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Las fases que componen el proceso penal cubano

La industria del entretenimiento estadounidense ha popularizado el proceso penal anglosajón. A muchos les cuesta creer que el proceso penal cubano no solo es distinto, sino que pertenece al sistema de derecho más extendido por el planeta: el romano-germano-francés.

Cuba comparte el mismo sistema de derecho que la Europa continental y las naciones que otrora fueron colonia europea —salvo el Reino Unido, precisamente precursor del sistema anglosajón o common law—. Este sistema continental se caracteriza por la importancia de la ley como fuente primera del derecho y por la codificación como regla general.

El proceso penal cubano se encuentra codificado en la Ley 5 —«Ley de Procedimiento Penal»—. Doctrinalmente consta de cuatro fases. La primera suele denominarse «de instrucción» y da inicio al proceso penal. Esta comienza tras una denuncia o querella[1] y comprende la investigación en sentido amplio —en ese momento el expediente se encuentra, fundamentalmente, en posesión del instructor penal—.

La fase intermedia comienza cuando la investigación —según el parecer de la instrucción penal— se encuentra finalizada y el expediente es enviado al fiscal para que este se pronuncie sobre él.

La tercera fase es el juicio oral. Esta da inicio cuando el fiscal remite el expediente al Tribunal, con la debida acusación, y se extiende hasta la firmeza de la sentencia —el expediente se encuentra en posesión del juez de sala—.

El proceso penal termina con la ejecución del fallo, de esta fase se encarga el juez de ejecución.

LA PARTICIPACIÓN DEL INSTRUCTOR PENAL Y EL FISCAL EN LA FASE DE INSTRUCCIÓN

La fase de instrucción, en la normativa cubana, se denomina fase preparatoria. Se encuentra regulada en la citada Ley 5 o «Ley de Procedimiento Penal», libro segundo «de la Fase Preparatoria del Juicio Oral». El Artículo 104 define esta fase de la siguiente manera:

«Constituyen la fase preparatoria las diligencias previas a la apertura del juicio oral dirigidas a averiguar y comprobar la existencia del delito y sus circunstancias, recoger y conservar los instrumentos y pruebas materiales de este y practicar cualquier otra diligencia que no admita dilación, de modo que permitan hacer la calificación legal del hecho y determinar la participación o no de los presuntos responsables y su grado, y asegurar, en su caso, la persona de estos».

El instructor penal, comúnmente, es quien ejecuta la fase de instrucción; de cuyo nombre deriva el del actor que la ejecuta. La función del instructor penal es la investigación, el esclarecimiento de un hecho presuntamente delictivo, la autoría de este y el grado de participación de los distintos implicados. El instructor es supervisado, durante el caso, por el fiscal; este último «controla» la fase preparatoria según dicta la ley citada[2].

El papel del fiscal penalista cubano, por ejemplo, se omite en la serie televisiva Tras la huella, pues allí se alude a que las directrices investigativas emanan exclusivamente de un sagaz teniente coronel, de un amable mayor de la Policía Técnica Investigativa (PTI) y de una malhumorada mayor experta en partir —en la instrucción penal se utiliza ese término para referirse al logro de la confesión de un acusado— a los detenidos. En realidad, son los fiscales penalistas quienes suelen indicar esas directrices según los controles periódicos a los expedientes que llevan los instructores penales. Sin embargo, el fiscal es un actor mucho más complejo, pues además de dirigir la investigación —y, en consecuencia, ser parte interesada en un proceso determinado— es, a la vez, el guardián de las garantías del propio acusado al que persigue.

El legislador cubano tuvo a bien restringirle al instructor penal la afrenta a algunas garantías procesales y constitucionales, precisamente porque ese actor tiene un interés contrapuesto al del acusado. Así, el Artículo 218, párrafo segundo, de la Ley de Procedimiento Penal le ordena que si precisa imponer el interés investigativo sobre el principio de inviolabilidad del domicilio, habrá de emitir una resolución fundada (una narrativa fundamentada de las razones que lo impulsan a atentar contra dicho principio) al fiscal y contar con su autorización. El Artículo 245.2, por su parte, reserva al fiscal la posibilidad de violentar la libertad como derecho constitucional —nunca al instructor—[3].

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Empero, el legislador entiende al fiscal como un ente que habrá de perseguir al acusado, dirigir la investigación, «controlar» la fase preparatoria y, a la vez, velar imparcialmente que la fundamentación de las resoluciones que solicitan violentar derechos constitucionales —como la propia libertad— sean lo suficientemente certeras como para derrumbar la presunción de inocencia reconocida en el Artículo 1, párrafo segundo, de la Ley 5.

El legislador desdobla al fiscal como protector del propio acusado al que persigue y lo coloca en una paradójica posición al tener que decidir per se y de manera objetiva sobre la suficiencia de elementos incriminatorios y la peligrosidad —como juicios de valor— que fundamentarán el derrumbe de garantías procesales diseñadas para evitar excesos durante la fase de instrucción.

Se trata de aquella escena repetida en filmes y series televisivas estadounidenses, en la cual el fiscal solicita a un juez la necesidad de una prisión preventiva por las razones que fueren. En el caso cubano, el legislador pretende que sea el propio fiscal quien exponga los motivos para sí mismo y se desdoble inmediatamente en sujeto imparcial que decidirá sobre la pertinencia de la medida.

EL JUEZ CUBANO Y SU INTROMISIÓN EN LA FASE DE INSTRUCCIÓN

La figura más inquisitorial no es el fiscal garante/fiscal perseguidor, una parte del problema se encuentra en la ausencia de un actor con una lógica procesal similar a la que podría desempeñar un juez de instrucción —figura inexistente en el proceso penal cubano—. Pero ello podría suponer el riesgo de una doble actuación como juez de instrucción/juez de sala, asunto que resulta mucho más cuestionable en términos garantistas.

No todos los jueces cumplen las mismas funciones. El juez de sala es el que suele identificarse como juez a secas. Este juez es quien, en definitiva, decide sobre el caso, quien tiene a su cargo la valoración de las pruebas presentadas y quien emite la sentencia contentiva del fallo judicial —la sanción o absolución—.

El juez de ejecución es el encargado de moldear y velar por el efectivo cumplimiento de lo dispuesto por el juez que dictó la sentencia —salvo en los casos de la prisión o campamento donde será cumplida una sanción privativa de libertad, pues esa decisión recae sobre el Ministerio del Interior (Minint)—.

El juez de instrucción, actor hoy ausente, debería ser el encargado de controlar la fase investigativa y velar las garantías que protegen al encausado contra excesos infundados durante la instrucción. La diferencia de este juez con el fiscal cubano radica en que el primero no tiene interés en el proceso que controla y, por lo tanto, su objetividad no resulta tan cuestionable.

El problema no es solo la ausencia de un juez de instrucción, sino que las funciones que este podría cumplir hoy son compartidas entre el fiscal que finalmente ejercerá la acción penal contra el investigado y el juez que decidirá su suerte. El Artículo 263 refiere: «Presentado el expediente por el Fiscal solicitando la apertura a juicio oral, el Tribunal se lo devuelve si observa que (…) 2. es necesario ampliar las investigaciones previstas: (…) el Tribunal devolverá al fiscal el expediente señalándole (…) las investigaciones y diligencias que deben practicarse. El Fiscal ordenará al Instructor (…) la práctica de las diligencias omitidas».

El diseño procesal señala que el juez cubano entra al proceso penal en la fase de juicio oral, lo cual preservaría su imparcialidad. No obstante, cuando la ley lo autoriza a ordenar diligencias de instrucción —y retrotraer el proceso a su fase primera— derrumba aquella imparcialidad, pues el juez que ulteriormente juzgará el caso le indica al fiscal las diligencias que necesitaría para argumentar una sentencia condenatoria.

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Este fenómeno se alimenta de elementos paralegales que exacerban el uso del Artículo 263. El primero es la preocupante inestabilidad de los fiscales municipales. Estos son los que cargan con el grueso de las investigaciones penales y, paradójicamente, ese es el destino de los recién graduados de las facultades de Derecho del país. Por tantísimas razones, muchos de estos fiscales no superan los tres años de permanencia en la institución, lo cual les impide adquirir la necesaria experiencia que demanda un actor con semejantes responsabilidades constitucionales. Para suplir esa carencia, el juez de sala apela al Artículo 263 y se entromete en funciones que no le atañen —aunque legales, en atención al proceso penal cubano—.

El segundo elemento recae sobre el indicador negativo que representa una absolución en la evaluación de un juez de sala —derivado de la posibilidad de usar el Artículo 263 para evitar una absolución—. Ello le sugiere al juez que realice cuantas diligencias de instrucción considere indispensables para probar un hecho que debería conocer en sala. No se trata de un juez que busca una sanción, pues cuando entiende que no existen elementos —y, en consecuencia, el acusado sería ulteriormente absuelto— se lo comunica al fiscal utilizando el mismo articulado u otros canales de comunicación; sino de un juez que intenta remendar una pobre investigación con la finalidad de evitar la absolución por cretinismo o inexperiencia.

Esta intromisión del juez de sala, o juez juzgador, en la fase de instrucción penal, atenta contra la necesaria imparcialidad que se demanda de este.

No se trata de un fiscal que por mala intención tuerza garantías que asisten al acusado en pos de perfilar su caso, sino de una doble función inoperante cuya imposibilidad debe prever el legislador. No se trata de un juez inquisidor que busca amañar el proceso, sino de una doble función que coloca al juzgador en una realidad similar a jugar ajedrez consigo mismo.

Un viejo adagio jurídico reza: «quien tiene al juez como fiscal necesita a Dios como abogado». La idea apela al estado de indefensión de quien ha de enfrentarse a un juzgador que ha instruido su caso, o que directamente se ha convencido de su culpabilidad antes del propio acto de juicio oral —toda vez que el propio acto de acopiar el suficiente material probatorio para formar convicción se realiza sobre juicios de valor anticipados, sin debate ni contraparte—.

En octubre de 1984 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo se pronunció sobre el caso Cubber contra Bélgica a favor del demandante. Este último alegaba una violación del Artículo 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, debido a que uno de los jueces que falló en su contra había participado en la instrucción del caso. Esta sentencia provocó que varios países miembros rediseñasen sus correspondientes procedimientos penales en aras de salvaguardar la cuestionada imparcialidad del juzgador.

Este fallo no indica falta de probidad en la figura del juez instructor/juez juzgador, o el fiscal garante/fiscal perseguidor, en cuanto sea equiparable, sino que indica lo comprensible que resulta cuestionar la imparcialidad de quien instruye y juzga —o acusa y protege, en el caso del fiscal cubano—. Esta sentencia resalta la importancia de las apariencias en tales escenarios cuando refiere que no basta con hacer justicia, sino que, además, ha de parecerlo.

Siempre he sido un entusiasta de los contrastes fortuitos. No puedo menos que sonreír cuando la definición de derecho más concisa y certera que he leído tiene precisamente como autor a alguien cuyo nombre es Publio Juvencio Celso Tito Aufidio Henio Severiano: «El derecho es el arte de lo bueno y lo equitativo» —ius est ars boni et aequi—. Lo equitativo, lo imparcial, lo justo, se encuentra en el propio código fuente del derecho todo.

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Estos errores de diseño, para el caso cubano, pudiesen suprimirse con la introducción de otro actor en el proceso penal.

Es necesario que el fiscal, dentro del proceso, no sea la figura encargada de valorar la pertinencia o no de la supresión de garantías en interés de la investigación que él mismo dirige. Aún menos si la institución resulta incapaz de mantener una estabilidad mínima en su plantilla para permitir que los fiscales adquieran el oficio, la sensibilidad y la responsabilidad que resultan mandatorios para tal función.

Asimismo, el juez juzgador no habrá de participar en modo alguno en la instrucción. Este actor extra —llámese juez de instrucción, o con cualquier otra nomenclatura—, ni investigador ni juzgador, bien puede ser el nuevo —y efectivo— guardián de las garantías del encausado y a la vez podría realizar una valoración acerca de la conveniencia de presentar en un punto determinado un caso a conocimiento de un juez juzgador. De esta forma se evitaría que, por la inexperiencia de unos y la necesaria imparcialidad de otros, proliferaran absoluciones derivadas de una mala instrucción penal.

 

[1] El grueso de los delitos contenidos en el Código Penal cubano son públicos, lo cual significa que la denuncia cumple una función meramente informativa, pero no convierte al denunciante en parte del proceso penal. El abogado defensor actúa en nombre del acusado, quien sí es parte del proceso; pero el fiscal actúa en nombre del Estado, como titular de la acción penal. Por este motivo, una denuncia de un delito público no puede ser retirada por el denunciante, pues su función es informativa. La querella, por su parte, corresponde a los delitos considerados doctrinalmente como privados —en el caso cubano, son los contenidos en el Título XII Delitos contra el honor—. La principal diferencia entre los delitos privados y los públicos es que, en estos últimos, el querellante sí es parte del proceso penal e impulsor de este.

[2] Artículo 105 de la Ley de Procedimiento Penal cubano.

[3] Caso curioso el de violentar el secreto de correspondencia, pues el Artículo 235 de la propia Ley de Procedimiento Penal ofrece una entonación similar a las citadas y obliga al instructor penal a redactar una resolución fundada «con determinación precisa de la correspondencia postal que haya de ser retenida o de la telegráfica, cablegráfica o radiográfica de que deba expedirse copia»; pero no exige la aprobación de un fiscal para violentar este derecho constitucional.

 

*** Este texto forma parte del dosier «La reforma penal en Cuba, una mirada en perspectiva».

 

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