Camagüey.

Después, como en las películas francesas, no pasó nada. Las reformas nunca llegaron, o llegaron tarde, o llegaron mal. El compañero Marino Murillo, el zar de los Lineamientos, hablaba con regularidad en la Mesa redonda y nos presentaba diapositivas con cifras, gráficos y tareas por cumplir, con esa jerga para mí incomprensible que tienen los economistas del socialismo real.

Y yo, sin mucho aguaje, como el cobarde que soy, dejé de creer en lo poco que había creído. Me arrodillé y moví los labios en señal de oración, un buen recurso en cuestiones de fe, pero por más que lo intenté no logré desentrañar el misterio de la empresa estatal socialista, no logré encontrarle la poesía perdida a mi barrio de Lawton. Me venció la absoluta fealdad que me rodeaba, e hice lo que muchos desde hace tanto tiempo. Salí echando. Me piré.

Para ese entonces, mis amigos ya se habían ido de Cuba o estaban en el trámite. Conmigo quizás la patria no perdió mucho, un intelectualito de café con leche, una “parte blanda” de la sociedad que bien poco podía aportarle a la “obra gloriosa de la revolución”. Pero al mismo tiempo en que yo lo hacía, la patria perdió también a gente muy valiosa de mi generación: obreros, médicos, poetas, emprendedores, artistas plásticos, escritores, contadores, ingenieros, gente buena y gente noble que en otras circunstancias habrían plantado árboles, tenido a sus hijos y escrito su obra en Cuba. Otros se quedaron en la isla, pero no vieron las señales de la prosperidad anhelada.

Yo metí a Cuba en mi maleta. A mis muertos. A mis sueños. A mis libros. La Habana se fue en mi idioma. La Habana se fue con todos los amigos a quienes reencontré en las calles de Madrid, la Ciudad de México, Miami, Nueva York y Montreal. “Ganaron ellos”, pensé. “Ganaron los ‘compañeros’. Suyo es el reino”.

Estos días de sangre y furia me han traído a la memoria aquel verano aplastante de 2014 cuando escribí esos malos versos, y con él las huellas de mi desesperanza, de la pausa en la que hemos estado por tan largo tiempo, una pausa que es causa principal de las manifestaciones de descontento popular que el 11 de julio sacudieron la mayor parte de la geografía cubana.

Al compañero Miguel Díaz-Canel, sucesor designado del general de ejército a título de Presidente de la República y Primer Secretario del Partido Comunista, le ha tocado capear una tormenta perfecta. Las reformas económicas nunca llegaron. Donald Trump, contra todo pronóstico, resultó vencedor en las elecciones de 2016 y revirtió la política aperturista de Obama. Para colmo, una pandemia de proporciones bíblicas se abatió sobre el planeta. Mientras el barco hace aguas, el compañero timonel sigue en la bodega leyendo un manual de instrucciones que, para colmo, está escrito en la neolengua de la Escuela Superior del Partido, la Ñico López.

El pecado original del diazcanelismo y su incapacidad para reflotar el barco está bien expresado en el lema de su gobierno: “Somos continuidad”. La continuidad es un huevo de Fabergé que, al abrirlo, despliega los usos y las costumbres de un viejísimo “gobierno de difuntos y flores”. Continuidad es culto al pasado, a la “gloria que se ha vivido”, pero no hay capacidad para replantear el juego en otros términos, para arriesgarse a cambiar las cosas, para dejar de hablar en consignas, ya saben, romper con la cadena toma de acuerdos – identificación de problemas – trabajo puntual en las soluciones.

Entre las cualidades que avalaron la designación del compañero Díaz-Canel y su equipo de gobierno está, sobre todo, la disciplina partidista, el respeto sacrosanto a lo establecido, su capacidad de trabajo; pero nunca, que yo sepa, he visto que lo alabaran por su imaginación, una cualidad de dudosa estima entre los funcionarios que hacen carrera en el Partido. Hace falta mucha imaginación, mucha adrenalina, mucho riesgo, toneladas de valentía, para que Cuba salga de la pausa en la que está metida, para que Cuba arribe de algún modo al siglo XXI.

La continuidad es un intento por repetir infinitamente las mismas fórmulas que han demostrado ser inefectivas, esperando siempre obtener un resultado diferente. Continuidad es pensar que el país no ha cambiado, que los cubanos somos los mismos de hace treinta, cuarenta años. Pero la crisis, nuestra crisis histórica, nos ha pasado factura. Hoy somos menos, estamos más cansados, estamos más aburridos, estamos más estratificados, estamos más jodidos, en la acepción más amplia de la palabra.

Puro avestrucismo es pretender que las contradicciones de la sociedad cubana son “no antagónicas”, que se pueden expresar en el debate interno de un partido, por demás, el único partido legal que existe en Cuba; dinamitar los puentes con una sociedad civil en franca expansión, convertir a la cultura en un editorial de Granma. Cuba es un país cada vez más plural, y por mucho que invoquen a la momia de Lenin y el “no pasarán”, ya todo el poder no puede estar en manos de los bolcheviques; el poder hay que socializarlo, hay que compartirlo, hay que negociarlo a nivel de prácticas y a nivel de discursos. La patria ya no es gobernable a golpe de consignas y mucho menos a golpe de tonfas.

Mientras tanto, en lo que el Gobierno continuaba estudiando, sin prisas pero sin pausas, la cuadratura del círculo y los medios de comunicación del Estado/Partido/Gobierno seguían apelando al pasado glorioso, llegó la epidemia de coronavirus y todo se desestructuró más de lo que estaba, hasta la esperanza, hasta ese arte infinito de la paciencia que ha caracterizado a la nación en su historia reciente. La gente se cansó. Daba igual si el “imperio”, la CIA, los influencers, el bloqueo yanqui, el show de Otaola, las damas de blanco, Yoani Sánchez, los blogueros, las redes sociales y la madre, la mismísima madre de todos los tomates se la tenían jurada al generalato y al Consejo de Ministros. La gente no pudo más con las colas, con la falta de medicamentos, con la desesperanza, con el calor agobiante que hay en nuestras ciudades desarboladas, con los derrumbes, con la “muela” del televisor, con Humbertico y sus shows acerca de la “canalla mediática”. Se armó, como se arma en nuestros países del Caribe, uno de esos salpafueras que después pasan a los libros de historia.

Estas manifestaciones populares son la punta del iceberg, la lava que se escapa del volcán, pero en esencia son el resultado de problemas estructurales que vienen arrastrándose desde hace décadas, de problemas que hacen metástasis en este gobierno de la continuidad. La continuidad, sépanlo bien, terminó el 11 de julio. La continuidad y la pausa. Los cubanos, todos nosotros, ya comenzamos a andar.

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