MIAMI, Estados Unidos.- Por estos días, jerarcas del castrismo se han devanado los sesos para celebrar, como una fiesta nacional, sesenta años del discurso conocido como “Palabras a los intelectuales”, pronunciado, cual valladar, a representantes de la cultura que en el año 1961 dudaron de la llamada revolución.
La Biblioteca Nacional José Martí, que fuera la sede de aquel encuentro donde el dictador colocó su pistola sobre la mesa que le sirvió de tribuna, ahora ha sido designada “Monumento Nacional”.
Tuve la autorización por los años ochenta, gracias a una beca de estudios culturales, de consultar su vasta e importante hemeroteca para investigar la figura de la norteamericana Jeannette Ford Ryder, fundadora del Bando de Piedad en Cuba a principios del siglo XX, y era lamentable constatar el deterioro de aquellos tesoros impresos, sin duda, parte irrecuperable de la memoria nacional.
La biblioteca fue un refugio de mi adolescencia y primera juventud. A su edificio, en la urbanización de Plaza de la Revolución, viajé con mucha frecuencia desde la distante Habana del Este.
La sala de lectura juvenil era un paraíso heredado de la República que sobrevivió la primera andanada revolucionaria de los años sesenta.
Ubicada en el sótano del inmueble, si mal no recuerdo, allí imperaba el silencio y la magia insustituible de la lectura, con estantes y muebles sumamente confortables, de vistosas maderas.
Ni hablar de su climatización con aire acondicionado, también proveniente del eficiente pasado, que ya se disipaba sin remedio, y de la atención esmerada de empleadas de cabales atuendos y voz queda, siempre solícitas a la consulta.
Aquella sala de la biblioteca y sus demás dependencias, rigurosamente diseñadas y construidas con los mejores materiales, era uno de los pocos lugares públicos donde sobrevivía la grandeza arquitectónica y funcional del país que iba decayendo ante la insufrible acometida “verde olivo”.
Pocos años después, la sala de lectura para adultos mantuvo, hasta donde fue posible, la renovación de sus inventarios, incluso con libros que después fueron considerados malditos, como la legendaria novela “Paradiso” de José Lezama Lima, luego excomulgada de aquellos predios, como otros que procedían de prestigiosas editoriales españolas, argentinas y mexicanas.
En una de sus catilinarias, el dictador había enunciado: “No le decimos al pueblo cree, le decimos lee”. Sin aclarar que hasta en la Biblioteca Nacional ya se decidía, siguiendo las estrictas directivas de sus comisarios ideológicos, lo que se podía leer y los títulos prohibidos.
La primera directora de la Biblioteca Nacional después de 1959 fue la Dra. María Teresa Freyre de Andrade, bibliotecaria de pura cepa, nacida en los Estados Unidos y formada en la República, con un pedigrí revolucionario correspondiente a la lucha contra Machado en los años treinta.
Curiosamente, la funcionaria terminó su mandato en 1968 con el arribo de la llamada “ofensiva revolucionaria”, donde muchos profesionales culturales y educacionales de su categoría fueron “liberados” de sus responsabilidades institucionales por actitudes “pequeño burguesas”.
Ciertamente, ya el castrismo había manchado las buenas maneras de Freyre de Andrade cuando la hizo ordenar que los fondos de bibliotecas incautadas a personas exiliadas o de instituciones “intervenidas” debían ser enviadas a la Biblioteca Nacional, sin considerar retribuir las pérdidas a sus dueños o descendientes, como debió haber aprendido cuando vivió en democracia.
Con el paso de los años, muchos de esos fondos serían marcados como “reserva”, los cuales necesitarían de permisos oficiales para ser consultados. De tal modo, la plaga de la censura horadaba la consulta universal de la cultura que justifica la existencia de una biblioteca.
Debe haber sido la propia Freyre de Andrade quien tuvo la condescendencia y previsión de dar refugio a intelectuales católicos denostados por sus congéneres militantes, como Cintio Vitier, Fina García Marruz y Araceli García Carranza, en la empleomanía de la Biblioteca.
La nota biográfica que aparece en el sitio web del nuevo Monumento Nacional se refiere a la administración de Sidroc Ramos, entre los años 1968 y 1973, quien debió renunciar a su cargo por “respaldar a Vitier y García Marruz, quienes en la Sala Martí ejercieron un verdadero sacerdocio”. Sin entrar en muchos detalles, se afirma que “el quinquenio gris fue incompatible con la ética martiana de Sidroc Ramos”.
El matrimonio de estudiosos del Apóstol, Marruz-Vitier olvidaría que sufrieron tantas humillaciones y terror para años después transmutarse en voceros ideales del castrismo pues, en su fuero místico y oportunista, retomaron la idea peregrina de una “revolución para los humildes”.
Desde el año 2019 dirige los destinos de la Biblioteca Nacional José Martí Omar Valiño, estudioso del teatro y tenaz defensor de la política cultural de la dictadura en numerosos foros.
Se habla de que ha logrado detener el deterioro del inmueble y de sus valiosos catálogos. Una mínima consulta del inventario online de la institución, sin embargo, da cero como respuesta cuando se pregunta por libros de Antonio José Ponte, Mario Vargas Llosa, Zoé Valdés o Jorge Luis Borges, entre otros.
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