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El detonante de las protestas en Cuba no llegó de “afuera”

LA HABANA, Cuba. – Que durante más de un año el régimen ha usado las severas restricciones sanitarias más para reprimir que para evitar los contagios por COVID-19 es una verdad incuestionable. Pruebas nos ha regalado por montones, y entre ellas está la marcha oficialista de este último sábado en la mañana. Una movilización costosa, caprichosa, forzada, a la que miles de cubanos y cubanas asistieron no por convicción, sino como consecuencia de las diez mil y una formas de chantaje y manipulación que el gobierno comunista practica para fingir que cuenta con apoyo popular.

Teniendo en cuenta la oleada de contagios por coronavirus, los gastos en logística que supone mover a tantas personas, tropas, técnica y armamentos pero, sobre todo, el despliegue de seguridad alrededor de Raúl Castro y a kilómetros a la redonda del sitio (en momentos de crisis económica profunda), ha sido entonces una maniobra desesperada, un teatro político con pésimos actores y esta ha sido la mejor prueba para convencer al más ingenuo de que los toques de queda, las prohibiciones de movilidad y de reunión de personas, incluso la militarización de las calles, son medidas para contener el descontento popular y retardar lo más posible un estallido que el régimen sabe inevitable.

Inevitable porque el país, aunque en este minuto permanece en calma a fuerza de violencia policial, en realidad está a punto de ebullición como nunca antes y, lo más preocupante para los comunistas es que esta vez el fuego no viene totalmente de “afuera”, ni de los grupos opositores de toda la vida, sino de muy bien “adentro”, y sobre ese aspecto también hay evidencias palpables, como el hecho de que el 11 de julio hubo un “tiempo de gracia”, una extraña y favorable “demora” entre los estallidos, su diseminación por la Isla y la entrada en escena de la policía, a pesar de que es harto conocido que existen protocolos de actuación antimotines más que ensayados, sin hablar de que los “revolucionarios” –en su mayoría policías y soldados disfrazados de civiles– solo salieron a las calles cuando horas más tarde, después del llamado a la violencia de Díaz-Canel, las tropas especiales del ejército fueron desplegadas y se controlaron los principales focos de tensión.

Pero se aprecia bien en las imágenes difundidas en redes sociales, así como en otras tomadas por cientos de personas en el lugar aunque no divulgadas, que durante unas horas no hubo respuesta policial sino repliegue. Incluso en las tomas que provienen del propio San Antonio de los Baños, epicentro del estallido, se ven algunos policías observando la manifestación, o avanzando por las calles en medio de esta, como si no estuvieran en presencia de un acontecimiento inusual, es más, como identificados con las demandas.

Este y otros detalles –todos probablemente relacionados con desacuerdos y desencuentros en la toma de decisiones en la cadena de mando– apuntan a grietas reales, peligrosas, que han mantenido en ataque de nervios a la élite militar-comunista por estos días porque, aunque a toda costa intentan demostrar a la opinión pública mundial que las revueltas fueron estimuladas desde el exterior, saben bien lo que en realidad está sucediendo en la base sobre la cual se alzan, cada día más inestable.

De modo que si las acciones de los grupos opositores de cubanos en el exilio hasta ahora le sirvieron al régimen para, frente a una izquierda fanática y los pocos empresarios enganchados al mito de la “estabilidad política”, sostener aquella narrativa de “pequeño país acosado por los Estados Unidos” (cuando en realidad este añejo conflicto no es solo entre dos gobiernos, sino que siempre estuvo protagonizado por miles de cubanos forzados a exiliarse por oponerse o enfrentarse a la dictadura), desde hace ya un tiempo ese recurso efectista no les funciona en tanto los estallidos son, en buena medida, fruto de fraccionamientos internos, profundos, causados por partidarios descontentos y decepcionados.

El éxodo de militantes del Partido Comunista de Cuba (PCC) en los últimos años no es un secreto. Se ha debatido sobre ello en los cónclaves recientes de la organización. Del crecimiento casi forzoso de las filas también se sabe. Llama, además, poderosamente la atención el surgimiento en redes sociales de grupos independientes de cubanos autodefinidos “comunistas”, “socialistas”, “centristas”, “revolucionarios” y “de izquierda” pero que al mismo tiempo disienten abiertamente de las políticas del actual gobierno cubano, de la dirección del PCC, incluso que acusan a estos de una “traición al legado” de Fidel Castro. Y en ese sentido, como consecuencia del enfrentamiento abierto, también han sufrido persecución, acoso policial, detenciones y acusaciones de mercenarismo, de colaboración con el “enemigo”.

Asistimos entonces por estos días a un conflicto mucho más difícil de superar por el régimen porque es muy diferente, en composición y demandas, a todos los anteriores. La vieja fórmula de las marchas multitudinarias inventada por Fidel Castro sobre la base de sus dotes de encantador de serpientes no les va a funcionar. De hecho, los asistentes al acto no alcanzaron el número previsto, de modo que debieron acudir a la pericia del equipo de camarógrafos y fotógrafos para sacar al menos unas cuantas imágenes que sostuvieran la fracasada representación teatral de este sábado 17 de julio.

En años anteriores para el régimen fue relativamente fácil simplificar el relato público de algún que otro enfrentamiento pequeño, haciéndolos pasar por frutos de la injerencia externa. Pero saben bien que lo sucedido este 11 de julio trasciende la teoría y que no se quedará ahí, que necesitarán recursos que no tienen en abundancia para contener la explosión, y que la calma de ahora es una “curita” sobre una herida que reclama amputación radical, y cualquier mala decisión pudiera derivar en una guerra civil o en algo mucho peor.

No solo porque las causas de los estallidos permanecen intactas, muchos de sus protagonistas continuarán hundidos en la peor situación económica y sin esperanzas de superarla, así que los “nuevos disidentes” ya no tienen nada más que perder. Como tampoco nada que ganar con las insulsas medidas de flexibilización aduanera o la canción de cuna del Ministro de Economía.

Porque de lo que se trata es de pérdida total de la credibilidad entre sus propios partidarios, entre los que han quedado fuera, marginados, olvidados, despreciados en unos planes de salvación dirigidos a preservar la vida y comodidades de una sola familia en el poder más que a fortalecer un “sistema” o a hacer prosperar una nación.

Pero también el detonante han sido la ausencia de liderazgo y carisma personal en la dirección del país, el rechazo a una casta de militares-empresarios que se enriquece a costa de las penurias de un pueblo y también —porque no debemos cometer el error de simplificarlos o a darlos por irreales ya que poco o nada se filtra a la prensa— a los indudables conflictos de intereses entre quienes se sienten legítimos herederos de un poder traspasado por “simpatías” y “conveniencias personales” y no por sometimiento a elección, o por lo menos a consulta entre “iguales”. Y aclaro este último término: “iguales”, pero solo dentro de la propia casta dictatorial.

Así, saben bien los principales del régimen que no están en presencia de simples “disturbios”, aunque para su propio consuelo y hacia el exterior insistan en venderlos como tal. Son protestas y, lo que es más grave para el ellos, han nacido al interior de su vetusto cuerpo “monolítico”. Son sus vástagos, pero también sus muchos “bastardos” y “abortos” a los que deben enfrentar esta vez.

Ahora, a tono con la narrativa de siempre, acusarán de “delincuentes” y “traidores” a quienes están cansados de ser títeres de una élite comunista, a quienes dejaron salir tanta ira acumulada por décadas y apenas ajustaron cuentas pendientes o se defendieron de los violentos militares disfrazados de civiles, pero nada de lo que hagan zanjará la cuestión de fondo, y es la convergencia casi absoluta de todas las facciones y grupos en el deseo de que la dictadura caiga de una vez, aunque lo que venga detrás sea peor.

Pues cuando un gobierno, por enquistarse en el poder, acorrala al pueblo entre la agonía lenta y la muerte rápida, la mayoría optará por dejar de sufrir.

Peor que el hambre y la incertidumbre de más de medio siglo, más infame que el “bloqueo interno” que intenta legitimarse en el “bloqueo externo”, más cruel que ir presos por decir y escribir públicamente lo que pensamos, más criminal que obligar a nuestros hijos a emigrar para con las remesas sostener la economía de familias convertidas en rehenes de una casta parasitaria en el poder, no puede haber otra realidad. No para un pueblo de tradición y esencia universal, creadora, como el cubano.

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