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En los tiempos de Abdala

Sobre el elefante y los mil conejos

Una anécdota probablemente apócrifa de la política cubana, ha trasmitido en una frase la dificultad que supondría la ausencia de Fidel Castro al frente del gobierno: mil conejos no sustituyen a un elefante. Sin embargo, el gobernante no solo cesó en sus funciones mucho antes de morir, sino que una de las joyas más deseadas en su gestión —un modus vivendi formal entre Cuba y los Estados Unidos— sería alcanzado, mientras aún vivía, por su sucesor Raúl Castro.

En cualquier caso, la frase hacía referencia al liderazgo nacional e internacional ejercido por el político cubano, capaz, a un tiempo, de lograr durante más de medio siglo complejos consensos al interior del país y de convertir al gobierno cubano en un actor no despreciable en las peligrosas brumas de la Guerra Fría. También era relativa a sus experiencias, sagacidad y determinación personal para convertirse, y ser considerado, en un formidable contrincante político por sucesivos mandatarios y políticos de los Estados Unidos.

Desaparecido Fidel Castro, previa entrega de sus cargos gubernamentales a su hermano, y este más adelante a Miguel Díaz-Canel; la Constitución de 2019 allanó el camino a la formalización de la concentración y especialización de las funciones ejecutivas mediante el fortalecimiento de las atribuciones presidenciales y el desarme del modelo asambleario anterior.

Apenas un par de años después, cuando debió estar haciendo sus primeros ajustes de puesta en marcha un modelo de Estado de Derecho por mandato constitucional, el nuevo gobernante sería, además, investido de la máxima responsabilidad partidista.

Es cierto que los capitales políticos pueden ser heredados, incluso es posible ser usufructuario de la legitimidad de una generación, de sus luchas, aspiraciones y logros, sin tener necesariamente que cargar con sus fracasos; pero asumir esa, o cualquier otra responsabilidad, pasa por entender que todo capital es susceptible de ser perdido. Tener la responsabilidad implica, igualmente, ser responsable del éxito y del fracaso. 

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Miguel Díaz-Canel junto a Raúl Castro, tras ser nombrado presidente en abril de 2018. (Foto: Adalberto Roque/ AFP)

Es difícil determinar la importancia que tienen —o tendrán— las experiencias y características como político del actual mandatario en el manejo de los diversos y complicados problemas económicos, políticos y sociales del país, o de un diferendo como el que se sostiene entre los Estados Unidos y Cuba, que ha condicionado dramáticamente la realidad cubana.

Nada parece sugerir que estemos delante de un prospecto de estadista. El pausado ascenso y formación de Miguel Díaz-Canel como miembro —y sobreviviente— de un pequeño grupo de funcionarios seleccionados y entrenados para ocupar cargos de dirección de importancia, es probable haga remota o cancele esa posibilidad, incluso asumiendo que disponga de los recursos intelectuales, comunicativos y de la iniciativa y proyección teleológica propias del liderazgo.

De lo que se puede estar seguro es de que a medida que el acompañamiento que todavía realiza la generación anterior se debilite, y finalmente desaparezca, el rol que esas características personales desempeñarán en la toma de decisiones y en la interacción con los problemas de una sociedad que experimenta un complejo proceso de cambio social y político, será cada vez más importante y quizás determinante.

Esta es una variable trascendental en los acontecimientos actuales. No hay que subvalorar el análisis del perfil de los individuos y grupos que hacen otros gobiernos y sus agencias; como la modelación de reacciones, comportamientos, valores y sistemas de creencias, ha sido siempre un activo estimado para hacer actuar a los adversarios en condiciones pre-concebidas, que utilizan tales datos para la obtención de los resultados deseados. 

Maximizar los resultados y reducir la exposición

A partir de las declaraciones de diplomáticos, políticos y funcionarios estadounidenses, no pocos académicos y analistas han planteado y amplificado la idea de que el tema Cuba no es una prioridad para el actual mandatario de la Casa Blanca.

Por su parte, con creciente frustración, diplomáticos y funcionarios cubanos han subrayado la apatía y demora de la Administración Biden en desmontar algunas de las medidas de mayor impacto tomadas durante el mandato de Donald Trump, tal como se aseguró durante la campaña electoral. 

La historia de las relaciones entre ambos países en las últimas seis décadas, indica con precisión que si la conclusión a la que arriban los especialistas es increíblemente superficial, la frustración que se percibe en los mensajes de los funcionarios cubanos puede estar codificando en su aparente ingenuidad la complejidad del momento actual. 

El tema Cuba no solo ha sido a través de los años una prioridad estratégica de los Estados Unidos para el manejo de su área de influencia geopolítica más inmediata, sino también un ingrato y espinoso asunto a tratar por los aspirantes presidenciales, crucial, no pocas veces, al momento de la reelección. Ninguna de estas cuestiones se ha modificado radicalmente.

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Durante el gobierno del presidente Obama se restablecieron las relaciones diplomáticas entre EEUU y Cuba (Foto: Ramon Espinosa/AP)

Es por ahora imposible saber las exploraciones y contactos de las autoridades cubanas por retomar el camino que dejó abierto el gobierno del expresidente Obama con el restablecimiento de relaciones diplomáticas, los mensajes cursados y la calidad misma de tales encuentros, si es que han ocurrido. Pero no es descabellado pensar que el virtual estado de coma en que se encuentran actualmente las relaciones, ha sido inducido por la apuesta del ejecutivo estadounidense y sus agencias gubernamentales a la evolución de un escenario interno favorable a sus intereses. Algo así como: los tenemos donde queríamos.

La táctica de regalar sábanas sudadas por soldados enfermos de viruela y luego esperar la progresión del virus, dio resultado en no pocas ocasiones para diezmar y abatir las tribus y naciones indígenas durante la colonización del oeste de los Estados Unidos. La excepcional situación creada por la pandemia de la Covid-19 en Cuba, ha colocado, más allá de cualquier prioridad, al actual ejecutivo estadounidense en una situación muy parecida y redituable: esperar.

Después del paquete de medidas y sanciones contra la economía cubana puesto en marcha por Trump —que incluyó el descalabro de importantes operaciones de cooperación internacional, la suspensión del envío de remesas por vías regulares,  la sanción de entidades bancarias vinculadas y la injusta calificación como Estado patrocinador del terrorismo—, la actual administración estadounidense ni siquiera tiene que exponerse a ser considerada como villana en la arena internacional.

Hay que valorar también factores internacionales. La crisis que atraviesan aliados regionales de Cuba, como Venezuela, la descapitalización política experimentada por el Alba o UNASUR y la progresiva erosión de la influencia cubana en el área latinoamericana y caribeña, como resultado de sus propios problemas internos y la incapacidad para proponer y gestionar iniciativas, describen, por así decirlo, un escenario propicio para devaluar apoyos y alianzas que han impedido el aislamiento y un consenso internacional hostil contra Cuba.

La propia colaboración médica, principal fuente de prestigio y admiración a escala mundial para la Isla, asediada por programas que ofrecían estatus de refugiados a sus integrantes, acabaría por ser cuestionada. Han sido señaladas en tal sentido las onerosas condiciones impuestas por las cláusulas de contratación del personal médico, paramédico y técnico, e igualmente los castigos administrativos que sancionan a no poder regresar al país durante por lo menos ocho años en caso de romper de forma unilateral sus contratos. 

Cuestiones como estas no solo debilitan la posición cubana en cualquier negociación con la administración estadounidense, sino que determinan en buena medida que esta última no tenga que apartarse de sus intereses respecto a Cuba y ceder en función de alcanzar otros de mayor importancia.

Estar revisando la política con relación a la nación antillana, como han reiterado en los últimos meses funcionarios de la Casa Blanca, no implicaría entonces una mera reevaluación de medidas anteriores, o dar prioridad a un viraje a la hoja de ruta de Obama. Es evidente que se está produciendo la evaluación pragmática del impacto que han tenido esas políticas durante el excepcional contexto pandémico, y qué hacer para que sus efectos se amplifiquen en el mediano y largo plazos. Los cambios vendrán pero dentro de esa lógica.

A mediados de los noventa, las exigencias estadounidenses al gobierno cubano se concentraban en el reconocimiento y ejercicio de los derechos humanos —especialmente los civiles y políticos— y en dar espacio a la pequeña y mediana empresa y al sector privado.

En la actualidad muchas de esas pretensiones o son parte del ordenamiento constitucional y de demandas cada vez más importantes de la ciudadanía cubana; o cuestiones ya planteadas aunque innecesariamente demoradas dentro del anunciado proceso de reformas.

Algunas de ellas, como la libertad de expresión, asociación y prensa, han sido redimensionadas espectacularmente a contracorriente del propio gobierno, desde la introducción y generalización del acceso a Internet y las redes sociales.  

Se ha debilitado gradualmente el monopolio estatal de la producción y emisión de contenidos y significados políticos, y es un hecho hoy la migración e interacción de millones de cubanos a una suerte de ágora virtual. En ella, algunos de los ejercicios de derechos y libertades usualmente restringidos y no pocas veces penalizados jurídica, política o socialmente, encontraron un nicho propicio para su desarrollo y práctica, sin poder evitar, no obstante, ser muchas veces, secuestrados, reducidos o restringidos por tendencias de polarización, manipulación y simplificación.

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La reciente resolución condenatoria del Parlamento Europeo contra el gobierno cubano marcó una pauta en los tiempos de buena relación bilateral. En la foto, el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel. (Fotoç: Julien Warnand POOL/AFP)

Es lógico asumir que el gobierno estadounidense seguirá ofreciendo financiamiento, asistencia y apoyo a ciertos medios, plataformas y grupos surgidos en este entorno virtual en el intento de convertirlos en cabezas de playa desde donde influir en la política interna. Pero también es de notar en la reciente resolución condenatoria del Parlamento Europeo contra el gobierno cubano, la importancia que tendrá en el futuro inmediato el respeto por las autoridades de los derechos y libertades reconocidas por la Constitución de 2019 y la entrada en vigor del modelo cubano de Estado de Derecho. 

La otra pandemia

La sostenida dinámica de detenciones ilegales, acosos, castigos administrativos, presiones y procesamientos selectivos desarrollada por instituciones del actual gobierno contra artistas, intelectuales, periodistas en ejercicio no acreditado, profesores, estudiantes, activistas, opositores y ciudadanos en general; ha sido la parte más visible del intento de licuefacción de la Constitución del 2019, del conjunto de expectativas ciudadanas que generó el propio proceso constituyente y, sobre todo, del modelo de Estado de Derecho que en ella se esboza. 

Tales actos han sido trasmitidos, distribuidos y analizados de un modo extraordinario e inédito por las redes sociales y los medios digitales.

Ello ha redefinido los contenidos y el ejercicio mismo del consumo político de los ciudadanos. Es importante entender que la posibilidad y autonomía de ese consumo es parte y expresa a un tiempo, los reacomodos de la cultura política y de sus valores.

Es en tal contexto, en que las exigencias de democratización y las demandas del respeto a derechos y libertades, y a las garantías jurídicas efectivas para su ejercicio, empiezan a ser no ya solo parte de los núcleos identitarios de la ciudadanía, sino también prácticas que desafían los modos habituales en que se ha desarrollado y entendido la participación política en Cuba por ciudadanos, políticos e instituciones. 

Un olvidado pero significativo tuit del actual mandatario cubano: «La complejidad es para asumirla como reto», fue escrito en la tarde noche del 27 de noviembre de 2020, cuando cientos de jóvenes buscaban interpelar al ministro de Cultura a los ojos de un impresionante despliegue policial —y a los de los aún más asombrados funcionarios y ciudadanos que siguieron a través de las redes sociales los acontecimientos que se sucedían frente a la sede del Ministerio de Cultura—.

Tal frase resulta interesante para apreciar las tensiones que provoca la participación política de acuerdo a agendas autónomas, auto-determinadas o espontáneas de la ciudadanía, pero también para analizar los comportamientos y reacciones, así como la variedad de comprensiones de los hechos que pueden alimentar el punto de vista del gobierno.

En realidad, desde que entre agosto y octubre del 2019 un pésimamente redactado artículo de la vice-ministra primera del Ministerio de Educación provocara innumerables reacciones de condena al ser replicado por el sitio estatal Cubadebate, esa tensión había hecho presencia de un modo notable.

El contenido de ese artículo, entendido como una enconada reacción a los derechos, libertades y garantías establecidos por la Constitución recién aprobada por un elevado por ciento de la ciudadanía, recibió un espaldarazo público por parte del ministro del ramo en un espacio televisivo.

Allí se catalogó de mercenarios, ingenuos y confundidos a miles de personas que habían apoyado una carta dirigida al gobierno ante la incitación y prácticas de intolerancia política que venían ocurriendo dentro de las universidades.

Tal incidente marcó una tendencia que en los próximos meses se iría consolidando hasta llegar a la posposición por un año más de la entrada en vigor del artículo constitucional —el 99— que establecía la posibilidad de demandar y obtener compensaciones ante violaciones de los derechos cometidas por funcionarios. 

¿El gobierno cubano necesita propiciar leyes de desarrollo constitucional —de este y otros artículos— que sean lo suficientemente cerradas como para dificultar la eficacia jurídica del ejercicio o defensa de los derechos y libertades en un escenario de conflictividad social y política abierto por la pandemia y por la implementación de un duro plan de ajuste y reforma de la economía?

Esta hipótesis puede servir para acercarnos a la(s) relación(nes) existente(s) entre el impacto político que tuvo el proceso constitucional en la cultura política, la propia eficacia de la Constitución, así como la confianza y la evaluación de los ciudadanos de la capacidad del sistema político —y sus operadores— para servir de mecanismo de comunicación y logro de sus intereses y de las demandas que ellos consideran políticamente trascendentes.

Pero no hay que olvidar que la función básica de un sistema político —y su propia legitimidad— descansa —y está tensionada—  en su capacidad para contener, organizar y proporcionar de acuerdo a su propio diseño y a los valores y prácticas que postula como válidos, un tracto político a la pluralidad, contradicción y conflictividad inherente a la vida política.

Esa tensión, sin ser única, es crucial.

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